domingo, 22 de noviembre de 2015

EL UNIFORME NO HACE AL MILITAR

        Asociado a mi infancia y juventud, recuerdo el ir y venir de militares y eclesiásticos que a nadie pasaban desapercibidos y  gozaban de notoriedad,  reputación y prestigio, merecidos o no. Bastaba una estrellita sobre la hombrera del militar, para hacer sentir el respeto en su entorno,  y sobraba al sacerdote lucir un disco afeitado sobre la coronilla, para que los chavales del barrio corrieran como desesperados a besar su mano.

      El hábito, o el uniforme, garantizaban la pertenencia a una elite bendecida por el régimen político, y contaban con un tradicional reconocimiento, pero además sirvieron de máscara y disfraz a atrevidos caraduras, hábiles salteadores y aventureros inteligentes que usurpando la personalidad de un monje, o un militar, bordaron golpes y atracos merecedores de un hueco en la historia de la violación de la ley.

       Se contarían por cientos los malhechores que extorsionaron a pleno Sol a instituciones administrativas y empresas privadas, o que  ocultos durante el día aparecían en veladas nocturnas  metamorfoseados en obispos y frailes, o en guardias civiles,  abusando de las ventajas que prestaba un uniforme. Así consta en los archivados de los departamentos policiales para quien se sienta tentado a saber de ellos; permítame pues el lector, que la cercanía a  un caso espectacular, y no conocido en nuestro país por la opinión pública, me mueva a contarlo aquí y ahora.

        El plan lo llevó a cabo mi abuelo a finales de la década de los años 40. Y no cansaré al curioso con el relato, seré corto y prudente, reservaré datos e identificaciones innecesarias, por elemental discreción y respeto a la ley, sin entrar en lo que da en llamarse materia reservada porque se revolvería contra mí.

       La historia comienza el día en que se rubricó la venta de unos terrenos propiedad del ejército, a una fábrica de vehículos a motor. Las firmas fueron  estampadas por un General y  el Consejero Delegado de la fábrica de automóviles; con ellas, 190 hectáreas de terreno pasaron a pertenecer a la empresa automovilística, a cambio de 50 millones de pesetas de la época, depositadas en un céntrico banco de Madrid, en una cuenta corriente abierta a nombre de las fuerzas armadas. No hay nada que reprochar a nadie, todo fue perfectamente legal, y si el lector busca indicios de corrupción, se equivoca.

        Hay a pesar de todo una apasionante historia que contar.
        Por entonces mi abuelo paterno, al que nunca tuve el privilegio de conocer, diligente y excéntrico, bien informado y vividor aventajado en ambiciones, trabajaba en una oscura oficina del ayuntamiento madrileño. Leía diariamente el periódico y fumaba en pipa. Contaba  con  45 años de edad y  un bigote que le daba el perfil entre heroico y cortesano, tres hijos casaderos, una mujer sacrificada, y la nómina tan escasa que del billete de 500 pesetas hacía un mito. 

         Probablemente mi abuelo, un ejemplo de cautela, descendiente sin embargo de una saga reconocida de dudosa honorabilidad y frecuentes querellas judiciales, había participado en empresas como la que voy revelar a continuación, aunque de escasa importancia, pero nadie lo sabe. Estamos al corriente, sin embargo, de que apenas tres días después de la firma del contrato entre la industria  automovilística y las fuerzas armadas, ponía en práctica una temeraria acción. Mis allegados, con los que consulté para escribir esta aventura, aseguran que el abuelo hizo una visita al Rastro donde compró un traje militar, al que cosió en las hombreras la estrella de cuatro puntas que le reputaba como General de Brigada, aunque tengo oído a mi abuela que lo guardaba desde tiempo atrás. Poco o nada aportaría conocer el detalle, nos preocupa más la acción, y saber que a primera hora de un sábado del mes de agosto, vestido de General de Brigada, y asegurando que iba comprar todas las series de un número de la Lotería Nacional, excusó su ausencia del hogar.

       Mentía. A la puerta de su casa, a bordo de un jeep lo esperaba un individuo de indudable planta  alemana con falsos galones de sargento,  al que llamó por su nombre.

       –En marcha Wilhlem… ¡Vámonos!

