Las dos de la madrugada. Todo era silencio, yo
había bajado del dormitorio con el sigilo acostumbrado de los bebedores
clandestinos de la capilla del colegio Gran Capitán, y mis pasos breves sobre
las baldosas tenían el objeto de evitar cualquier ruido hasta llegar a la
puerta que, empujada tras bajar la cremona se abrió permitiéndome la entrada
sin obstáculos.
Ya en el interior del oratorio, aceleré el
paso y conteniendo el aliento llegué hasta el rincón en el que algunas botellas
de vino esperaban la llegada del bebedor oportuno. Indiferente a la calidad o
la marca del caldo litúrgico, escogí la más grande y de etiqueta que
garantizaba el origen valenciano de la villa alicantina de Jalón. La retiré
cuidadosamente del botellero, tomé una bandeja plateada situada en su lateral y
giré ciento ochenta grados de camino al despacho del director del colegio.
Introducido en lugar tan seguro que abrí con
la ayuda de una ganzúa, fui a sentarme en la silla frente a la mesa sobre la
que puse bandeja y botella. De aquella velada, que iba a merecer ser recogida
en este relato conservo estimables recuerdos, y espero de mi capacidad de
introspección un buen comportamiento.
A la vista del gramófono situado a la
derecha de la ventana comencé seleccionando un disco de música clásica
colocándolo bajo la aguja, previo giro del botón que regulaba el volumen,
reduciéndolo al mínimo. La entrada en aquella dimensión musical de original
lirismo, reflexión sonora, y vibrante sentimiento que comenzó a desgranar el reproductor,
perteneciente al “Concierto para piano
y orquesta nº 2” de Rachmaninov, a manos de Rubinstein, es responsable
directa de que mi iniciación en la música culta tuviera tan buen comienzo.
Un minuto más tarde, y con la música de
fondo apenas audible, descorchaba la botella y decidía beber a morro, uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, siete o más largos tragos, que dejaron al recipiente pidiendo
auxilio, acompañados de la previsión que llevaba en un bolsillo: el sabroso
bocado de un par de arenques salados y un trozo de pan, que me supieron a
gloria. Entre trago y trago, descubierto el cajón donde el director del colegio
guardaba el tabaco y el encendedor de gas, me permitía fumar cuatro o cinco “Celtas”
tirando las colillas al suelo, y al finalizar la bacanal tras desabrocharme el
cinturón, guardarme el paquete y el mechero para consumo y uso en otro momento.
En tanto el calor me invadía por entero,
sentía recuperadas las energías perdidas, desvanecerse los temores que me
oprimían los primeros momentos, y un optimismo expansivo extraordinario.
Finalizado el concierto, satisfecho y pleno de moral, atrevido y ganado por los vapores del vino que trepaban
hasta la cabeza, salían por las orejas y parecían conferirme alas, reprimí los
deseos de ponerme a cantar la jota aragonesa, aprendida en la última clase de
solfeo.
Cumplida la misión sin obstáculos, y ganada
la apuesta de 25 pesetas a los compañeros de habitación, por llevar a cabo la
misión, me sentía exultante y listo para volver a la cama. Lo hubiera decidido de no mediar el zumbido y
revoloteo de una mosca negra y de buen tamaño, que, tomando tierra se miró en
el espejo metálico de la bandeja, retocándose las antenas con una pata
delantera, y posibilitando que yo presintiera su pensamiento narcisista:
- “¿Soy yo, esa?... No estoy mal, conservo todavía una atractiva apariencia”.
- “¿Soy yo, esa?... No estoy mal, conservo todavía una atractiva apariencia”.
Después saboreó gustosa los restos de elixir
derramados, sugiriéndome el cambio de intenciones. Removido por un torrente de
ternura, y demostrando un carácter impresionable, escancié sobre la superficie
de la bandeja algunas gotas del clarete, y al olor penetrante de la golosina
decenas y decenas, centenares, miles y miles… más de un millón de moscas, se
hicieron presentes y aterrizaron, comenzando a dar cuenta del néctar, con
fruición, forzándome a repetir el servicio.
