domingo, 29 de enero de 2017

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 8.- MÁXIMO MALDÍA EN LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES


      En ocasiones reconozco sonrojarme al recordar pasajes de la historia personal como el vivido en la Universidad Laboral de Córdoba, una noche, junto a cinco compañeros en habitación compartida, y tras la 4ª jornada de los Ejercicios Espirituales en que abandonados los libros dedicábamos el tiempo al cuidado del alma… si es que la tenemos. Las generaciones que nos sucedieron viajarían en intercambios culturales a París, Londres o Roma, y volverían cargadas de vivencias mundanas, o de frívolas y cosmopolitas experiencias emocionantes. Por el contrario, nuestra generación literalmente pobre viajaba una semana de cada curso escolar, en excursión metafísica no carente de momentos excitantes, al entorno de las calderas de Belcebú: experiencias asombrosas que dejaron en nuestra memoria persistentes recuerdos.

En tales oportunidades, y en un contexto de introversión cavilante, el internado se acercaba al espíritu de un monasterio cartujo en días de ayuno: allí donde las sensaciones individuales se confunden con las del trotamundos en su viaje al más allá con un hatillo al hombro; allí donde la actitud del colectivo intercambia opiniones sobre los acontecimientos del día, y lo hace con gestos de una severidad desacostumbrada y taciturna. Hoy, que el análisis pretende esquivar los prejuicios, es justo calificar la vivencia de valiosa para quienes andábamos por los diecisiete o dieciocho años de edad, y galleantes soberbios, dábamos equivocadamente por alcanzada la autodeterminación personal.

          Aquella noche, ocupadas las seis camas y preparados para dormir después de apagar la luz, alguien aludió a la plática pronunciada por el sacerdote dominico, llegado de Perú con la misión de acongojar al alumnado y poseedor de una oratoria escolástica inflamada y escatológica, dando lugar al inicio del coloquio entre los compañeros de habitación que giró en torno a las acciones del Diablo. Es decir, en torno a Satanás y su disimulada sutileza para pasar desapercibido entre la gente, sin descartar que anduviera pendiente de nuestras palabras listo para hostigarnos en aquel momento.

           Mi amigo Abundio Marchamalo, un tipo suspicaz y de talante escéptico, conservaba todavía la frialdad, e ironizando sobre su existencia tachó de absurdo pensar en su presencia bajo ningún disfraz. Pero, a la objeción, el dormitorio se dividió en dos mitades: Abundio recibió el apoyo verbal de algunos compañeros, saliendo a la luz el argumento de que si Dios estaba en todas partes también estaría en el Infierno que con su presencia no podría ser tan malo. Y fue contrariado por Carmelo Cordero, quien retó a los demás a levantarse y dirigirse al cuarto de baño señalando la probabilidad de que:
    - “La simple apertura de un grifo de agua, el movimiento de una cortina sin razón alguna, o cualquier ruido imperceptible, puede constituir la evidente y temible señal de la presencia invisible del Demonio” –enfatizó.

          Nadie se levantó, y a partir de ahí el sector conservador comenzó a superponer visiones aterradoras del Infierno con cualquier hecho que resultara de difícil explicación. El compañero que descansaba en la cama situada a mi derecha recordó la ocasión en que vio marchitarse en su casa, unas flores recién cortadas, un segundo después de que su hermana citara simplemente el nombre de Luzbel. Le secundó el compañero de mi izquierda recordando que disponemos de dos manos, dos pies, dos ojos, dos pulmones… réplicas de muchos órganos que permiten la posible superación de la pérdida de uno de ellos, mas contamos con un solo corazón y, lo que es más dramático, dijo con afectada y lastimera voz:
           –Disponemos de un alma, sólo un espíritu sensible a la corrupción por el efecto tentador del Ángel Caído.  
      
            En esta ocasión, apenas pudimos escuchar los reparos de Abundio  Marchamalo, discrepando débilmente, antes de  comenzar  a evocarse maleficios y artes proféticas, e imponerse los comentarios que daban fe de la existencia de fuerzas luciferinas que ocupan cuerpos ajenos por cuyas bocas hablan. Después se generalizaron los comentarios sobre la existencia de enfermedades de génesis Maligna padecidas por humanos, o de la posesión Satánica implícita en los traumas psicológicos, de las perversas huestes espirituales que extienden el sufrimiento por doquier y de los ambientes tenebrosos, de magia, brujas adivinadoras y lechuzas, de Íncubos y Súcubos, o de espíritus destinados al infierno resistentes a abandonar la tierra y sus miserias.




