domingo, 31 de julio de 2016

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 2.- “LAS PRIMERAS LECCIONES”

     Hay capítulos en la historia personal llamados a permanecer en la memoria y hoy me propongo destacar uno importante: el preludio a una etapa de la vida que comenzó el día en que abandoné el hogar familiar, y que no habría podido reconstruir sin la aportación de los recuerdos de mis padres, quienes también lo evocaban como se rememoran los momentos irrepetibles. 

   La estación de ferrocarril de Atocha en Madrid estaba a rebosar, un millar de alumnos veteranos y novatos esperábamos la salida del tren con destino a la Universidad Laboral de Córdoba, entre un mar de madres y padres de media España. Unos minutos después de llegar a los andenes, con una hora de antelación sobre el horario oficial de la salida del convoy, se habían ido integrando corrillos de adultos separados por afinidades compartidas, o como es costumbre por sexos, estableciéndose relaciones amistosas espontáneas. Recuerdo la formación del grupo en el que se integró mi padre, y con su colaboración, incluso puedo traer aquí algunos de los temas de que conversaron, asuntos, diría hoy, de permanente actualidad y que me interesan más que entonces. Al menos lo componían seis adultos, y a juzgar por la confrontación de opiniones sobre la formación de equipos de trabajo en las empresas, más de uno desarrollaba en su actividad laboral funciones de responsabilidad o de dirección. El caso es que, entre los reunidos, quien parecía llevar la voz cantante afirmó con rotundidad:

    –Para dirigir un grupo competente, y por tu propio bien, necesitas valerte de colaboradores mejores que tú. Gentes de iniciativa y empuje que se adelanten a las necesidades de la empresa, o personas de las que aprender. El mejor equipo es el que no precisa de dirección, o lo que es igual: el que funciona con auténtica  autonomía.

   –Es obvio –respondió un segundo antes de que un tercero,  padre de los hermanos Abel y Abundio Marchamalo, refutara: 

   –¡No estoy de acuerdo! Si lo que persigues, naturalmente, es mantener tu situación, debes pensar  en rodearte de paquetes y mediocres. Si en efecto tus méritos y talento son suficientes, necesitas en el entorno segundones o acólitos, y no lumbreras a la espera de oportunidades, que te sieguen la hierba bajo los pies. 

           –¿Y si tus méritos o tu capacidad no son suficientes?  –objetó mi padre.

      –En tal caso, todavía es más evidente la conveniencia de rodearse de nulidades que te hagan importante, porque en tierra de ciegos el tuerto es el rey –respondió.

     –No parece un procedimiento muy moral, ni muy caballeresco –sugirió mi padre.

–Tal vez no sea moral, pero es inteligente y realista. Quizá no sea caballeresco pero sí lícito. Con esposa e hijos a los que alimentar, ¿es moral declararse incompetente y perder el puesto de trabajo, o, por el contrario, tratar de supervivir y defender a la prole caiga quien caiga? Además, un jefe, como un gobierno, jamás y bajo ningún concepto debe reconocer un error –dijo el señor Marchamalo esbozando una sonrisa oblicua.

      La polémica finalizó cuando un cuarto vino a decir:
    –Efectivamente, la moral con frecuencia es un lujo. Es comprensible que la empresa elimine de los puestos de responsabilidad a los más incapaces, pero insostenible que los más incapaces se eliminen a sí mismos. Sería tanto como pedir a los delincuentes que se entreguen a la justicia voluntariamente.

     Controversias de esa índole que hoy el relativismo haría buenas, y el concepto imperante de que las verdades absolutas escasean más que el dinero, se habían ido encadenando, pero las interrumpió la llegada de un sacerdote dominico. El grupo se precipitó a  estrechar la mano del religioso con una cordialidad respetuosa, y todo hacía pensar que iba a sucederle su integración en el debate sobre la moralidad en el trabajo. Por el contrario se interpuso la abuela de un compañero, que saludó al fraile besándole la mano con la devoción que se la hubiera besado a San Martín de Porres, lo acaparó y prosiguió llamándole padre San Martín, y haciendo preguntas sobre el tema espinoso de las pruebas de la existencia de Dios:

   –Padre San Martín,  lo que me aterra son las proporciones inconmensurables del Universo, no puedo evitar la sensación de vértigo. ¿Cómo es posible que Dios lo haya hecho tan grande y en tan pocos días? –preguntó la abuela con delicada voz y ternura exquisita.

