domingo, 11 de mayo de 2014

Amor y naturaleza




 Somos distintos. La mujer podría dar la vuelta a España visitando tienda por tienda para comprar  una camiseta, un peine, o un abrillantador de zapatos; el hombre, perder el tiempo en lugar de ganarlo, viendo partidos de fútbol ante un televisor y durante treinta días con sus correspondientes noches, e ininterrumpidamente.
                           

Ante tan distinta sensibilidad, algunos ponen en solfa la condición femenina e incluso la salud mental de su propia esposa, olvidando el inteligente proverbio egipcio que previene:


“Antes de poner en duda el buen juicio de tu mujer, fíjate en quien eligió para casarse”.


La perspicaz amonestación despierta los deseos de entender las razones femeninas por las que hemos sido elegidos, es decir, de saber qué cualidad nos distingue de los demás. Y desde el lado opuesto, es lícito que nos preguntemos: ¿Qué atractivo femenino atrapa al varón hasta aletargar su conciencia, transformando en marioneta enamorada al que fue un hombre autónomo, inteligente y sano? 



Las respuestas que explican éstos, u otros cualquiera de los sentimientos del animal humano, nos exigiría  entrar en denominaciones biológicas difíciles de entender por el profano, mas por fortuna las ciencias han confirmado aquello que los filósofos y los poetas intuyeron mucho tiempo atrás, de suerte que para el caso bastará recurrir a autores que, en cortos textos, auxilian nuestra ignorancia. 


Schopenhauer, hablando del amor, decía que es una pulsión biológica visceral e incontrolable,  de ningún modo voluntaria, y en muy pocas palabras que:


“Lo que se enamora es el instinto, no la inteligencia”


 Y Nietzsche, natural continuador del anterior, vino a precisar la importancia de  la sublimación de las inclinaciones naturales, en el siguiente aforismo:


“El amor es la espiritualización de la sensualidad” 


Las citas no sugieren concepciones idealistas que impliquen religiosidad o trascendencia, ni galimatías místicos, y hoy pueden continuar sustituyendo a las nuevas aportaciones científicas y el lenguaje de terminología psicobiológica. O lo que es igual, en materia de amor, podemos permitirnos el ahorro de extrañas denominaciones que incluyen circuitos neuronales, testosterona, estrógenos, serotonina… u otras sustancias de las que da cuenta la bioquímica, y certifican la orientación instintiva animal que acercan al individuo humano al sexo contrario. Quiere decirse que, la ciencia y el pensamiento han llegado a idénticas conclusiones, y debiera de bastarnos, en favor de la brevedad, conocer los sentidos básicos a que aluden cuando hablan de la elección del objeto sexual. 


Según aquellas conclusiones, el varón, en la selección del sexo opuesto, se sirve del sentido de la vista al que confía el primer análisis de aprobación o reprobación. Como en la compra de un coche, la carcasa, el señuelo del diseño, la chapa y la pintura, superficiales y pueriles, son suficientes para atraer irresistiblemente al hombre que decide profundizar en el trato con la mujer. En segundo término, el hombre, se dejará llevar por sensaciones auditivas: léase por la voz femenina, cuya calidez, delicado y suave  erotono  de sirena frívola, provocan y erizan fibras sensibles de su inconsciente activando la afectividad más apasionada. La imaginación o la carencia de raciocinio hacen el resto, adornando el objeto deseado de virtudes y moralidad probablemente inexistente, o restando imperfecciones hasta hacer pasar los deseos por realidad. 


En pocas palabras, todo macho, por sesudo superhombre que quiera parecernos,  se deja conducir por sus debilidades y no por su fuerza, claudicando ante la insinuante y desmayada delicadeza femenina… ¡aunque nadie lo diría!


En cuanto a la mujer, a la que el talento le viene de fábrica, sería absurdo pensar que es atrapada por  el atractivo que ejerce el nudo de la corbata, la estatura o los andares del hombre. Esa  forma de elección no explicaría el hecho de que a un rico noble, elegante e inteligente y guapo, le coloque un par de cuernos sobre la cabeza, el miserable porquero a cuya vista se deshincharía una muñeca de plástico. Hoy se sabe con certeza que la mujer realiza la primera selección del varón al dictado de su sentido del olfato. Es decir, que posee la facultad de determinar la compatibilidad o incompatibilidad del macho con su propia naturaleza, en las distancias medias y al olor que exhala el cuerpo de aquél, en un análisis instintivo para el que la genética la ha dotado. Por desconcertante que nos parezca, y resultante de investigaciones en acreditados laboratorios de psicología, sabemos hoy que el olor del varón  determina el rechazo, o la validez de su candidatura, al que se atribuyen, caprichosamente y de inmediato, facultades sobrehumanas.

En conclusión, nada puede hacerse para acotar la potencia innata  e impetuosa de las pasiones puestas en hombres y mujeres, a quienes lamentable e injustamente se pedirán cuentas y responsabilidades. Y al respecto, Balzac, en una síntesis perfecta, acentuó la misma idea con un lenguaje inspirado y propicio al más elemental entendimiento:


“El amor es la poesía de los sentidos”.



El amor, y termino con ello, no es un sentimiento manipulable y de posible neutralización, sino la caprichosa y voluble voluntad de la Naturaleza que: 


Avasallándonos decide nuestras emociones.

Manda y se impone sobre nuestra razón.

Ordena o desordena nuestra vida. 


Resuelve futuro, nacimiento o muerte, y algo mucho más importante. La Naturaleza hace copias de varones y hembras sin importarle la calidad de las mismas, ni los errores cometidos al generar anomalías genéticas monstruosas en su constitución: síndrome de Down, neurofibromatosis, hemofilia, espina bífida, ceguera, enfermedad de canavan, fibrosis quística, síndrome de turner, distrofia miotónica, talasemia, asma, sordera… y centenares de enfermedades más, son producto del cacareado, ilusorio, apócrifo y sabio orden natural. La naturaleza, en conclusión, fábrica de producción intensiva y ajena al bien, el  mal, o las exigencias  morales, carece de sentimientos o se equivoca. Los mecanismos instintivos del amor, por los que somos empujados vehementemente, fracasan en el cincuenta por ciento de sus ensayos, dando lugar a divorcios costosos en términos económicos, y dramáticos e incluso trágicos en términos emocionales. Y la pregunta es obvia:


¿Podríamos sustituir por la razón un mecanismo instintivo tan arcaico?


¿No resultaría más favorable sistematizar, matematizar, o aplicar la inteligente elección de la pareja por interés, tan ancestral como las  divinidades paganas? 


¿No sería ventajosa la unión del individuo a una pareja asignada por padres, sicólogos, agencias matrimoniales, amigos, sacerdotes o maestros, es decir: la unión blindada por la experiencia, la tradición y la sabiduría?


Sigamos el ejemplo de lo más elevado. El derecho divino sustenta la legitimidad de la monarquía, y ésta sólo responde de sus actos ante Dios. Pero los monarcas han seguido la tradición de uniones matrimoniales endogámicas por intereses dinásticos, o egoísmos personales, perviviendo contra viento y marea, ¿por qué los desheredados plebeyos y vasallos, sin ningún derecho, privilegio ni prerrogativa, con frecuencia sin luces, sin trabajo, sin futuro y hasta sin primogenitura, nos unimos por amor? … ¿No estaremos locos?