domingo, 14 de febrero de 2016

LOS VALORES A TRAVÉS DEL TIEMPO

       La amistad, el amor y la prudencia son valores altamente estimados en nuestro entorno, raramente discutidos, pero hay otros que vistos desde perspectivas distintas no concitarían la misma simpatía. Valores son, con independencia de la sensibilidad individual, el ascetismo, la religiosidad, la tolerancia y la justicia, la humildad y la pobreza, la paz, los derechos humanos, la creencia en los dioses paganos o únicos, los escrúpulos morales, o el culto a la virginidad desde antes de conocerse la leyenda de Rea Silvia, virgen fecundada por el dios Marte y madre de Rómulo y Remo. Todos explican quienes somos, qué intereses y encantos nos sugestionan, y algunos de ellos revelan de  qué ancestral y bárbaro primitivismo procede el animal humano. 

        Los valores cambian con los tiempos, van, vienen, se atropellan superponiéndose y, preguntarme a mi mismo por la época de la historia que hubiera elegido para vivir, me lleva a esquematizar los valores que creemos reconocer en cada una de ellas.
        Grecia, por ejemplo, nos transmitió el amor a las artes. Tal vez nada como la belleza ha llegado hasta nuestros días, legado de los mil años de historia antigua que no parece pasar nunca y convertida en patrón donde aún se mira la cultura occidental. Y con la búsqueda de la expresión estética en todas sus manifestaciones artísticas y culturales, o el culto a lo bello de los griegos, nos llegó también el afán a la investigación de la verdad, el conocimiento del medio que habitamos y la sabiduría.
         La Roma imperialista, culturalmente helenizada, llevó a la práctica las ideas de los griegos y adoptó el servicio de  las armas para la conquista de otros territorios, las leyes, la ingeniería, y un marco que prometía a los individuos el premio de la Ciudadanía Romana como valor supremo de la civilización. Incluso podría atribuirse a Roma el valor de la Paz, de no ser  irrebatible el hecho de su conveniencia para evitar la asfixia económica de la metrópoli, producida por los desproporcionados recursos invertidos en sostener legiones y legionarios.
        En el ámbito de la devoción, Roma acabó adoptando el esquema que consagra al Dios Único y Único Emperador,  contrariando las inteligentes creencias politeístas conscientes de la necesaria colaboración de distintos dioses para llevar a cabo, a la manera humana, obras de extraordinaria complejidad.
         La Edad Media, ese largo y prodigioso milenio, compuso loas encomiables de inigualable belleza o exquisita y piadosa sensibilidad al poder infinito de Dios, y construyó las más ambiciosas obras arquitectónicas a su gloria. Instauró nada menos que el derecho divino de los reyes, y dividió a la sociedad entre nobles, campesinos y clérigos, o cortesanos y vasallos.
         En una renuncia sin precedentes a la autoestima la Edad Media encajó con agrado el sufrimiento, el sacrificio voluntario o la autoflagelación, la obediencia hasta aceptar como natural el abuso de autoridad, y el derecho de pernada: nostalgia del origen del que procedemos, y que revela los hábitos machistas del chimpancé copulando con todas las hembras de la manada rendida a su autoridad.
        Así mismo la Edad Media predicó la Guerra Santa, la satanización de la apostasía o el sacrilegio como causa de todos los males, y promulgó leyes contra los herejes, por el delito de pensar por si mismos, castigados con la pena de muerte o condena a galeras.
        También la Edad Media inventó el tenedor, el reloj y la hora, extendió el desprecio al sexo y a la higiene corporal, acogió con entusiasmo el cilicio y la autorepresión, el celibato, la obediencia, la resignación, o la maldición del placer. Además promovió el éxtasis contemplativo, el misticismo hasta la enajenación, la limosna, o la confesión ante el cura. Y por último  la Edad Media, cuyas reminiscencias conocimos hasta en las puertas del siglo XXI, se ocupó en extender el valor más encomiable: la Santidad como norte de la existencia humana tan apasionadamente que, llegaron a venderse como reliquias, huesos de cerdo por huesos de santo.
         Por último nos detenemos en nuestro tiempo, obviando el Renacimiento, a caballo de la Modernidad y la Posmodernidad, períodos que han impuesto o persiguen imponer otros valores entre los que queremos destacar:
       El laicismo, la secularización y el libre pensamiento.
       La tolerancia mutua, la libertad de conciencia y de expresión.
       La moral basada en el Sentido del Deber que no teme castigos, ni espera premios.
       El retorno de Eros.
       La abolición de la pena de muerte y de la tortura.
       La democratización de las sociedades.
       El pacifismo.
       La explosión artística de cromatismo y diversidad, imaginativa e inacabable.
       Y la sanidad, la escolarización gratuita y obligatoria, la igualdad de sexos, el anuncio del fin de los prejuicios contra las minorías, los derechos humanos, la socialización de los recursos, el trabajo como bien común, la lucha por la emancipación de las clases sociales más desfavorecidas, o el consumo indiscriminado de bienes y un sanísimo grado de epicureismo y placer.
         Aplaudimos la contemporaneidad que preferimos, pero todo no son luces y parabienes... ¡la Arcadia Perfecta forma parte de la mitología! Las contradicciones dialécticas están presentes en toda civilización, y “a la mejor puta se le escapa un pedo”. La evolución de los últimos tiempos ha facilitado la manifestación del hombre y la mujer en su estado más puro, sin disfraces, pero ha terminado por tolerar, cuando no fomentar, todo tipo de ultrajes al sentido común, y:
         El derecho de las jóvenes tribus a orinarse en la puerta de tu casa.
         La promoción del mal gusto, o repugnantes y mugrientos modelos estéticos.
         El éxito de macarras y horteras, hipócritas y vividores, con o sin corbata.
         La implantación exitosa de ritmos insufribles, e idiotas, que sustituyen el canto por el rebuzno y la música por el ruido.
          La  persistencia de las supersticiones, la magia y otras miserias contraculturales.
          La proliferación del macho ibérico que jode con la  mirada, piensa con los cojones, y lleva el serrín en la cabeza en vez de llevarlo en las manos. O la donjuanización de los más idiotas.
          El cultivo de ladrones, corruptos, gorrones, parásitos y charlatanes, miopes e ineptos en todos los estamentos estatales o esferas privadas, religiosas o laicas, y en cualquier ente autonómico, provincia, pueblo, o rincón  civilizado donde haya un euro que malversar, saquear, exprimir, sustraer o cambiar de sitio.
          O la consagración de seudociencias como la economía, que eleva a la categoría de capitán general de la disciplina a pedantes y fantasmas de cuello duro, cuyas predicciones económicas valen tan poco como las visionarias profecías del fin del mundo para el siglo XX.
          Y por último nuestra civilización, hija natural de la antigua cultura greco-romana y judeo-cristiana, ha producido nuevas relaciones entre clases antagónicas y parece haber acabado con la amenaza de las indeseables revoluciones sociales. ¡Ya no hay lucha de clases! Al olor del plato de lentejas, los nuevos pobres corrompidos reverencian y babean genuflexos y sumisos ante los ricos, o los toman por modelos a imitar, sustituyendo así el temor y la humillación del vasallo ante el noble, por la bufonada.
        Está en manos del lector decidir sus preferencias. El autor de estas líneas no se siente autorizado para decidir que las suyas merezcan recibir especial atención, aunque  crea que hemos conseguido culminar soñadas metas: Hemos alcanzado la prometida, intimidatoria y nietzscheana inversión de todos los valores tradicionales, que convive con su contrario… ¡nunca como ahora ha estado la sociedad saturada de cretinos célebres!