         Minutos más tarde acabamos recordando conmovedoras escenas de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis: ¡La Peste, La Guerra, El Hambre y La Muerte! Y no quedó nada por remover del pasado, ni del presente, hasta la reflexión sobre el futuro que remontamos al… ¡Juicio Final!: El momento definitivo en que, situados a derecha e izquierda del Altísimo, premiados, o castigados por nuestra conducta, se decidía la cara o la cruz de la eternidad.

        El tiempo jugaba a favor de los apologetas del terror en el Más Allá, y en el dormitorio caldeado por las historias y comentarios que se iban sucediendo nadie osaba contradecirlos, la resistencia de los escépticos como yo se había apagado por completo cuando creímos haber visto una sombra atravesando la ventana. Entonces el más beato del grupo, Carmelo Cordero, en un gesto de identificación personal, rindió homenaje a un mártir de la fe al que veneraba aseverando que en el gozo de la mortificación deseaba morir ofreciendo al mundo el mismo testimonio sacrificial por la humanidad, para terminar rezando una oración en latín.  Fue relevado por quien planteó la conveniencia de hacer una confesión pública e inmediata de nuestras debilidades morales. Y sin saber cómo, ni por qué, un tercer compañero de habitación al que extrañaba mi silencio, preguntó citándome por el nombre y apellido, con entrecortado hilo de voz:
       –Máximo Maldía, y tú… ¿qué crees?
        –El diablo no existe, pero representa lo peor de lo humano y vive en nuestra imaginación -respondí.

         Mi réplica no pareció ser escuchada y el ambiente cada vez más denso… ¡incendió el habitáculo! Ahora temerosos y ocultos bajo un par de mantas, no solamente carecíamos del valor para ir al retrete, también nos faltaba el valor suficiente para responder al reto de levantarnos de la cama, o finalmente amilanados, para sacar una mano y mostrarla por encima de la cabeza. La tensión angustiosa atenazaba las gargantas enmudeciéndolas, y cuando se espesó el silencio… ¡nos inmovilizaba el pánico!

Ausente la conciencia capaz de discernir entre lo razonable y lo que no lo es, la juvenil candidez ganaba el pulso a la inmadurez intelectual. La rendición de seis jóvenes de vitalidad indudable y autoerótica narcisista, probaba la eficacia de unas jornadas pensadas para sumir en la introspección obsesiva, y pesimista, a mil quinientos alumnos de la Universidad Laboral.

Abatidos, desalentados y taciturnos los seis compañeros del dormitorio, a la mañana siguiente formábamos parte de una fila interminable, en la iglesia, frente a los confesores que ya habían previsto el éxito de la campaña emprendida contra la incipiente rebeldía.

         ¡Qué ingenuidad la nuestra!  Hoy, el recuerdo de la escena, me inspira hacer un juicio benigno de aquellos presuntuosos adolescentes de endeblez notoria, que flagelábamos con dureza una conciencia escrupulosa e influenciable:
           No distinguíamos entre realidad y ficción, miseria verdadera y miseria imaginada.

           Todavía creíamos en lugares donde el espanto es más espantoso que los habitados por los hombres, o en fantasmas que ven, pero no respiran.    Cabía en nuestra imaginación la vida de cabezas sin cuerpo, y la existencia de espíritus donde falta el soporte de sentidos y sensaciones.

         Nos amedrentaba la posibilidad de que un Dios infinitamente bueno permitiera que su enemigo se disputara con ventaja el favor de sus ovejas. Éramos, en definitiva, jóvenes más inclinados a temer a la palabra y la imaginación que a los hechos, la evidencia o el sentido común. Yestábamos necesitados de dos cosas que el tiempo nos daría… o tal vez no: maduración, y una larga y fructífera lección de filosofía.