   –Bueno hermana, es que Dios es omnipotente. Lo puede hacer todo… ¿comprende?

   –Sí, trato de comprenderlo, pero entonces, padre… ¿puede Dios hacer una piedra tan pesada que ni él mismo pueda levantar? 

–¿Cómo dice usted? –preguntó el dominico vivamente sorprendido.

–¿Qué si está en las manos de Dios crear una piedra tan gigantesca que después sea incapaz de levantar? –repitió la anciana esbozando un gesto entre cándido e inoportuno.  
  
    El sacerdote, estupefacto y en suspenso, perdió la benevolente sonrisa e hizo un aspaviento de muy difícil interpretación. Creo que debió experimentar un sentimiento de impotencia insuperable, aunque no estoy seguro, el caso es que diplomática y astutamente, con una disculpa de libro, dio esquinazo a la vieja y se alejó sin más.

   La paradójica pregunta no respondida por el dominico, -al parecer de la cosecha original de Bertrand Russell- prendió en el grupo de padres que la discutió con calor, dándole vueltas como si fuera un diamante, mientras la abuela se retiraba con una risita impertinente, y los alumnos subíamos y bajábamos a los vagones en medio de la algarabía. 

   Los minutos cayeron uno tras otro, y después de pasadas dos horas sobre el horario programado, apareció junto a la locomotora el inspector de RENFE portando bajo la axila derecha, un bastón rojo con la cabeza alta y el porte de un general de húsares pero sin lanza y sin caballo. El maquinista, hasta entonces imperturbable y a modo de saludo, hizo sonar una flauta gigante situada sobre la parte delantera de la locomotora. El inspector se atusó el fino bigotillo haciendo gala de sus poderes absolutos, y dio un corto paseo recreando la mirada en su propia sombra. Se puso firme. Levantó el bastón con la mano derecha, y el tren, perezoso, hizo intención de arrancar, dio los primeros resoplidos... y arrancó lanzando una soberbia bocanada de humo. ¡Ya era hora!

    En los andenes, alzando las manos quedaban millares de padres, madres y familiares embargados por la emoción de ver a los jóvenes partir, pensando ya en la recepción de la primera carta que revelara las primeras novedades. De aquellos momentos tengo los recuerdos más imprecisos, y enturbia mis últimas impresiones el griterío formado en el interior y el exterior del tren. En principio, apenas me fijé en otros rostros que los de mis ancestros agitando pañuelos blancos con ambas manos, pero cuento con la aportación de mi padre y su excelente disposición a hacer memoria. Y según él, en tanto nos alejábamos, la abuela que se había acercado al dominico para besarle la mano con devoción, dirigiéndose al nieto, le aconsejaba a voces: 
¡Daniel, estudia… estudia o vas a tener que trabajar toda la vida, como tu padre… hasta que te jubiles!
Los chavales disputábamos las ventanillas de hueco limitado e insuficiente para todas las cabezas, y los adultos tomaban aire gritando a pleno pulmón. Los deseos más profundos, los mensajes dictados por el subconsciente y encargos más importantes, las más audaces amonestaciones eran lanzadas con el tren en marcha, ahora o nunca, como postrera voluntad sobre los oídos de los principiantes. Una entre muchas se destacaba por la agudísima voz que la profería: 
    –¡Diles a los padres dominicos que tu madre es devota de Santa Gema!

   Al lado de un señor de anchas espaldas, moreno de tez, largas patillas y unicejo, la que parecía su esposa, imponiéndose a la embrollo, exhortaba al joven Norberto a cobrarse alguna ventaja desde el primer minuto de la llegada al centro escolar: 
   –¡No olvides decirle al Rector que nosotros somos gente decente, y que a tu abuelo le mataron los rojos en la guerra! 
    Norberto, joven gordinflón y carirredondo de entradas que barruntaban una precoz calvicie, no podía ocultar el sentimiento de orgullo y asentía con repetidos movimientos de cabeza, aunque no llegaba a sus oídos una sola palabra. 