Alguien de natural intransigente, prisionero
de su ego e insensible a los derechos de los insectos, hubiera pensado en
aniquilarlos, exterminarlos, fumigarlos y hacerlos desaparecer del lugar; en
opinión de tales concepciones, ensuciaban y envilecían el despacho: eran la
peste. Yo, determinado por un parecer distinto y seguramente por los efectos
embriagadores del alcohol, pensé en satisfacerlos y facilitar su existencia, o
su derecho a la vida. Me dejé llevar de la heterodoxia panteísta del respeto a
los animales, y la idea de que si “Dios
es la vida” ningún ser vivo debiera quedar excluido de su esencia, o de
lo contrario la sentencia merecía ser sustituida por “Dios es la vida del hombre”, de presuntuosa y escasa dimensión,
que dejaba a Dios enmarcado en un cuadro de Velázquez: “Marte”, el Dios de la guerra.
La relajada concienciación me ayudó a operar
con desenvoltura, y empecé a recitar mental y casi automáticamente el poema
dedicado a las moscas escrito por Antonio Machado, que hube de memorizar
obligatoriamente como condición indispensable para aprobar la Literatura Española, pero no lo
concluí. Sumido en el sopor, mi espalda fue inclinándose poco a poco; mis
párpados, abatidos, clausurando la visión de los ojos; y mi cabeza, abotargada,
fue cediendo a la tentación de apoyarse en la superficie de la bandeja.
Un minuto después yo dormía como una
marmota, y soñaba roncando sin estridencias.
Pero ésta, es una conclusión a la que con el
tiempo llegué tras de hacer un serio esfuerzo racionalizador, porque a todos
los efectos y durante años, hubiera apostado fuerte creyendo haber hablado con
un díptero, que comenzó agradeciéndome la generosa donación de mosto.
–¡Gracias, humano el vino es excelente!...
¿Cuál es tu nombre?
–Máximo… Máximo Maldía. Mi oferta no merece
gratitudes, Mosca –respondí.
–¡Las merece! Y si todos los humanos fueran
como tú, las moscas olvidaríamos la necesidad de comer mierda, pero sólo miráis
por vosotros mismos, olvidando que hay otra vida donde os saciaréis hasta la
saturación –me echó en cara, deshaciéndose primero del macho que la cortejaba
con evidentes intenciones de entablar relaciones sexuales, por las buenas o por
las malas, aquí y ahora.
–Mosca,
me sorprende que sepas que hay otra vida. Creí, y lo creí de veras,
que era una prerrogativa exclusiva de los hombres –dije yo.
–Creer, se creen muchas cosas, lo que no
sabemos es si son verdaderas. Yo te diré lo que sé. ¡Ahí va mi primera
revelación, Maldía!: En la otra vida, las moscas seremos humanos, y los humanos
seréis moscas. Eso es lo que diferencia vuestro conocimiento raquítico del más
allá, de nuestro acercamiento a la verdad. Nosotras estamos al corriente de adónde
vamos y de dónde venimos –afirmó la mosca e hizo una pausa alejándose hasta el
borde de la bandeja manchada de vino, para volver patinando sobre
la superficie, en un alarde impecable de control físico y psicológico.
–Nuestras concepciones son incompatibles, Mosca.
– Maldía, hasta el momento has demostrado
sensibilidad, no demuestres ahora ser soberbio. ¡Nuestras concepciones son
complementarias! Eres muy joven todavía y quizá no me comprendas… De la misma
manera que las habilidades físicas, la sabiduría ha sido repartida
fragmentariamente entre todos los seres vivos… nadie lo puede todo, y nadie lo
sabe todo.
–Pero, la otra vida, es otra cosa –argüí
tontamente, seguro de estar apoyado por sólidos fundamentos metafísicos que
ignoraba, y otros sabrían por mí.
–Maldía, la vida siempre es la vida, la
misma cosa: una sucesión de pequeñas satisfacciones en un océano tumultuoso de
necesidades, miserias, penuria y dramas irreparables, que acaba por sumir al
individuo en la servil e inútil ruina y decrepitud…. una poda inmisericorde,
selectiva y permanente.
