domingo, 21 de diciembre de 2014

JESÚS NO NACIÓ EN BELÉN

Ernest Renán
            Cada año y cuando llega esta época me animo a releer algunos de los libros, que conservo desde hace muchos años e investigan racionalmente  la historia de los orígenes de Cristianismo. Ayer mismo comencé con  la “Vida de Jesús” cuyo autor es Ernest Renán, (un sacerdote francés que renunció muy pronto a las órdenes eclesiásticas)  por tratarse de uno de los primeros críticos que discuten la ortodoxia en que nos educaron. Me atraen más las circunstancias reales o la importancia en la historia de los personajes de carne y hueso que, la visión mitológica y legendaria que hincha a los protagonistas como globos, o la perspectiva del artista que los pinta del color que gusta a los mecenas, y satisfacen enternecedoras y lacrimosas debilidades populares, o tensiones emocionales adecuadas al momento.



         Quiero decir que siento predilección por los textos críticos y generosos en razones, antes que por los edificantes, tradicionales y canónigos a los que sobra dogma, leyendas inverosímiles y almidón, e incluso persiguen chantajear al lector echando a los inocentes a los leones. Valoro además muy especialmente todo aquello que es natural, porque todo lo que existe es evidentemente natural, o no existe, y tengo a lo sobrenatural por un entuerto psicológico que nos atormenta, pero no da pan. Por todo eso busqué en el índice del libro algún capítulo que me acercara al nacimiento del Cristo de la historia, o encarnación del sufrimiento humano, y no al Jesús del folklore al que adoran los Reyes Magos vestidos con mantos de armiño y montados sobre lustrosos  y elegantes camellos, que no traen a los pobres otra cosa que consuelos y baratijas sin valor. Encontré enseguida la referencia que buscaba, en el capítulo II, página 77, que dice en sus primeras líneas: 




          Jesús nació en Nazareth, un pueblecito de Galilea que hasta entonces no gozó de celebridad. Durante toda su vida se le conoció como el nazareno, y no es más que por un arcano embarazoso por lo que se le hace nacer a Jesús en Belén. 


          Después cerré el volumen y anduve merodeando en otros títulos que, sería enjundioso citar. Lo curioso es que por razones nada historicistas, los  evangelistas Mateo y Lucas creyeron saber que Jesús nació en Belén: Beth-lehem. Y así había de ser  porque tal lugar era la patria chica de David, las profecías lo anticipaban y, es sabido que si los vaticinios no coinciden con la realidad… ¡peor para la realidad! Dado que la familia de Jesús vivía en Nazaret, faltaba dar con un motivo convincente para el nacimiento de Jesús en Belén, pero el evangelista S. Lucas lo encontró. Y si no lo encontró, presumió haberlo encontrado asegurando que el gobernador romano, al que llama equivocadamente Cirino, decretó un censo de la población bajo condiciones insólitas e increíbles: una estúpida orden administrativa que hubiera obligado a todas las familias de Palestina a desplazarse hasta el origen de cada una de las 12 tribus a que pertenecieron sus ancestros 1.000 años atrás, aunque después de tantos siglos lo ignoraran. En definitiva un modelo censal caótico no creíble, que hubiera puesto caprichosamente en movimiento y patas arriba a toda una región, o de extremada peligrosidad para casos como el de  María, que tras 9 meses de gestación habría de someterse a la aventura heroica de recorrer 150 kilómetros, en burro, a lo largo de 10 penosos días de viaje y sus frías noches invernales, para volver tras la inscripción en el padrón a sufrir un segundo episodio. Sorprende incluso el despropósito de que lo aceptara un esposo como José, a quien hoy  se condenaría por bárbara violencia de género o locura transitoria; y sorprende tanto como pensar que a los romanos preocupaba la pertenencia de los judíos a determinado origen tribal, antes que el hecho práctico del control de la población por razones puramente económicas. 