     La despedida bulliciosa amortiguada por el agudo pitido de la máquina puesta en marcha, insinuaba el primer movimiento de nuestra apertura a una experiencia inolvidable. Pero al tren no le inmutaban los estados de ánimo de quienes quedaban en tierra, ni conmovía la hiperactividad del pasaje, le daba igual. Caracterizado por la abulia y alimentado con carbón, alternó momentos de cadencia sostenida y alegre con otros de jadeante y esforzado ritmo; incluso, a veces, parecía subir las cuestas arriba a la pata coja, despreocupado de la hora de llegada al destino. 
La asimétrica velocidad, el desigual, imprevisible y anómalo compás propiciaba la inquietud nerviosa de los viajeros deseosos de ver cuanto antes el lugar de arribada del atípico y particular éxodo. En su mayoría descubríamos el tren y los duros asientos de 3ª categoría que nos parecían de lujo, los viajes de largo recorrido o la realidad de los accidentes, poblaciones y extensión geográfica española, un territorio inacabable y policromo sembrado de cereales, vides y olivos, huertas, bosques y praderas, hasta entonces visto como papel cuadrado de un metro de lado: el mapa de apagados colores, impreso en litografía y colgado sobre la pared en aulas de los “colegios nacionales”. 

     Poco después de la salida, visitando departamento por departamento y vagón por vagón, ocupados en exclusiva por los alumnos nuevos, cuatro estudiantes veteranos del centro caracterizados de hermanos gemelos, tocados con gorra de visera y gafas de culo de vaso, tomaban la iniciativa generosa de recaudar de cada uno de nosotros la aportación voluntaria, al objeto de repartir a discreción: refrescos, uvas, bocadillos de chorizo, pepinillos y berenjenas en vinagre, caramelos, vino y, ¡queso manchego! 

    –¡En las próximas estaciones compraremos al por mayor y a precio de ganga! 

    Así lo prometían experimentados y competentes compañeros, con franca, desprendida y liberal campechanía, o larga e incontenible carcajada, mientras nuestros bolsillos abiertos a la petición demostraban generosidad y confianza. ¡Estábamos entre amigos! Ofrecíamos nuestras primeras muestras de espíritu solidario y fraterno, comenzábamos en verdad una nueva vida. Sin salir del departamento hacíamos los primeros aliados, rompíamos juntos nuestra congoja, entonábamos las primeras canciones a coro, contábamos chistes y chascarrillos, o probábamos nuestra fuerza rivalizando en apuestas y pulsos, perdidos o ganados, ¡qué más da! 

El momento exigía ser inmortalizado, reclamaba ser retenido y pasar a nuestra historia personal, por eso celebramos vitoreando la aparición del fotógrafo, un tipo simpático y de mediana estatura que hablaba por los codos, adornado de un sombrero cordobés y ancho bigote que a mí me pareció postizo, escoltado por dos asistentes de facha equivalente. La fiesta creció, si cabe aumentó el número de gansadas, bromas, risas y chacotas mientras disparaba sin pausa y con celeridad instantáneas que antes de ver, pensamos enviar por correo postal a familiares y amigos. Tal era la rapidez del retratista en el enfoque, tal su pericia técnica y práctica, que apenas disponían los ayudantes de tiempo para cobrar el trabajo y tomar nota de nombres y apellidos. Creo que es honesto decir que me impresionó semejante exhibición profesional y, que recuerdo haber dirigido la siguiente observación a Corbalán, compañero de asiento, casualmente hijo de fotógrafo profesional:

   – Maneja la cámara con habilidad asombrosa, ¡no cambia ni de carrete! 

   –Maldía, -me ilustró Corbalán- seguramente, utiliza carretes de 600 exposiciones. Los profesionales de la fotografía cuentan con recursos completamente desconocidos para el profano, operan con buenas herramientas, máquinas alemanas de producción automática bien equipadas, que se importan  a partir de los planes de desarrollo… y dicen que algún día harán  las fotos en colores. ¡Un lujo! 


