domingo, 22 de noviembre de 2015

EL UNIFORME NO HACE AL MILITAR

        Asociado a mi infancia y juventud, recuerdo el ir y venir de militares y eclesiásticos que a nadie pasaban desapercibidos y  gozaban de notoriedad,  reputación y prestigio, merecidos o no. Bastaba una estrellita sobre la hombrera del militar, para hacer sentir el respeto en su entorno,  y sobraba al sacerdote lucir un disco afeitado sobre la coronilla, para que los chavales del barrio corrieran como desesperados a besar su mano.

      El hábito, o el uniforme, garantizaban la pertenencia a una elite bendecida por el régimen político, y contaban con un tradicional reconocimiento, pero además sirvieron de máscara y disfraz a atrevidos caraduras, hábiles salteadores y aventureros inteligentes que usurpando la personalidad de un monje, o un militar, bordaron golpes y atracos merecedores de un hueco en la historia de la violación de la ley.

       Se contarían por cientos los malhechores que extorsionaron a pleno Sol a instituciones administrativas y empresas privadas, o que  ocultos durante el día aparecían en veladas nocturnas  metamorfoseados en obispos y frailes, o en guardias civiles,  abusando de las ventajas que prestaba un uniforme. Así consta en los archivados de los departamentos policiales para quien se sienta tentado a saber de ellos; permítame pues el lector, que la cercanía a  un caso espectacular, y no conocido en nuestro país por la opinión pública, me mueva a contarlo aquí y ahora.

        El plan lo llevó a cabo mi abuelo a finales de la década de los años 40. Y no cansaré al curioso con el relato, seré corto y prudente, reservaré datos e identificaciones innecesarias, por elemental discreción y respeto a la ley, sin entrar en lo que da en llamarse materia reservada porque se revolvería contra mí.

       La historia comienza el día en que se rubricó la venta de unos terrenos propiedad del ejército, a una fábrica de vehículos a motor. Las firmas fueron  estampadas por un General y  el Consejero Delegado de la fábrica de automóviles; con ellas, 190 hectáreas de terreno pasaron a pertenecer a la empresa automovilística, a cambio de 50 millones de pesetas de la época, depositadas en un céntrico banco de Madrid, en una cuenta corriente abierta a nombre de las fuerzas armadas. No hay nada que reprochar a nadie, todo fue perfectamente legal, y si el lector busca indicios de corrupción, se equivoca.

        Hay a pesar de todo una apasionante historia que contar.
        Por entonces mi abuelo paterno, al que nunca tuve el privilegio de conocer, diligente y excéntrico, bien informado y vividor aventajado en ambiciones, trabajaba en una oscura oficina del ayuntamiento madrileño. Leía diariamente el periódico y fumaba en pipa. Contaba  con  45 años de edad y  un bigote que le daba el perfil entre heroico y cortesano, tres hijos casaderos, una mujer sacrificada, y la nómina tan escasa que del billete de 500 pesetas hacía un mito. 

         Probablemente mi abuelo, un ejemplo de cautela, descendiente sin embargo de una saga reconocida de dudosa honorabilidad y frecuentes querellas judiciales, había participado en empresas como la que voy revelar a continuación, aunque de escasa importancia, pero nadie lo sabe. Estamos al corriente, sin embargo, de que apenas tres días después de la firma del contrato entre la industria  automovilística y las fuerzas armadas, ponía en práctica una temeraria acción. Mis allegados, con los que consulté para escribir esta aventura, aseguran que el abuelo hizo una visita al Rastro donde compró un traje militar, al que cosió en las hombreras la estrella de cuatro puntas que le reputaba como General de Brigada, aunque tengo oído a mi abuela que lo guardaba desde tiempo atrás. Poco o nada aportaría conocer el detalle, nos preocupa más la acción, y saber que a primera hora de un sábado del mes de agosto, vestido de General de Brigada, y asegurando que iba comprar todas las series de un número de la Lotería Nacional, excusó su ausencia del hogar.

       Mentía. A la puerta de su casa, a bordo de un jeep lo esperaba un individuo de indudable planta  alemana con falsos galones de sargento,  al que llamó por su nombre.