Publio Sulpicio Cirino gobernador de Siria
         Aunque no como aventuró S. Lucas, en efecto se realizó un censo decretado por el gobernador romano Publio Sulpicio Quirino, en el año 6 de nuestra era, en el que se registraron los habitantes de cada población, produciéndose un histórico y violento levantamiento popular armado, porque los judíos fueron la mosca cojonera del Imperio durante muchos años, y no el factor humano de un paisaje bucólico y soleado. Mas para entonces el rey Herodes el Grande descansaba en la tumba desde 10 años antes, y ahí tenemos otro escollo de difícil digestión: según la hipótesis de S. Lucas, Jesús habría nacido en el año 6 de nuestra era, pero según S. Mateo es necesario remontarse al año 4 antes de nuestra era y, cuando el rey sátrapa  aún estaba vivo. En tal  contradicción, y otras muchas que nos ahorramos en bien de la brevedad, incurren muchos años después de los acontecimientos, unos evangelistas que escriben en lugares distantes a aquellos en que sucedieron los hechos que narran.

         En realidad conocer la verdadera historia es un lujo difícil de adquirir, y como ya hemos visto, lo esencial para aquellos biógrafos de Jesús, es que como en repetidos capítulos de su vida se cumplieran las profecías contenidas en La Biblia, con independencia de su historicidad, lo que llenó de estupor en la Modernidad a: mitólogos, racionalistas, arqueólogos, orientalistas, filólogos, historiadores de las religiones y pensadores críticos en general, en el empeño del conocimiento objetivo y asumible de los hechos y, en consecuencia obligados a sostener la idea del nacimiento de Jesús en Nazaret, o algún otro lugar cercano a esta localidad.


         Nosotros, y llegados a este punto que apenas subraya las contradicciones, lo dejamos aquí antes de entrar en largas consideraciones y detalles aburridos para el lector porque ya no son ningún misterio, y cualquier cura de pueblo daría hoy por acertados e inteligentes. 


          ¡Felices fiestas, feliz 2015, y que la suerte piense en quienes la necesitan!


lunes, 1 de diciembre de 2014

LA CARTA DE DIOS A PEDRO A. HERAS CABALLERO


        Hoy, como en los años de mi adolescencia, me confunde un complejo misterio en la personalidad de Pedro Antonio Heras Caballero: la duplicidad de funciones en su  personalidad, y en consecuencia dos alternativas aparentes entre las que se debatió nuestro amigo, al que profeso un afecto y admiración sincera, y al que  escuchamos el día 27 de este lluvioso y templado noviembre de 2014, en el ATENEO DE MADRID.

          Hay un Pedro Antonio epicúreo, escéptico, pragmático  y satírico, que hace honor a su segundo apellido adoptando caballerescos y tolerantes gestos y actitudes. Un tipo a veces desdeñoso y de sentimientos románticos, ligero y atrevido, compasivo, quebradizo, optimista y de sano sentido del humor. El humanista irónico y largo, próximo al arquetipo más mundano de nuestro tiempo, desencantado de la moralina y las apariencias, invulnerable a la crítica, desentendido de las preocupaciones metafísicas a las que no atiende porque inducen a la conciencia de pecado, y remiso a aceptar lo que algunos tienen por venerable.

       Pero hay también un Pedro Antonio Heras Caballero superpuesto: místico y proselitista, disciplinado y tenaz, lírico, sensible y temeroso de no se qué y de  no sé quién. Un Pedro Antonio Heras respetuoso de las actitudes, las tradiciones y los principios morales de los antepasados que, tomados por heroicos y virtuosos, nos dejaron un rastro al que nos piden seguir. Un Pedro Antonio que pone de relieve el esplendor de lo viejo, y  hace gala de  libresca erudición o pensamiento extenso y profundo. Un Pedro nostálgico e inseguro, melancólico, aflictivo, y de escasa confianza en el futuro. Sí, hay en él un mesiánico, dogmático conservador, un liberal apóstol de la sobriedad y el sacrificio personal, y no ajeno al duro y necesario sacrificio colectivo.