       Arrancó el todoterreno y anduvieron circulando por Madrid avistando soldados sin graduación, durante un tiempo, hasta recoger a tres. Tres jóvenes militares elegidos en especial por su prominente estatura, a los que mi abuelo engañó, informándoles de la necesidad de asistir a un servicio de estricta discreción,  recompensado con galones y un mes de permiso en fechas por determinar. Para tal fin les extendió documentos firmados por él mismo con una rúbrica más grande que el papel, donde podía leerse:



       El General de Brigada D. José Zaragoza y Huesca, 
       Los soldados no podían evitar sonrisas de satisfacción que encubrían ante el rostro pétreo del falso General, quien les miraba desde la profundidad de unos ojos escrutadores y severos, o detallaba breves indicaciones del trabajo a realizar, desde  la altura de una abrumadora y dominante voz de barítono. Después se dirigieron a la entidad bancaria en que había tenido lugar la operación entre la fábrica de automóviles y el ejército, donde  el aparente sargento, adelantándose secundado por los tres soldados, anunció la llegada del General con una voz desgarrada y potente:

      –¡Va a hacer la entrada en esta oficina el General D. José Zaragoza y Huesca!

      El gesto bastó para que la nómina de empleados en su totalidad se levantara de los asientos adoptando la posición de firmes, frente a un quinteto de militares que por la envergadura hubiera pasado por ser la selección de basket americano. Una vez en su interior, mi abuelo fue conducido hasta el despacho del director a quien mostró un pergamino al que no faltaban sellos, ni firmas, ni otras formalidades supuestamente  legales, y solicitó que se le entregara el dinero ingresado por la fábrica de automóviles tres días antes, al objeto de transportarlo hasta las cámaras acorazadas del Cuartel General, en Madrid, junto a la plaza de Cibeles.
      El director de la oficina tomó el teléfono y mantuvo una breve conversación con el vicepresidente de la entidad, al que informó de la presencia de un General que reclamaba los 50 millones de pesetas. El alto ejecutivo, que se disculpó repetidamente de la falta de tiempo y el exceso de trabajo, respondió al otro lado de la línea con firmeza:

      –Cumple usted con su deber al poner en mi conocimiento el movimiento de una cantidad de dinero tan elevada, pero por favor… ¡no le ponga objeción alguna nada menos que a un General… ellos son quienes tienen en su mano los destinos de España!
       El director trasmitió la orden correspondiente a los subalternos, y relajó el gesto. Unos segundos más tarde confraternizaba con el General y pasaba a realizar un sumario reconocimiento de la dura y sacrificada vida del militar de carrera, o de la responsabilidad menos meritoria de la suya,  para terminar por solicitar al General algún  favor personal, que éste dijo poder conceder probablemente al concluir su misión, saliendo del despacho a esperar junto a los soldados en la zona común de la oficina.

       El tiempo pareció congelado durante los quince minutos siguientes; las funcionarias, inactivas e inmóviles parecían atrapadas por la apostura de un militar de alta graduación, que apenas si reparó en ellas mirándolas fugazmente desde su metro y noventa centímetros de alzada; los empleados, en una anormal y estúpida posición castrense, no habrían la boca, y si lo hacían era para alegar invariablemente “Sí mi General, sí mi General” a todo comentario, tuviera o no tuviera razón de ser. Por lo demás, imperó un conveniente y estricto orden alterado por un  conato de diálogo establecido entre una secretaria y el aparente sargento alemán que pareció gallear inoportunamente, cortado de raíz por mi abuelo al dirigirle una mirada de reprobación y algunas palabras:

      –¡Sargento, compórtese! –le dijo, atrayéndolo con un ademán significativo e insistiendo apenas en un susurro: –No es momento de conquistas fáciles, no olvide que somos como el gato que va a zamparse de un bocado a todos los ratones.

      El alemán cambió su actitud como el gallo que ha sido golpeado en toda la cresta, y el General  permaneció inmóvil, en inalterable estado de ánimo hasta ver salir la maleta que inspeccionó breve y visualmente, constatando que en su interior se apilaban los billetes ordenadamente, antes de firmar el convenido documento de recepción. No se perdió un segundo más. Puestos en marcha, el director recibió la confirmación del ingreso de su hijo, de forma inmediata, en la academia militar de Zaragoza, y en agradecimiento se cuadró ante mi abuelo en señal de respeto; mi abuelo cerró la puerta de la oficina, a su espalda, y siguió a los soldados que introdujeron la maleta en el jeep.