    El señor Corbalán, es decir, el padre de Corbalán, pertenecía al grupo espontáneo o círculo de amigos improvisados, al que mi padre se había integrado en el andén de la estación de Atocha, y aunque de fotografía no se hablara una sola palabra, su discurso no había pasado desapercibido para mí. A él fue al que escuché decir que los curas sabrían desarrollar nuestras capacidades mentales hasta límites insospechados, y que volveríamos del internado siendo otros. Nunca olvidaría yo aquella aseveración que presumía la existencia en el hombre de posibilidades extraordinarias de desarrollo cerebral, porque hasta el momento infrautilizábamos lamentablemente la masa gris. El padre de Corbalán dio una cifra exacta que me dejó perplejo: 

    –Sólo un diez por ciento de nuestras neuronas trabajan con eficacia, en tanto el noventa por ciento restante del material pensante, siestea indolentemente y malgasta el tiempo animando a las que trabajan a dejar de hacerlo. Eso es lo que se trata de evitar, y el día que lo consigamos nos pondremos a la cabeza de la civilización occidental. 

   Aunque la idea me sonó a nueva, sin duda no lo era, pues el dicho popular oído de boca de mi abuela, afirmaba que los hombres teníamos la cabeza llena de pájaros, y a mi abuelo le había escuchado afirmar que había gentes que tenían cabeza para no llevar el serrín en las manos. De aquellas consideraciones extraídas de vivencias llamadas a tener un hueco en el recuerdo, encontraría más tarde una visión matizada y complementaria suministrada por un profesor de literatura, glosando la personalidad de Antonio Machado y su aserto de que: “En España de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa”. En definitiva, muchos coincidentes en el análisis de un problema al que nadie ha puesto solución, aunque no es momento de detenerse en ello. 

     El fotógrafo finalizó el trabajo haciendo a todos, y cada uno de los componentes del departamento, una foto en primer plano con carácter gratuito, largueza aplaudida a rabiar  que prometimos no olvidar nunca. Y concluida la sesión fotográfica al recibir la promesa de que cuarenta y ocho horas después, repartirían las fotos en el hall principal del colegio San Rafael que acogía a los nuevos alumnos, el ambiente aminoró su intensidad atemperándose los estados de ánimo antes excitados. 

    Los estómagos comenzaron a echar en falta las promesas de los recaudadores, y esperamos en cada estación la llegada del refrigerio con la ansiedad del hambriento; rumores insistentes pronosticaban el inmediato arribo de la intendencia, y frotándonos las manos, coreando ¡hurra, hurra, hurra, traerán queso de burra! pasaron, una tras otra, innumerables paradas del convoy sin que la fortuna reparara en nuestros estómagos. Algunos compañeros, aventurando la posibilidad de encontrar el avituallamiento en los vagones delanteros, iniciaban maniobras de acercamiento que llegaban hasta la locomotora, pero de inmediato regresaban frustrados, descontentos y sin pistas razonables que alimentaran la esperanza. Otros, poniendo la imaginación a prueba, pensaron en la posibilidad de que la lentitud del tren hubiera permitido a los veteranos adelantarse a éste montados en bicicletas, adquiriendo las viandas en estaciones más avanzadas, mas sus presentimientos resultaron desacertados y, todavía puedo dar fe de que al regreso de los componentes  de alguna de aquellas patrullas dando malas noticias. Entre tanto Corbalán sacaba un cuaderno de la maleta comenzando a escribir una carta a la familia, la primera carta, una acción imitada en pocos minutos por otros compañeros del departamento, y cuyos textos vistos por mí tras de breves e indiscretas miradas comenzaban repitiendo las mismas palabras con insignificantes diferencias:
“Queridos padres y hermanos:
Me alegrará que a la llegada de ésta os encontréis bien, yo bien Gracias a Dios”. 