       –En marcha Wilhlem… ¡Vámonos!

       Arrancó el todoterreno y anduvieron circulando por Madrid avistando soldados sin graduación, durante un tiempo, hasta recoger a tres. Tres jóvenes militares elegidos en especial por su prominente estatura, a los que mi abuelo engañó, informándoles de la necesidad de asistir a un servicio de estricta discreción,  recompensado con galones y un mes de permiso en fechas por determinar. Para tal fin les extendió documentos firmados por él mismo con una rúbrica más grande que el papel, donde podía leerse:



       El General de Brigada D. José Zaragoza y Huesca, 
       Los soldados no podían evitar sonrisas de satisfacción que encubrían ante el rostro pétreo del falso General, quien les miraba desde la profundidad de unos ojos escrutadores y severos, o detallaba breves indicaciones del trabajo a realizar, desde  la altura de una abrumadora y dominante voz de barítono. Después se dirigieron a la entidad bancaria en que había tenido lugar la operación entre la fábrica de automóviles y el ejército, donde  el aparente sargento, adelantándose secundado por los tres soldados, anunció la llegada del General con una voz desgarrada y potente:

      –¡Va a hacer la entrada en esta oficina el General D. José Zaragoza y Huesca!

      El gesto bastó para que la nómina de empleados en su totalidad se levantara de los asientos adoptando la posición de firmes, frente a un quinteto de militares que por la envergadura hubiera pasado por ser la selección de basket americano. Una vez en su interior, mi abuelo fue conducido hasta el despacho del director a quien mostró un pergamino al que no faltaban sellos, ni firmas, ni otras formalidades supuestamente  legales, y solicitó que se le entregara el dinero ingresado por la fábrica de automóviles tres días antes, al objeto de transportarlo hasta las cámaras acorazadas del Cuartel General, en Madrid, junto a la plaza de Cibeles.
      El director de la oficina tomó el teléfono y mantuvo una breve conversación con el vicepresidente de la entidad, al que informó de la presencia de un General que reclamaba los 50 millones de pesetas. El alto ejecutivo, que se disculpó repetidamente de la falta de tiempo y el exceso de trabajo, respondió al otro lado de la línea con firmeza:

      –Cumple usted con su deber al poner en mi conocimiento el movimiento de una cantidad de dinero tan elevada, pero por favor… ¡no le ponga objeción alguna nada menos que a un General… ellos son quienes tienen en su mano los destinos de España!
       El director trasmitió la orden correspondiente a los subalternos, y relajó el gesto. Unos segundos más tarde confraternizaba con el General y pasaba a realizar un sumario reconocimiento de la dura y sacrificada vida del militar de carrera, o de la responsabilidad menos meritoria de la suya,  para terminar por solicitar al General algún  favor personal, que éste dijo poder conceder probablemente al concluir su misión, saliendo del despacho a esperar junto a los soldados en la zona común de la oficina.

       El tiempo pareció congelado durante los quince minutos siguientes; las funcionarias, inactivas e inmóviles parecían atrapadas por la apostura de un militar de alta graduación, que apenas si reparó en ellas mirándolas fugazmente desde su metro y noventa centímetros de alzada; los empleados, en una anormal y estúpida posición castrense, no habrían la boca, y si lo hacían era para alegar invariablemente “Sí mi General, sí mi General” a todo comentario, tuviera o no tuviera razón de ser. Por lo demás, imperó un conveniente y estricto orden alterado por un  conato de diálogo establecido entre una secretaria y el aparente sargento alemán que pareció gallear inoportunamente, cortado de raíz por mi abuelo al dirigirle una mirada de reprobación y algunas palabras:

      –¡Sargento, compórtese! –le dijo, atrayéndolo con un ademán significativo e insistiendo apenas en un susurro: –No es momento de conquistas fáciles, no olvide que somos como el gato que va a zamparse de un bocado a todos los ratones.