    Después y sin pérdida de tiempo se dirigieron al Cuartel General del Ejército, junto a Cibeles, y detuvieron el automóvil en las cercanías de la puerta principal, donde mi abuelo anunciando que habían llegado al destino ordenó a los soldados abandonar el vehículo. Sacó del bolsillo trescientas pesetas que les entregó sugiriéndoles la conveniencia de gastárselas en comprarse un traje, les recomendó presentarse tres días más tarde en ese mismo cuartel, con el documento  que les había firmado, y regaló seis entradas para ver un  acontecimiento irrepetible: la corrida de toros, del día siguiente  8 de Agosto de 1948, en la Plaza de Vista Alegre de Madrid, y por vez primera recogida en pruebas de retransmisión televisada. El obsequio que pareció excelente a los soldados fue recibido con emoción, y un tímido comentario:

       –Gracias mi General, no es necesario tanto, sería suficiente con tres entradas.
       –Pues bien, las otras tres las revendéis, y os vais de putas si es vuestro gusto.

       A continuación, sargento y General se despidieron de los soldados  intercambiando un saludo militar de teatral escenografía, sus botas levantaron esquirlas del pavimento y provocaron el entusiasmo espontáneo de más de un centenar de peatones y curiosos, que merodeaban por la Plaza de Cibeles.

        La operación había concluido. El capítulo siguiente consistía en huir, abandonar el lugar, alejarse de la ciudad, fugarse del país y hasta del continente europeo, pero no está en nuestras manos pormenorizar o aportar detalles de la evasión del dinero y los delincuentes. 

       Todo salió bien. El destino premia las mayores atrocidades si se llevan a cabo inteligentemente, ninguna pista condujo hasta la recuperación de la voluminosa fortuna, y jamás aparecería el jeep, ni el aparente sargento de impronta germánica que lo conducía, ni aparecería mi abuelo al que se dio oficialmente por muerto, a todos los efectos, antes de que mi abuela contrajera segundas nupcias.

       El lector encontrará lagunas en un relato cuyas únicas aportaciones son producto de la investigación de los míos o de mi mismo, y en efecto persisten las dudas. Nadie dispone de pruebas que aseguren que el conductor del jeep Wilhelm Voigt, (nieto de Wilhelm Voigt, el afamado teutón que acometiera golpes idénticos a principios de siglo XX en su país) fuera el cerebro, o lo fuera mi abuelo, heredero de una saga de diestros y expertos carteristas de Madrid, asociado en este caso a un estimable colaborador.

       El atraco se mantuvo en el más absoluto secreto, por decisión política, al objeto de evitar el efecto multiplicador o el trago del ridículo público, y los informes policiales permanecen clasificados como materia reservada en los archivos del Estado Mayor del Ejército, a día de hoy.

      En el seno familiar hay preguntas que no podrán responderse, y consideraciones emocionales que el tiempo ha cambiado de signo.  Mi abuelo fue tenido por sus descendientes por un tipo desleal, infiel, y falto de originalidad. Un desertor de los deberes más elementales, y de pocos escrúpulos. ¡Un crápula! Lo juzgamos con severidad y aplicamos los epítetos más crueles, le tildamos de ladrón, antipatriota y derrotista; lo acusamos de soberbio pretencioso; renunciamos a celebrar su aniversario pensando que rendíamos un homenaje a la barbarie; e impusimos el silencio en el entorno familiar, eclipsándolo al tomar conciencia por fundadas sospechas de que vivía espléndidamente en California.

       Pero el destino y el tiempo vendrían a desconcertarnos. 50 años después y desde California, vencidos innumerables obstáculos legales, ayudados de abogados americanos cuyos honorarios astronómicos hubimos de satisfacer, sus herederos nos repartimos una importante fortuna, que ha puesto alas a nuestro  estilo de vida. Supimos al tiempo que él mantuvo con sobrada suficiencia económica la casa de mi abuela, valiéndose de imaginativos artificios que nadie sospechó,  y tal conocimiento acabó por determinar un cambio radical en la apreciación de su calidad moral. De vilipendiado y maldecido por su descendencia, pasó a representar el modelo ideal de hombre y… ¡ser venerado!:
       Hemos mitificado a mi abuelo.

       Extendido sobre el reparo de su moral un manto de flores.
       Pedido para su recuerdo el nombre de una calle en Madrid.
       Exigido al ejército el nombramiento de General de Brigada.

       Construido un cenotafio en el cementerio de El Escorial.



       Y montado sobre el pedestal que antes perteneció a Napoleón, su busto en mármol, fumando en pipa, y esculpido por un artista de la escuela de Rodin.
       No deben ponerse reparos a las obras bien hechas de mi abuelo, sino  admirarlas.


                                                      Mariano Martín Sánchez-Escalonilla.