Pero volviendo al asunto del que veníamos hablando, nadie comió en aquel largo viaje, nadie salvo los viajeros del departamento de Aurelio Membríllez, compañero leonés y previsor en casos análogos, que viajaba portando en la maleta una tortilla de patata de más de un metro de diámetro y una altura de cinco o seis dedos, elaborada con setenta kilos de tubérculo y ciento treinta huevos de gallinas de corral, ofrecida generosamente a los acompañantes, que la devoraron. Para los demás, jóvenes y de escasa capacidad de sacrificio, cada instante se hacía interminable, pero aguantamos, aguantamos aunque no faltó entre nosotros la convicción de que comeríamos hasta el último minuto del viaje. Concluido éste, resultaba sencillo hacerse una composición de lugar realista:

Hecha la excelente cosecha mercantil, la banda de los cuatro, inidentificable y disuelta tras repartirse los beneficios que nadie reclamó, (pues las obras maestras de cualquier género que sean, más bien, se premian) se burló de la ingenuidad de la mayoría, impartiendo, así, la primera lección de economía aplicada para neófitos. En el principio del camino, y en limpia e impecable ejecutoria, habíamos sufrido la primera novatada. Pero eso no es todo, ¡había más! La segunda la encajamos varias horas después, dejándonos retratar por un fotógrafo falso, con una cámara sin carrete, y pagando tres copias por cada disparo al precio de 12 pesetas. Sentí, no lo dude el lector, no saber nunca de los protagonistas para felicitarles, y aprecié el comentario inteligente de mi amigo Borja Barbastro Calamocha, al comentar con aragonesa flema:

–¡Está claro que aquí hemos venido para aprender, y nadie enseña gratis!

sábado, 9 de julio de 2016

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 1.- “LA MOSCA”


Las dos de la madrugada. Todo era silencio, yo había bajado del dormitorio con el sigilo acostumbrado de los bebedores clandestinos de la capilla del colegio Gran Capitán, y mis pasos breves sobre las baldosas tenían el objeto de evitar cualquier ruido hasta llegar a la puerta que, empujada tras bajar la cremona se abrió permitiéndome la entrada sin obstáculos.

Ya en el interior del oratorio, aceleré el paso y conteniendo el aliento llegué hasta el rincón en el que algunas botellas de vino esperaban la llegada del bebedor oportuno. Indiferente a la calidad o la marca del caldo litúrgico, escogí la más grande y de etiqueta que garantizaba el origen valenciano de la villa alicantina de Jalón. La retiré cuidadosamente del botellero, tomé una bandeja plateada situada en su lateral y giré ciento ochenta grados de camino al despacho del director del colegio.
Introducido en lugar tan seguro que abrí con la ayuda de una ganzúa, fui a sentarme en la silla frente a la mesa sobre la que puse bandeja y botella. De aquella velada, que iba a merecer ser recogida en este relato conservo estimables recuerdos, y espero de mi capacidad de introspección un buen comportamiento.
A la vista del gramófono situado a la derecha de la ventana comencé seleccionando un disco de música clásica colocándolo bajo la aguja, previo giro del botón que regulaba el volumen, reduciéndolo al mínimo. La entrada en aquella dimensión musical de original lirismo, reflexión sonora, y vibrante sentimiento que comenzó a desgranar el reproductor, perteneciente al “Concierto para piano y orquesta nº 2” de Rachmaninov, a manos de Rubinstein, es responsable directa de que mi iniciación en la música culta tuviera tan buen comienzo.


