domingo, 1 de mayo de 2016

EFEMÉRIDE DEL MES DE MAYO



        El mes de Mayo cantado por innumerables motivaciones, y cada primavera, revienta en los campos, trae promesas verdaderas y no palabras, frutos al alcance de la mano que se hacen ver y se dejan tocar. Pero Mayo ha sido loado tan sobradamente que imposibilita la originalidad y obliga a cambiar el guión, o recordar alguna efeméride cuyo protagonismo pertenezca al hombre, o sus hechos, no a la estación del año. A mi me sugiere poner atención en un acontecimiento histórico de imposible olvido: La Segunda Guerra Mundial, que en Europa finalizó este mismo mes y en el año 1945; todavía se especula sobre determinados sucesos que se publicaron de manera contradictoria, y aún hay enemigos acérrimos de los actores a que debe imputarse  la desproporcionada y trágica catástrofe, como hay defensores y aplaudidores incondicionales de los mismos.

       Pues bien, hoy traigo aquí el latido del corazón de un admirador del primer protagonista del conflicto, el verbo febril de un apasionado devoto de Adolf Hitler: el periodista que firmaba la nota necrológica con el pseudónimo “Unus”, tras el que se ocultaba  Víctor de la Serna, director del periódico diario Informaciones, el día 2 de Mayo de 1945. La fúnebre soflama que lloraba al Führer, quien un par de días antes se había suicidado en el búnker de la cancillería de Berlín, hubiera sumido en la indiferencia a los habitantes del Venus, ignorantes de los acontecimientos de la Tierra, pero producía sensaciones repugnantes en muchos lectores, y comenzaba con una exclamación marcial a la que seguía una encomiable apología:

        Un enorme ¡presente! se extiende por el ámbito de Europa, porque Adolf Hitler, hijo de la Iglesia Católica, ha muerto defendiendo la Cristiandad. Sobre su tumba, que es la enorme pira de Berlín, podrá escribirse el epitafio castellano que reza:
          “El que está aquí sepultado no murió,
           que fue su muerte partida,
           para la vida”.

          Si a Adolf Hitler le hubieran dado a elegir su muerte, hubiera elegido ésta para vivir. Ya se comprenderá que nuestra pluma, contenida, no encuentre palabras para llorar su muerte cuando tantas encontró para exaltar la vida.

          Pero Adolf Hitler ha nacido ayer a la vida de la historia con una grandeza humanamente insuperable. Sobre sus restos mortales entrega a Hitler el laurel de la victoria. Porque de la mística profunda y densa que su muerte crea en Europa, acabará triunfalmente la humanidad.

       ¡No llore el lector porque la historia se escriba así! Así la escriben los intérpretes interesados y partidarios, profesionales verborreicos, y académicos reputados pero irresponsables. El apestoso excremento literario, que acabamos de leer y para el que el autor no encontraba palabras, agasajaba al nazi como a un angelito, un defensor incondicional de la Cristiandad, un  santo sin pedestal. Más no siempre es posible que, un magnífico ejemplo de manipulación que quiere ocultar la verdad o enterrarla entre cenizas, encuentre las circunstancias favorables para pasar por dogma sin posibilidad de ser rectificado. Cuando Víctor de la Serna, abusando de una retórica mística tan del gusto de la pierna ideológica de que cojeaba, escribía haciendo ver en la personalidad de un pintor siniestro, fracasado y loco como Hitler, un ideal de beato ayunando en las arenas de un ignoto desierto, Europa entera maldecía su recuerdo. Y los lectores del periódico, incluso los acomplejados y genuflexos de los años 40 del pasado siglo, terrícolas y españoles, debieron pellizcarse la mejilla pensando que soñaban con la existencia de un carnicero metamorfoseado en paloma de la paz. Si el festejado Hitler, maestro de obras de la masacre de 50 millones de seres humanos, y centenares de millones de damnificados en una guerra de proporciones gigantescas, merecía una lisonja, el infame Yack el Destripador habría de subir a los altares como San Yack el Curandero. ¿Qué loas no hubiera cantado el autor de estas líneas a un Francisco de Asís, una Madame Curíe o un Sócrates? ¿Qué flamígeros encomios no hubiera ofrecido a un hombre honrado, si al necrófilo y funesto Führer concedía la victoria laureada?

Víctor de la Serna
      Supongo al lector armado de argumentos para justificar la oratoria recogida en negrilla, o por el contrario para encorajinarse y maldecir. Yo tengo los míos. Dejadme ofrecer las razones que pueden mover al periodista a cumplir la tarea de escribir un panegírico que beatificaba al dirigente nazi; caben dos maneras distintas de interpretar esa alabanza llevada a cabo por Víctor de la Serna.

       Una:
      La actitud hipócrita, y torticera, de un intelectual oportunista y pragmático que escribe por encargo o a tanto la línea, y espera rendimientos inmediatos de su talante… ¡tantas estupideces propago, tantos beneficios obtengo!

      Otra:
      El papanatismo intelectual del individuo de rebaño. La ceguera moral. La incapacidad absoluta para oler una mierda aunque la esté pisando. La sumisión al jefe y al dogma. ¡La inocente credulidad de quien solamente es capaz de ver por los ojos de un ciego!