      El alemán cambió su actitud como el gallo que ha sido golpeado en toda la cresta, y el General  permaneció inmóvil, en inalterable estado de ánimo hasta ver salir la maleta que inspeccionó breve y visualmente, constatando que en su interior se apilaban los billetes ordenadamente, antes de firmar el convenido documento de recepción. No se perdió un segundo más. Puestos en marcha, el director recibió la confirmación del ingreso de su hijo, de forma inmediata, en la academia militar de Zaragoza, y en agradecimiento se cuadró ante mi abuelo en señal de respeto; mi abuelo cerró la puerta de la oficina, a su espalda, y siguió a los soldados que introdujeron la maleta en el jeep.

    Después y sin pérdida de tiempo se dirigieron al Cuartel General del Ejército, junto a Cibeles, y detuvieron el automóvil en las cercanías de la puerta principal, donde mi abuelo anunciando que habían llegado al destino ordenó a los soldados abandonar el vehículo. Sacó del bolsillo trescientas pesetas que les entregó sugiriéndoles la conveniencia de gastárselas en comprarse un traje, les recomendó presentarse tres días más tarde en ese mismo cuartel, con el documento  que les había firmado, y regaló seis entradas para ver un  acontecimiento irrepetible: la corrida de toros, del día siguiente  8 de Agosto de 1948, en la Plaza de Vista Alegre de Madrid, y por vez primera recogida en pruebas de retransmisión televisada. El obsequio que pareció excelente a los soldados fue recibido con emoción, y un tímido comentario:

       –Gracias mi General, no es necesario tanto, sería suficiente con tres entradas.
       –Pues bien, las otras tres las revendéis, y os vais de putas si es vuestro gusto.

       A continuación, sargento y General se despidieron de los soldados  intercambiando un saludo militar de teatral escenografía, sus botas levantaron esquirlas del pavimento y provocaron el entusiasmo espontáneo de más de un centenar de peatones y curiosos, que merodeaban por la Plaza de Cibeles.

        La operación había concluido. El capítulo siguiente consistía en huir, abandonar el lugar, alejarse de la ciudad, fugarse del país y hasta del continente europeo, pero no está en nuestras manos pormenorizar o aportar detalles de la evasión del dinero y los delincuentes. 

       Todo salió bien. El destino premia las mayores atrocidades si se llevan a cabo inteligentemente, ninguna pista condujo hasta la recuperación de la voluminosa fortuna, y jamás aparecería el jeep, ni el aparente sargento de impronta germánica que lo conducía, ni aparecería mi abuelo al que se dio oficialmente por muerto, a todos los efectos, antes de que mi abuela contrajera segundas nupcias.

       El lector encontrará lagunas en un relato cuyas únicas aportaciones son producto de la investigación de los míos o de mi mismo, y en efecto persisten las dudas. Nadie dispone de pruebas que aseguren que el conductor del jeep Wilhelm Voigt, (nieto de Wilhelm Voigt, el afamado teutón que acometiera golpes idénticos a principios de siglo XX en su país) fuera el cerebro, o lo fuera mi abuelo, heredero de una saga de diestros y expertos carteristas de Madrid, asociado en este caso a un estimable colaborador.

       El atraco se mantuvo en el más absoluto secreto, por decisión política, al objeto de evitar el efecto multiplicador o el trago del ridículo público, y los informes policiales permanecen clasificados como materia reservada en los archivos del Estado Mayor del Ejército, a día de hoy.

      En el seno familiar hay preguntas que no podrán responderse, y consideraciones emocionales que el tiempo ha cambiado de signo.  Mi abuelo fue tenido por sus descendientes por un tipo desleal, infiel, y falto de originalidad. Un desertor de los deberes más elementales, y de pocos escrúpulos. ¡Un crápula! Lo juzgamos con severidad y aplicamos los epítetos más crueles, le tildamos de ladrón, antipatriota y derrotista; lo acusamos de soberbio pretencioso; renunciamos a celebrar su aniversario pensando que rendíamos un homenaje a la barbarie; e impusimos el silencio en el entorno familiar, eclipsándolo al tomar conciencia por fundadas sospechas de que vivía espléndidamente en California.