Un minuto más tarde, y con la música de fondo apenas audible, descorchaba la botella y decidía beber a morro, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete o más largos tragos, que dejaron al recipiente pidiendo auxilio, acompañados de la previsión que llevaba en un bolsillo: el sabroso bocado de un par de arenques salados y un trozo de pan, que me supieron a gloria. Entre trago y trago, descubierto el cajón donde el director del colegio guardaba el tabaco y el encendedor de gas, me permitía fumar cuatro o cinco “Celtas” tirando las colillas al suelo, y al finalizar la bacanal tras desabrocharme el cinturón, guardarme el paquete y el mechero para consumo y uso en otro momento.
En tanto el calor me invadía por entero, sentía recuperadas las energías perdidas, desvanecerse los temores que me oprimían los primeros momentos, y un optimismo expansivo extraordinario. Finalizado el concierto, satisfecho y pleno de moral, atrevido y ganado por los vapores del vino que trepaban hasta la cabeza, salían por las orejas y parecían conferirme alas, reprimí los deseos de ponerme a cantar la jota aragonesa, aprendida en la última clase de solfeo.
Cumplida la misión sin obstáculos, y ganada la apuesta de 25 pesetas a los compañeros de habitación, por llevar a cabo la misión, me sentía exultante y listo para volver a la cama.  Lo hubiera decidido de no mediar el zumbido y revoloteo de una mosca negra y de buen tamaño, que, tomando tierra se miró en el espejo metálico de la bandeja, retocándose las antenas con una pata delantera, y posibilitando que yo presintiera su pensamiento narcisista:
- “¿Soy yo, esa?... No estoy mal, conservo todavía una atractiva apariencia”.
Después saboreó gustosa los restos de elixir derramados, sugiriéndome el cambio de intenciones. Removido por un torrente de ternura, y demostrando un carácter impresionable, escancié sobre la superficie de la bandeja algunas gotas del clarete, y al olor penetrante de la golosina decenas y decenas, centenares, miles y miles… más de un millón de moscas, se hicieron presentes y aterrizaron, comenzando a dar cuenta del néctar, con fruición, forzándome a repetir el servicio.
Alguien de natural intransigente, prisionero de su ego e insensible a los derechos de los insectos, hubiera pensado en aniquilarlos, exterminarlos, fumigarlos y hacerlos desaparecer del lugar; en opinión de tales concepciones, ensuciaban y envilecían el despacho: eran la peste. Yo, determinado por un parecer distinto y seguramente por los efectos embriagadores del alcohol, pensé en satisfacerlos y facilitar su existencia, o su derecho a la vida. Me dejé llevar de la heterodoxia panteísta del respeto a los animales, y la idea de que si “Dios es la vida” ningún ser vivo debiera quedar excluido de su esencia, o de lo contrario la sentencia merecía ser sustituida por “Dios es la vida del hombre”, de presuntuosa y escasa dimensión, que dejaba a Dios enmarcado en un cuadro de Velázquez: “Marte”, el Dios de la guerra.
La relajada concienciación me ayudó a operar con desenvoltura, y empecé a recitar mental y casi automáticamente el poema dedicado a las moscas escrito por Antonio Machado, que hube de memorizar obligatoriamente como condición indispensable para aprobar la Literatura Española, pero no lo concluí. Sumido en el sopor, mi espalda fue inclinándose poco a poco; mis párpados, abatidos, clausurando la visión de los ojos; y mi cabeza, abotargada, fue cediendo a la tentación de apoyarse en la superficie de la bandeja.
Un minuto después yo dormía como una marmota, y soñaba roncando sin estridencias.



