Con
frecuencia me hago preguntas que no sé responder y procuro buscar en mi entorno
personas que lo hagan por mí, aunque no siempre es un logro posible. Hoy me
atarea una cuestión a la que no encuentro respuesta definitiva, y que concierne
a las relaciones entre el hombre y los animales, en especial que activa la
indiferencia afectiva de los hombres por el cerdo, u hostilidad del cerdo contra el hombre.
Tengo motivos personales para ello, hace
unos años adquirí un cerdo vietnamita, un animal encantador del que aprendí
mucho y al que traté con esmeradas
atenciones. La gratificante experiencia no me permitiría hoy llamar cerdo a
ningún hombre por razones de canallesca
inmoralidad, y mucho menos por el abandono de la profilaxis higiénica:
hay muchos epítetos apropiados que
definen la desidia personal sanitaria, y bien conocidos por el lector. Pasado
el tiempo, y animado por el resultado, compré algunos cerdos más y otros
animales de compañía con los que comparto tiempo libre y espacio vital, aunque
mantengo alejados de la cocina, y presumo, a la postre, de haber ido estudiando
la condición de especies tan distintas y parecidas a la que pertenecemos, o de
hallar cada día más acertada la sentencia de Protágoras:
“El hombre es la medida de todas
las cosas”.
Protágoras |
De manera que, con el hombre tomado
por referencia y modelo, he comprobado que el carácter remiso del cerdo
respecto a él, indicia la existencia de
una querella entre semejantes. A diferencia de animales como el gato, un
incansable mirón, ligero como una pluma que trabaja sin rendir cuentas a nadie,
remolón, irresponsable, frívolo atracador clandestino de despensas bien
surtidas, y reservado e independiente individualista que mira al hombre sin
complejos o de igual a igual, el cerdo es… otra cosa muy diferente.
El cerdo, vencido por el magnetismo
terrestre y pesadas hechuras, pacífico y
de temperamento flemático y fisiognomía pícnica, es un animal rebelde, exigente
y dueño de su propia escala de valores; un ser quejoso, curioso y austero que nos mira desde un plano superior o por
encima del hombro, sueña con ser el amo de la granja, tiene memoria, conciencia
individual y social, distingue el bien del mal, intuye la muerte, es orgulloso
y severo, aprecia y goza los placeres de la vida, y vive emociones inquietantes e intensas. Además el cerdo, que
hombrea con medida inmodestia, se tiene
a si mismo por animal superior, y a diferencia del obediente talante practicado
por el perro, rehuye humillarse ante el animal humano.
Michel de Montaigne |
No es sólo una apreciación personal,
porque desde las mejores cabezas pensantes del mundo antiguo se ha tenido
conciencia de ello, y al menos desde Montaigne se afirma que no es el sentimiento,
la inteligencia ni la esencia lo que distingue a los hombres de otras especies,
sino el grado. Nos distancia el nivel y no la cualidad. La supervivencia animal
no es concebible sin el sentido común que la haga posible, y la adaptación del
cerdo al medio civilizado prueba una capacidad extraordinaria e incuestionable,
percepción atinada de la realidad, fina
inteligencia natural, y un instinto que tiene sus razones. Anótese si se quiere
en el debe, y como Talón de Aquiles, la
agudeza especulativa del cerdo, porque su inteligencia apenas alcanza la de un niño de tres años,
aunque se advierte el logro difícil que consiste en no hacer daño a los demás
ni tampoco a sí mismo, o la lealtad en el trato amistoso que le caracteriza.
Contaríamos con los dedos de una mano los hombres que alcanzan esa meta,
próxima a la sabiduría para los escépticos, y… cercana a la santidad para los
creyentes.
De la naturaleza del cerdo se sabe
todo, incluso que al estilo de nuestra especie, y dominado de una pasión frenética,
hace el amor a lo bestia. Y aunque el servicio prestado por el hombre al cerdo,
no se corresponda con la indiferencia y menosprecio habitual del cerdo por el
hombre, la similitud y cercanía entre semejantes está probada. Su fisiología y anatomía
reproduce la fisiología y anatomía humana. Su cerebro a escala del nuestro
participa de analogías sorprendentes;
su permanente descontento difiere poco del carácter gruñón del obrero
mal pagado o el anciano achacoso; su ADN se aproxima a la réplica y está
cercano el día en que el trasplante de órganos del cerdo salve la vida de
millones de humanos.
Asumamos pues el parecido cuando nos
queda concluir con una oportuna cavilación. El contacto con el mundo animal nos
acerca a la filosofía animalista, y a la duda. No seré yo quien niegue la
existencia de conciencia, sensaciones, recelos y memoria, de cualquier ser
vivo, del más diminuto e insignificante hasta el más gigantesco. Pero admito
que nuestros escrúpulos tal vez no resulten convenientes ni útiles a nuestros
intereses; somos animales sometidos inevitablemente a la lucha por la
supervivencia o la ley del más fuerte, y la compasión es un signo de debilidad. Somos dependientes y no libres, la
necesidad, frecuente enemiga de la racionalidad que nos pide respetar la vida
animal, frustra las perspectivas utópicas. Tenemos de ello una clara
conciencia, traicionamos ideales alimentándonos de vegetales y animales
muertos, o especies cuya voluntad manifiesta es vivir, y, la
sensibilidad y receptividad a las necesidades de todo lo vivo, haría nuestra
existencia imposible. Pero nadie descarta que la
acelerada evolución de la
conciencia cada día más impresionable, promovida por la postmodernidad,
nos conduzca hasta las puertas de la sociedad vegetariana, renunciando a nuestro
instinto carnívoro. ¡Ése es el futuro! Entre tanto y como corolario, debiéramos
saber que denostar la conducta del cerdo, ahondando la porcofobia, es tirar
piedras contra el tejado de nuestra civilización, porque guste o no guste… ¡somos lo que comemos!
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