       Pero el destino y el tiempo vendrían a desconcertarnos. 50 años después y desde California, vencidos innumerables obstáculos legales, ayudados de abogados americanos cuyos honorarios astronómicos hubimos de satisfacer, sus herederos nos repartimos una importante fortuna, que ha puesto alas a nuestro  estilo de vida. Supimos al tiempo que él mantuvo con sobrada suficiencia económica la casa de mi abuela, valiéndose de imaginativos artificios que nadie sospechó,  y tal conocimiento acabó por determinar un cambio radical en la apreciación de su calidad moral. De vilipendiado y maldecido por su descendencia, pasó a representar el modelo ideal de hombre y… ¡ser venerado!:
       Hemos mitificado a mi abuelo.

       Extendido sobre el reparo de su moral un manto de flores.
       Pedido para su recuerdo el nombre de una calle en Madrid.
       Exigido al ejército el nombramiento de General de Brigada.

       Construido un cenotafio en el cementerio de El Escorial.



       Y montado sobre el pedestal que antes perteneció a Napoleón, su busto en mármol, fumando en pipa, y esculpido por un artista de la escuela de Rodin.
       No deben ponerse reparos a las obras bien hechas de mi abuelo, sino  admirarlas.


                                                      Mariano Martín Sánchez-Escalonilla.

domingo, 25 de octubre de 2015

EL PROYECTO DEL PAPA FRANCISCO



        Hoy el Papa Francisco tiene una larga e ingente tarea por hacer, trabajar en la rectificación de actitudes doctrinarias producto de un largo proceso de hibernación, y con el deseo deliberado de recuperar el liderazgo espiritual. Gigantesca faena la de restaurar el deterioro de veinte siglos, o la erosión que los vientos de la historia son capaces de producir en las rocas más sólidas. Para tomar conciencia de la gigantesca labor que el Obispo de Roma acomete, bástenos recordar las heridas  o pérdidas de la Iglesia mejor conocidas de todos, y producidas en las eras Moderna y Contemporánea. 


       En el siglo XVI, año de 1517, Martín Lutero clavaba las 95 tesis sobre la puerta de la  iglesia de Wittenberg, proponiendo una reforma, y poco después era descalificado despectivamente por el Papa León X como, “borracho alemán que anda provocando discusiones de frailes”. Pero con la rebelión del Martin Lutero, la Iglesia Católica perdió media Europa, aquella Europa que una vez desatada de Roma, acabaría dando a la civilización una nueva dimensión cultural y un desarrollo espectacular en todos los campos. La Europa protestante que ha extendido al mundo su conocimiento, ha dominado las ciencias, la tecnología, la economía y la política. Esa Europa que del lado de un borracho, aceptó tempranamente la revolución copernicana, el trabajo como un bien social indudable y no como  castigo de Dios, o el rechazó de la primacía y autoridad del papado como institución divina.

         En el siglo XVII, a manos de la ciencia, la naturaleza continuaba  perdiendo el carácter teológico y la Iglesia perdiendo a los científicos; la Tierra había dejado de ser el centro del sistema solar convirtiéndose en el centro de la razón capaz de comprenderse a si misma. Isaac Newton, o Leibniz, Kepler o Galileo, seguían los pasos de Copérnico, creyentes heterodoxos, sin embargo,  preocupados por el origen de la vida y la teología,  laboraban por la comprensión del mundo desde nuevas perspectivas. Y lo hacían proponiendo una visión heliocéntrica del universo, situando a la Tierra en el lugar secundario que le corresponde, y perfilando leyes que determinan el movimiento de lo que vemos  y lo que no vemos.

         En el XVIII,  Siglo de las Luces  decisivo para entender el pensamiento contemporáneo, la Iglesia perdió a  los filósofos. Sus nombres integran una legión formidable. Los pensadores de la Ilustración, combativos, justificaban la renuncia a las creencias, o participaban del  movimiento cultural a favor de una religión natural divorciada de toda verdad revelada, personalizado en nombres como Voltaire, Hume, Diderot, Rouseau, Kant… El movimiento disidente debía su origen al progreso de la burguesía o la revolución industrial en marcha, y de su mano la explotación sistemática de los recursos, los decisivos progresos tecnológicos  y el ascenso imparable de las rentas nacionales. Pero con todo, el siglo XVIII apenas  adelanta los avances por llegar y el debilitamiento del poder religioso. 