Pero ésta, es una conclusión a la que con el tiempo llegué tras de hacer un serio esfuerzo racionalizador, porque a todos los efectos y durante años, hubiera apostado fuerte creyendo haber hablado con un díptero, que comenzó agradeciéndome la generosa donación de mosto.
–¡Gracias, humano el vino es excelente!... ¿Cuál es tu nombre?
–Máximo… Máximo Maldía. Mi oferta no merece gratitudes, Mosca –respondí.
–¡Las merece! Y si todos los humanos fueran como tú, las moscas olvidaríamos la necesidad de comer mierda, pero sólo miráis por vosotros mismos, olvidando que hay otra vida donde os saciaréis hasta la saturación –me echó en cara, deshaciéndose primero del macho que la cortejaba con evidentes intenciones de entablar relaciones sexuales, por las buenas o por las malas, aquí y ahora.
–Mosca, me sorprende que sepas que hay otra vida. Creí, y lo creí de veras, que era una prerrogativa exclusiva de los hombres –dije yo.
–Creer, se creen muchas cosas, lo que no sabemos es si son verdaderas. Yo te diré lo que sé. ¡Ahí va mi primera revelación, Maldía!: En la otra vida, las moscas seremos humanos, y los humanos seréis moscas. Eso es lo que diferencia vuestro conocimiento raquítico del más allá, de nuestro acercamiento a la verdad. Nosotras estamos al corriente de adónde vamos y de dónde venimos –afirmó la mosca e hizo una pausa alejándose hasta el borde de la  bandeja  manchada de vino, para volver patinando sobre la superficie, en un alarde impecable de control físico y  psicológico.
–Nuestras concepciones son incompatibles, Mosca.
– Maldía, hasta el momento has demostrado sensibilidad, no demuestres ahora ser soberbio. ¡Nuestras concepciones son complementarias! Eres muy joven todavía y quizá no me comprendas… De la misma manera que las habilidades físicas, la sabiduría ha sido repartida fragmentariamente entre todos los seres vivos… nadie lo puede todo, y nadie lo sabe todo.
–Pero, la otra vida, es otra cosa –argüí tontamente, seguro de estar apoyado por sólidos fundamentos metafísicos que ignoraba, y otros sabrían por mí.
–Maldía, la vida siempre es la vida, la misma cosa: una sucesión de pequeñas satisfacciones en un océano tumultuoso de necesidades, miserias, penuria y dramas irreparables, que acaba por sumir al individuo en la servil e inútil ruina y decrepitud…. una poda inmisericorde, selectiva y permanente.
–El tiempo se detiene para todos en los mejores momentos para que los gocemos, en ello consiste la felicidad –apunté, desorientado porque lo había oído decir en una película de romanos.
–¿Te han dado pruebas de ello?
–Pruebas… ninguna… pero…
–Entonces no lo creas, acostumbra a juzgar por lo que ves. El tiempo no se detiene nunca ni es una alfombra enrollable, se pierde entre la añoranza de un ficticio pasado mejor, y un distante futuro prometedor. 
–Pesimismo, Mosca, pesimismo –insistí sin argumentos.
–Realismo Maldía, realismo –corrigió persuasiva–. En esta vida, reina la incertidumbre, y si dura lo suficiente hasta que el destino corta el último hilo de la existencia de un hombre, o de una mosca, la naturaleza se complace en deteriorar o eliminar facultades físicas y mentales hasta hundirlo, cambiando lo sano por lo enfermo,  lo vital por lo inservible, lo bello por lo feo. ¡Todo lo bueno termina mal! Es una ley inexorable…
–Sí, mas…
–¡Déjame concluir, puñetas! –Interrumpió la mosca revelando carácter autoritario–. Ahora hablemos de la otra vida a la que hace distinta la eternidad, o suspensión de la ley: “comer o ser comido”. Y te aseguro como mosca que soy, que va acompañada de un insoportable e infinito peregrinaje. Maldía, cuando seas una mosca entre tantas vivirás en constantes altibajos. Te aguarda un futuro dantesco huyendo mosqueado de los desaprensivos insensibles al derecho ajeno.
Aquellas palabras iban acompañadas de la temible fijeza de unos ojos compuestos de miles de lentes individuales, elípticos, sin párpados, brillantes y espantosamente negros, que controlaban los trescientos sesenta grados del entorno, y en los que se reflejaba mi cabeza extrañamente deformada.
–Las moscas vivís aquí muy poco tiempo para saber tanto –inquirí.
–¡Para lo que hay que ver! La naturaleza es sabia, por fortuna pasamos apenas dos o tres lunas, tiempo suficiente para asimilar lo que aprenden los hombres en ochenta años, y experimentar sufrimientos indecibles. La mosca anda con una cruz al hombro allá donde esté, nuestros enemigos y sus ansias de exterminio se multiplican: arañas, lagartos, salamandras, golondrinas, mirlos, jilgueros o mil aves más, ranas, humanos y humanas, gatos… ácaros… sí, he dicho ácaros: variados y odiosos parásitos a quienes los humanos habéis dado nombres en latín que no entendemos, precisamente, las más interesadas en entenderlo. En conclusión, a las moscas nos persigue una jauría de seres vivos, amén de diversos y dañinos productos químicos plaguicidas…
La mosca me proporcionó algunos de esos nombres, y la disputa acalorada y provechosa se prolongó tanto como para escribir un libro, aunque la brevedad autoimpuesta en esta narración oculta sus mejores argumentos.
Después de haber roncado plácidamente un par de horas, cuando de la posición de la cabeza provino una dolorosa tortícolis que me despertó, procedí a salir del despacho del director del colegio, y regresar al dormitorio con el mismo sigilo de la ida. Ganador de la apuesta, ebrio y tambaleante de esquina a esquina, desoyendo a las imágenes de los cuadros que me querían hablar, o viendo dos ventanas donde había una, siete macetas donde había dos, ningún escalón donde había un escalera, o una aparición fantasmal detrás de cada puerta, alcanzaba el objetivo del dormitorio a las cinco de la madrugada y sin novedad, con la botella de dos litros, y sin vino, como botín que atestiguaba la hazaña.