–El tiempo se detiene para todos en los
mejores momentos para que los gocemos, en ello consiste la felicidad –apunté, desorientado
porque lo había oído decir en una película de romanos.
–¿Te han dado pruebas de ello?
–Pruebas… ninguna… pero…
–Entonces no lo creas, acostumbra a juzgar
por lo que ves. El tiempo no se detiene nunca ni es una alfombra enrollable, se
pierde entre la añoranza de un ficticio pasado mejor, y un distante futuro
prometedor.
–Pesimismo, Mosca, pesimismo –insistí sin argumentos.
–Realismo Maldía, realismo –corrigió
persuasiva–. En esta vida, reina la incertidumbre, y si dura lo suficiente hasta
que el destino corta el último hilo de la existencia de un hombre, o de una
mosca, la naturaleza se complace en deteriorar o eliminar facultades físicas y
mentales hasta hundirlo, cambiando lo sano por lo enfermo, lo vital por lo inservible, lo bello por lo
feo. ¡Todo lo bueno termina mal! Es una ley inexorable…
–Sí, mas…
–¡Déjame concluir, puñetas! –Interrumpió la
mosca revelando carácter autoritario–. Ahora hablemos de la otra vida a la que
hace distinta la eternidad, o suspensión de la ley: “comer o ser comido”. Y te aseguro como mosca que soy,
que va acompañada de un insoportable e infinito peregrinaje. Maldía, cuando
seas una mosca entre tantas vivirás en constantes altibajos. Te aguarda un
futuro dantesco huyendo mosqueado
de los desaprensivos insensibles al derecho ajeno.
Aquellas palabras iban acompañadas de la
temible fijeza de unos ojos compuestos de miles de lentes individuales,
elípticos, sin párpados, brillantes y espantosamente negros, que controlaban
los trescientos sesenta grados del entorno, y en los que se reflejaba mi cabeza
extrañamente deformada.
–Las moscas vivís aquí muy poco tiempo para
saber tanto –inquirí.
–¡Para lo que hay que ver! La naturaleza es
sabia, por fortuna pasamos apenas dos o tres lunas, tiempo suficiente para
asimilar lo que aprenden los hombres en ochenta años, y experimentar
sufrimientos indecibles. La mosca anda con una cruz al hombro allá donde esté,
nuestros enemigos y sus ansias de exterminio se multiplican: arañas, lagartos,
salamandras, golondrinas, mirlos, jilgueros o mil aves más, ranas, humanos y
humanas, gatos… ácaros… sí, he dicho ácaros: variados y odiosos parásitos a
quienes los humanos habéis dado nombres en latín que no entendemos,
precisamente, las más interesadas en entenderlo. En conclusión, a las moscas
nos persigue una jauría de seres vivos, amén de diversos y dañinos productos
químicos plaguicidas…
La mosca me proporcionó algunos de esos
nombres, y la disputa acalorada y provechosa se prolongó tanto como para
escribir un libro, aunque la brevedad autoimpuesta en esta narración oculta sus
mejores argumentos.
Después de haber roncado plácidamente un par
de horas, cuando de la posición de la cabeza provino una dolorosa tortícolis
que me despertó, procedí a salir del despacho del director del colegio, y
regresar al dormitorio con el mismo sigilo de la ida. Ganador de la apuesta,
ebrio y tambaleante de esquina a esquina, desoyendo a las imágenes de los
cuadros que me querían hablar, o viendo dos ventanas donde había una, siete
macetas donde había dos, ningún escalón donde había un escalera, o una
aparición fantasmal detrás de cada puerta, alcanzaba el objetivo del dormitorio
a las cinco de la madrugada y sin novedad, con la botella de dos litros, y sin
vino, como botín que atestiguaba la hazaña.
Al día siguiente, lunes a última hora de la
tarde y en la clase de religión, el padre Roces, director, comenzó hablando de
los santos de la Iglesia, y del hecho extraordinario de que algunos hubiesen
mantenido amenas conversaciones con Dios y de tú a tú, a lo que mi compañero
Felipe Escalona no se abstuvo de poner reparos, aunque
con sordina.