         El siglo XIX iba a producir la pérdida de los trabajadores reclutados por un nuevo movimiento político de masas, un producto natural de la industrialización y la irrupción de la gran esperanza del socialismo. Como consecuencia de la efervescencia social de la época, la Iglesia vendría a descubrir la existencia de la Clase Obrera  a la que más tarde quiso hacer un guiño de complicidad proclamando a última hora, en el año 1955,  el día 1º de mayo como fiesta de San José Obrero.

       No iba a ser el único revés sufrido en el siglo XIX. El evolucionismo de Darwin devolvió al Hombre su lugar en la naturaleza, y produjo un gigantesco agujero en la fábula bíblica. La idea simple, pero genial, de la Selección Natural,  revolucionó el estudio de la biología, y la evolución se postuló así como la historia de la vida  cautivando la atención de todos los intelectuales del mundo. Con independencia del escándalo de las conciencias más conservadoras, todavía  hoy latente e irresignable, la aprobación de  Darwin se verificaba a su muerte: ¡Cuando Inglaterra le rendía solemnes honores despidiéndole con Funerales de Estado! 

     En otro orden de cosas en el  mismo siglo, el arte participará de la reciente realidad sociológica, y los creadores de vanguardia, atraídos por el mundo laico de emociones atropelladas, a representar cuanto ven por si mismos. La inspiración mística aparece agotada o sin vigor, y la Iglesia pierde a los artistas. “El arte cristiano ha muerto”, proclaman  Flaubert, o Baudelaire, quienes sostenían que la temática religiosa había sido sustituida por generalizados
sentimientos espiritualistas. Y de la misma opinión iban a participar cristianos sinceros y de cultura liberal como Montalembert. Es en este siglo XIX cuando el mundo culto y burgués activa  sus actitudes anticlericales,  y Nietzsche apunta que, “hacer creer un dogma a un hombre superior, es tan difícil como calzar a un gigante los zapatos de un enano”. La propia España se significa por la disidencia de intelectuales y escritores, diablos a los que azotar dirá el dogmático, en tan extensa lista que huelga reproducir.

         En el siglo XX la igualdad entre sexos alcanza un nivel insospechado, y la moralina tradicional es un traje que se rompe por las costuras. Las mujeres se le van a la Iglesia de las manos en una orgía postmoderna inesperada. Juzgue el lector si se vengaban del trato discriminatorio y la acumulación de ofensas recibidas desde largo tiempo, que nosotros vamos a reducir a breves pinceladas. San Alberto, había sentado cátedra asegurando que: “La mujer no tiene ni idea de lo que es la fidelidad. ¡Créeme! Si depositas tu fe en ella te sentirás defraudado. ¡Cree a un maestro experimentado! Por eso los maridos inteligentes comparten lo menos posible con sus mujeres sus propios planes y acciones”. Insidias confirmadas en la oratoria de otras eminencias de sacristía, como  el pupilo de san Alberto, santo Tomás de Aquino, en la  tesis falócrata que asevera: “El varón tiene una virtud más perfecta que la mujer, a causa de la mente defectuosa de ésta que también es patente en  los niños y en los enfermos mentales”. Profundo análisis que condujo al santo a proteger a la mujer… ¡esclavizándola! Y haciendo de ella una propiedad privada del macho: “La mujer necesita del marido no solo para la procreación y educación de los hijos, sino también como propio amo y señor”.

         Y por último en el siglo XXI, e increíblemente, la Iglesia comenzó dando palos de ciego: perdiendo parte de un rebaño natural, los homosexuales necesitados de comprensión afectuosa, a quienes niega el legítimo matrimonio aceptado y protegido por la sociedad y las leyes.

         Gota a gota se horada la piedra y el mundo profano ha ganado un largo contencioso de siglos. Recuperar el entendimiento entre el mundo civil y el religioso, tras el inacabable periodo de pérdidas, parece el sueño  del papa Francisco cuando acercándose al gusto de los escépticos militantes hacía público un mensaje que resume una concepción humanista:       

      “No es  necesario creer en Dios para ser buena persona, en cierta forma la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a la Iglesia y dar dinero. Para muchos la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas de las mejores personas de la historia no creían en Dios, mientras que muchos de sus  peores actos se hicieron en su nombre”.