Al día siguiente, lunes a última hora de la tarde y en la clase de religión, el padre Roces, director, comenzó hablando de los santos de la Iglesia, y del hecho extraordinario de que algunos hubiesen mantenido amenas conversaciones con Dios y de tú a tú, a lo que mi compañero Felipe Escalona no se abstuvo de poner reparos, aunque con sordina.
–Padre Roces, ¿no le parece que se afirma con demasiada frecuencia y facilidad, un hecho tan extraordinario como el de hablar con Dios?
–Felipe, tu duda es comprensible y te honra, como cristiano sólo estás obligado a creer en los dogmas de fe. Ahora bien, la pregunta suscita un buen tema de debate, una controversia teológica. Me gustaría saber si tus compañeros tienen las mismas dudas que tú, o por el  contrario son de fe más firme, más sólida, y menos… acuosa.
El sacerdote lo dijo frotándose las manos, e iniciando un nuevo paseo de arriba abajo previo a la selección aleatoria de estudiantes, que manifestándose en una u otra dirección, no aportaron nada nuevo a un debate tan viejo, y yendo a comprometerme a mí, precisamente a mí, para cerrar la consulta, aunque tampoco tenía nada que decir.
–Por último, vamos a ver, Máximo Maldía, cuál es tu opinión al respecto. ¿Pueden los hombres hablar con Dios?
–Teniendo en cuenta que quien habla con Dios, habla consigo mismo…claro que sí –dije poniéndome en pie junto al pupitre–. Además es un bálsamo para aliviar la soledad o el sufrimiento… aunque la experiencia no debe hacerse pública porque pertenece a la más reservada intimidad. ¡Allá cada cual… siempre que no lo divulgue!
–¿Eso por qué? –objetó el cura, curioso.
–Pues hombre, porque a falta de testigos o pruebas contrastadas te pueden tomar por loco. Nos sucede a todos… ayer, sin ir más lejos, hablé durante una hora larga, con una mosca, y es seguro que mis compañeros no lo creerán, porque raro, sí lo es… incluso a mí que lo he vivido, me extraña.
–¿De qué hablasteis, Maldía?... ¿De qué hablaste con la mosca? –preguntó el sacerdote con retintín burlesco, poniendo música a las preguntas y extremo interés.
–De cuestiones novedosas que no revelaré porque me previno que, de hacerlo saber sólo lo aceptarían aquellos que han hablado con moscas u otros insectos, es decir, me comprendería una minoría insignificante.
–¿Maldía, se trata de la misma mosca que se ha llevado el vino de la capilla, se ha fumado mi tabaco, me ha robado el mechero, ha dejado sobre el tocadiscos las pieles de unas sardinas arenques, y esta mañana andaba borracha haciendo contorsiones, piruetas y malabares sobre una bandeja en la mesa de mi despacho…?
–¿Negra y grande? –pregunté parapetándome, advertido del peligro acechante.
–¡Sí, negra y grande!
–No, no padre Roces, como esa mosca hay muchas, la mosca que yo digo era azulada y pequeña. ¡Seguro! Hablé con ella en el retrete y comía como una desesperada, pero no creo que la mierda la acompañara de vino.