–Padre Roces, ¿no le parece que se afirma
con demasiada frecuencia y facilidad, un hecho tan extraordinario como el de
hablar con Dios?
–Felipe, tu duda es comprensible y te honra,
como cristiano sólo estás obligado a creer en los dogmas de fe. Ahora bien, la
pregunta suscita un buen tema de debate, una controversia teológica. Me
gustaría saber si tus compañeros tienen las mismas dudas que tú, o por el contrario son de fe más firme, más sólida, y
menos… acuosa.
El sacerdote lo dijo frotándose las manos, e
iniciando un nuevo paseo de arriba abajo previo a la selección aleatoria de estudiantes,
que manifestándose en una u otra dirección, no aportaron nada nuevo a un debate
tan viejo, y yendo a comprometerme a mí, precisamente a mí, para cerrar la
consulta, aunque tampoco tenía nada que decir.
–Por último, vamos a ver, Máximo Maldía,
cuál es tu opinión al respecto. ¿Pueden los hombres hablar con Dios?
–Teniendo en cuenta que quien habla con
Dios, habla consigo mismo…claro que sí –dije poniéndome en pie junto al
pupitre–. Además es un bálsamo para aliviar la soledad o el sufrimiento… aunque
la experiencia no debe hacerse pública porque pertenece a la más reservada
intimidad. ¡Allá cada cual… siempre que no lo divulgue!
–¿Eso por qué? –objetó el cura, curioso.
–Pues hombre, porque a falta de testigos o
pruebas contrastadas te pueden tomar por loco. Nos sucede a todos… ayer, sin ir
más lejos, hablé durante una hora larga, con una mosca, y es seguro que mis
compañeros no lo creerán, porque raro, sí lo es… incluso a mí que lo he vivido,
me extraña.
–¿De qué hablasteis, Maldía?... ¿De qué
hablaste con la mosca? –preguntó el sacerdote con retintín burlesco, poniendo
música a las preguntas y extremo interés.
–De cuestiones novedosas que no revelaré
porque me previno que, de hacerlo saber sólo lo aceptarían aquellos que han
hablado con moscas u otros insectos, es decir, me comprendería una minoría
insignificante.
–¿Maldía, se trata de la misma mosca que se
ha llevado el vino de la capilla, se ha fumado mi tabaco, me ha robado el
mechero, ha dejado sobre el tocadiscos las pieles de unas sardinas arenques, y
esta mañana andaba borracha haciendo contorsiones, piruetas y malabares sobre
una bandeja en la mesa de mi despacho…?
–¿Negra y grande? –pregunté parapetándome,
advertido del peligro acechante.
–¡Sí, negra y grande!
–No, no padre Roces, como esa mosca hay
muchas, la mosca que yo digo era azulada y pequeña. ¡Seguro! Hablé con ella en
el retrete y comía como una desesperada, pero no creo que la mierda la
acompañara de vino.
Estupendo relato haciendo filosofar a una mosca que , aunque muy parecida en genoma, sólo a alguien como tú se le ocurriría confrontar dos mentes borrachas.
ResponderEliminarHas tenido a huevo enredar la trama dándole al botón equivocado del tocadiscos y que sonara Rachmaninoff en los altavoces de las habitaciones, al tiempo que departías con la mosca.
La aparición del padre Roces en su despacho, hubiera sido digna de ser narrada por Marcial Lafuente Estefanía.
Un abrazo maestro de tu amigo Tomás.
Gracias Tomás. El próximo relato tratará del viaje en tren que partía desde Madrid (estación de Atocha) hasta el apeadero improvisado de la Universidad Laboral. Para escribirlo conté en su momento con la colaboración de mis padres que fueron a despedirme. Curiosamente tú y yo hemos estado, con otros dos amigos, sentados hace muy poco tiempo en el punto exacto de donde partían entonces los trenes de esa estación. Vamos a ver que vivieron aquel septiembre de 1962 más de 1000 jóvenes estudiantes que abandonaban familia y amigos en media España, para iniciar su formación profesional en Córdoba.
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