      De la verdad exclusiva y excluyente sostenida por Roma durante veinte siglos, pasa el nuevo pontífice, al que se atribuye infalibilidad, a poner en pié de igualdad el dogma y el ateísmo.

     ¡Bienvenido a la razón, el mundo laico se siente reconocido en su discurso!

domingo, 27 de septiembre de 2015

EL HOMBRE Y LA VIDA



        La vida es un escaparate de atractivos inacabables, un viaje de apasionantes aventuras para la conciencia, los sentidos y el sentimiento; la vida es una hoguera de emociones que sólo puede apagar un intenso sufrimiento, o la desesperación, y… el hombre un activista incansable de la ambición de vivir, su  militante incondicional. 



       El hombre es un ser cercado por las necesidades y ávido de bienestar, a quien la religión sedujo haciéndole creer en otra vida sin final después de la muerte: una existencia sin preocupaciones, sin desvelos, sin dolores, sin enfermedad ni responsabilidades ni trabajo, una existencia  sin nada que se oponga a la felicidad... ¡un imposible! Empero acostumbrado a desconfiar de  promesas que la observación no verifica, y ante la muerte de un ser querido, lejos de asumirla como un premio  es recibida con la indisimulada tristeza que no pueden ocultar las mentes más profundas, ni las más seguras por su ingenuidad o su fe.

        Es decir, muy a pesar de la creencia en la inmortalidad, la experiencia y la razón inclinan al creyente a celebrar la superación de la enfermedad con un victorioso corte de mangas, en  la convicción de que mientras hay vida hay esperanza. De la misma forma quienes tienen al bien por divisa, proclaman la salvación de vidas  como la más alta misión humana, y es entendido así  porque lo amado apasionadamente  es la vivencia de la realidad: ¡Esta vida… y no otra!  


        ¡Esta vida, cuyo sentido es aplazar su final, conservarse a si misma… vivirse!


        De aquella manera lo entendía un pueblo culto y seguidor del Dios verdadero, como el judío, que escribió el Antiguo Testamento donde no hay vestigio alguno de la esperanza de la inmortalidad, y en numerosos pasajes asegura la caducidad de nuestra existencia amartillando la idea de que, eres polvo y en polvo has de convertirte. Para entonces los judíos confiaban en ser gratificados por Dios, en pago a sus virtudes, con incontables años de vida. En los Salmos, se estiman en 70  los años que un hombre puede vivir, pero el lector sabe del mito de Matusalén premiado por Dios, y que envejeció hasta cumplir casi 1000. Tal ficción corona un rosario de esperanzas reveladoras de la condición soñadora del animal humano; desempólvese la Biblia, que para algo adquirimos encuadernada en piel y nunca leímos, abrámosla por las primeras páginas, capítulo V del Génesis. Y tomemos nota:


         Adán vivió nada menos que 930 años, ¡una barbaridad! Y la serie ininterrumpida de sus descendientes no desmerece en la comparación. Su hijo Set cumplió 912, su nieto Enós 905, su bisnieto Cainán 9l0, su tataranieto Malalael 895 y los sucesores de  la saga, a los que no sé como denominar, recibirían parecidas compensaciones: Jarec 962 años de vida y Enoc 375, pero le sucedieron el longevo Matusalén alcanzando los 969, Lamec el esotérico número de 777 y Noé, fin de la serie, al que debemos agradecer adelantarse al Diluvio Universal construyendo el Arca, y reprocharle que introdujera en él incluso pulgas de la peste y otros insectos venenosos, vivió 950 años.


         Pero a budistas, persas, egipcios, babilonios y otros pueblos pareció menor la gesta del mito judío o sus privilegios, y pensando que 1000 años no es nada, inventaron… ¡la inmortalidad! Y la concibieron, sin duda, para satisfacer los oídos de las gentes sedientas de quiméricos anhelos, y atemperar la crudeza de una realidad hostil e incontrovertible.