       Y ambos perfiles de Pedro Antonio Heras Caballero se dieron cita en el ATENEO DE MADRID, pareciendo guardar una carta en el bolsillo, remitida directamente por Dios, en la que se le recordaba el respeto a la tradición, e invitaba a llevar a cabo una tarea de interés esencial en defensa del Obispado cordobés:


       “Un día y en tus lejanos 14 años de edad –le decía Dios no exento de ironía– te faculté para que conquistaras la medalla de oro en los campeonatos nacionales de Atletismo, en Lanzamiento de Disco, cuando en España  todavía se traducía Disco por: Microsurco. Hoy pongo ante tus ojos cuantos documentos necesitas para insinuar que conoces del Alfa hasta el Omega del litigio que, disputan bandas de humanos por la Mezquita de Córdoba. Sé astuto… y no entres en cuestiones de moral, ni en el derecho de los laicos a conservar lo que es de todos,   porque de la moral no se come, y los hombres sois seres espirituales en los que he puesto ambiciones y egoísmos personales, o intereses e instintos más poderosos que la razón, que se disputan los bienes materiales”.              Y astuto, lo fue. Tras adelantar, a la gallega, el propósito de exponer sin pasión y con asepsia las razones de la Iglesia para afirmarse en la propiedad del monumento, hizo caer sobre el lleno total del auditorio, una catarata de sólidos argumentos entre los que no cabía la duda. La concurrencia, que todavía no había tenido la oportunidad de revelar sus simpatías ni tendencias ideológicas, preocupaba al conferenciante cuyo tono conciliador, desembarazado de altivas maneras revelaba en la  mirada un tanto inquieta, esquiva o reservada, una incuestionable preocupación.


        Y sin duda, estuvo brillante, locuaz, profuso en testimonios, batallador y atento a la reacción de los presentes, en tanto movía papeles incasablemente que probaban la objetividad histórica y legal de sus afirmaciones, con  nerviosismo y ansiedad evidente. Al paso del tiempo, serenándose, reducía la tensión emocional dando fin a la alocución premiada por el auditorio con una encendida ovación, que el cronista que suscribe estas líneas también le tributó, reconociendo un trabajo concienzudo y meritorio, aunque de conclusiones que chocan con mi sensibilidad.



       Y comenzó el debate. Entonces la desconfianza de Pedro Antonio se disolvió tras comprobar que la oposición a su tesis, o no estaba presente, o no se manifestaba.  Su actitud en respuesta al reconocimiento ganó en franqueza, y su mirada antes reservada, ahora se dirigía directamente a los oyentes buscando la complicidad en defensa de sus juicios. La conferencia de Pedro Antonio Heras Caballero resultaba, en conclusión, un distendido paseo por los Jardines del Retiro, porque nunca se han cortado orejas con mayor facilidad. Y tal vez lo más destacado de las aportaciones del respetable, fuera la repetida propuesta de convertir la Mezquita de  Córdoba en un recinto museístico al estilo de Santa Sofía de Estambul, y la menos afortunada la de desmontar el crucero de la catedral para devolver al  monumento su extraordinario e inigualable esplendor original.

        Lo demás fueron merecidas felicitaciones a su exposición.

        Nadie habló de los análisis  tumorales llevados a cabo tras la biopsia, que  prueban la existencia de una metástasis de codicia y  corrupción que, ha invadido todos los poros de los poderes públicos y los poderes fácticos en España. No se puso en cuestión la tormenta de ambiciones que ha producido nuestro acercamiento a Europa y la entrada en el Euro, desatando el deseo de apropiación no sólo de la piel, el corazón, el esqueleto o los cuernos y el rabo del toro, sino de todo un Patrimonio Monumental y Cultural, cuya propiedad verdadera no puede decidir ningún rey ni tribunal, porque pertenece a todos sus ciudadanos.