         En nuestro ámbito geográfico y cultural, la esperanza en la inmortalidad, cuya genealogía dejamos en manos de los eruditos, se extendió promovida  por la filosofía griega y las creencias religiosas, hasta el punto de acaparar todas las atenciones y convertirse en dogma de fe por obra y gracia de la Iglesia. Para entonces la vida llegó a creerse un valle de lágrimas, o un periodo exclusivo de prueba de nuestras bondades y preparación para la muerte. Los sufrimientos, la mortificación o la obediencia dieron en tomarse por  carísimos méritos que abrían las puertas del más allá, y países como España o Italia  hicieron de sus calles  itinerarios permanentes de pecadores arrepentidos, y flagelantes, que exhibían el dolor voluntario… o el éxtasis gozoso del sufrimiento.

      Entonces cundió el temor a pagar caros los pecados sin purgar, acongojando no tanto a los libertinos vividores y nobles acostumbrados a gozar hasta reventar, como a los hombres de bien, vulnerables y tímidos, plebeyos y humildes perdedores cuyos delicados escrúpulos morales son la soga que les ata a la noria. Se agudizó el miedo a la muerte presta a ajustar cuentas con los humanos y devorarlos, revestida de llameantes e infernales garras, y no de paz, y se exigió a las gentes fe y dedicación  basadas en el terror al castigo y no en la conciencia moral. 


          Entendido aquello, no ha de extrañarnos la convivencia de dos sentimientos que se apuñalan entre si, en un mismo individuo: 


El de la esperanza en el más allá, legada  por la educación,  la tradición, el medio ambiente y la familia,  depositada en la Conciencia, y que  puede cambiarse.

Y el depresivo temor a la muerte y la nada, tallado a fuego en el profundo e innato Subconsciente, que no puede cambiarse.


         A lo largo del proceso de laica culturización de los últimos siglos, este segundo sentimiento ha ido ganando terreno y reduciendo la confianza en la inmortalidad, apoyándose en la razón científica y en los procesos neurobiológicos que, desmienten la persistencia de la conciencia individual, o de la memoria y  las facultades intelectuales en un cuerpo sin tono vital. O lo que es igual, se imponen sabiduría y  experiencia profundizando en la negación de toda probabilidad de vida  allí donde faltan sentidos y sensaciones. 


           En otro orden de cosas, se ha puesto en cuestión el deseo de vivir más allá de lo razonable si la calidad de la vida, o la felicidad, son ausencias sentidas o se malvive, y tales premisas han favorecido incluso la actitud de los partidarios de la eutanasia, que celebran con arrogancia y sensatez la despedida de la vida, echando mano de la máxima castellana que dice: 


          ¡Ahí te quedas mundo amargo! 

          Pero la discusión sobre las hipótesis que hemos expuesto hasta aquí, se prolongaría interminablemente, sin que se alcanzaran acuerdos entre oponentes apoyados en la fe, o la razón y la experiencia. Me propongo, pues, terminar dejando a la consideración del lector, y amante del librepensamiento, cuatro perlas cultivadas que despertaron mi interés desde hace mucho tiempo, y de utilidad para la disputa:




          La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte, reconocía Xavier Bichat, pero Sólo la muerte es inmortal, dejó dicho con una originalidad innegable Lucrecio, nada menos que veinticinco siglos atrás. Bastaría una reflexión desapasionada para que nos alineáramos con ellos, y la conciencia de que  la vida es vehementemente codiciada por los hombres, no por otra cosa que por su extraordinaria brevedad.  Es el hambre lo que hace comer hasta reventar, y es la sed de vivir la que multiplica la esperanza ansiosa de prolongar lo que se acaba. Lo expresa mejor que nada la siguiente y escatológica afirmación popular, que lamenta la brevedad de la existencia y el degradante panorama de bajezas morales, que espanta o hiede al buen gusto:


         La vida es como el palo de un gallinero, corta y llena de mierda. 


         Y Ortega y Gasset, con la intención de templar afanes desproporcionados, reflexionaba sobre los excesos del enfebrecido deseo de vivir por vivir a cualquier precio. Hacía memoria de las servidumbres, y la monotonía a que nos sometemos. Y a sabiendas de que la vida es mitad placer, mitad rosario de penurias encadenadas, nos dejaba esta apreciable sentencia producto de la conciencia del sufrimiento: 


         La vida eterna sería insoportable.