          Después de aquella jornada pasaron 40 años hasta que la fortuna permitió el reencuentro de los seis compañeros de fatigas. Y dado que habitábamos en distintos puntos de España se produjo en Madrid, adonde llegamos al lugar de la cita algunas horas antes de lo pactado. Enseguida advertí que me encontraba con hombres de hechos más que de palabras, o que el tiempo había curtido y endurecido su carácter. El pasado no pasa nunca cuando se ha vivido con esa intensidad, y en la cabeza de cada uno permanecía activa la experiencia. Pero los fracasos son huérfanos y es común el espanto de recordar colectivamente flaquezas y frustraciones, de manera que el pudor impidió afrontar el recuerdo de la velada de los Ejercicios Espirituales, capítulo que hizo más devotos y moldeables a los que profesaban la fe, e insobornables y firmes agnósticos, o ateos, a los que no la profesaban.


domingo, 1 de enero de 2017

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 7.- EL DEBATE SOBRE PIO BAROJA

Habían pasado algunos años desde que, en una excursión a la sierra, el viejo que encontramos al paso nos sorprendiera preguntándonos por dominicos históricos de quienes lo ignorábamos todo como Savonarola o Tomás de Aquino. Nuestros evidentes progresos, en buena parte, no correspondían a la educación reglada porque eran patrimonio de las corrientes liberales, aconfesionales, independientes y tal vez mal avenidas con la tradición. Y nos interesaba la conflagración que nuestra generación vivió apasionadamente:la guerra de Vietnam. Discutíamos las hipótesis creacionistas y tomábamos posiciones a favor del darvinismo. Mostrábamos una intensa curiosidad por los acontecimientos políticos externos, a pesar de vivir en una burbuja a la que caracterizaba su capacidad para satisfacer nuestras necesidades primarias y vitales. Y habíamos abandonado en buena parte la subcultura de evasión, o las tendencias literarias de contenidos neutros, aunque no era menos cierto que nuestro perfil, decididamente frágil, lucía grandes agujeros culturales.
De las inquietudes que teníamos, por entonces, buena parte la debemos a las aviesas amistades con las que aún nos sentimos en deuda. Y entre éstas hoy quiero recordar, de nuevo, las de Abel y Abundio Marchamalo, hermanos gemelos alrededor de los que se formó un grupo de excéntricos conocidos como “La camarilla de Abel”, seis u ocho amigos que nos distinguíamos por hacer reuniones en el gimnasio los sábados por la tarde, donde nos comíamos hasta cuatro bocadillos de sardinas en lata por cabezaabundantemente regados con agua, bañándonosdespués en la piscina cubierta.
Pero la historia que me propongo contar ahoraquiere dejar clara nuestra atención a la literatura. Los hermanos Abel y Abundio Marchamalo eran dos excelentes lectores con los que yo acostumbraba a competir poniendo a prueba mis conocimientos, si bien en inferioridad de condiciones. Sin duda no éramos únicos, en el colegio veíamos con frecuencia a otros compañeros realizar los mismos ejercicios, tal vez en cualquier disciplina, o materia lectiva. El lector lo va a entender conforme vaya desarrollándose este relato, pero tampoco sobra una sucinta explicación.
Alguien entre nosotros comenzaba citando a un autor. Acontinuación,daba algún dato o hecho que lo identificara. Seguidamente cada uno de los participantes habría de proseguir demostrando poder aportar nuevas referencias del personaje, hasta que alguno de ellos incapaz de hacerlo se anotaba una falta y, de nuevo citaba a otro autor dando comienzo otra ronda. Cinco fallos hacían perder la apuesta a quien los cometía, y en consecuencia debiera pagar una consumición en el bar que raramente llegaba a materializarse porque no teníamos un duro, aunque el hecho de la derrota era como en el ajedrez, un castigo moral muy severo.
Aquella tarde nos encontrábamos en el aula recogiendo los libros de Literatura, de que íbamos a servirnos en la sala de estudio para afrontar el examen de final de curso al día siguiente, cuando Abel Marchamalo nos retó diciendo:
–Sé que sabéis mucho del texto que tenemos en las manos, pero dejadme que hoy comience la pelea recurriendo a Walter Benjamín, un autor que no hemos estudiado, y que se suicidó en Portbou (España) en el año 1940… Maldía, ¿qué sabes de él?
–Que era de nacionalidad alemana, y poco más–respondí yo.
–De origen judío, si no me equivoco –aportó Abundio.
–Permitid, –dijo Abel en su turno– que me sirva de una cita de Walter Benjamín, que suscribiría cualquier persona razonable: “Tres hombres pueden guardar un secreto, si dos están muertos”.
De nuevo me tocaba a mí decir algo de Walter Benjamín, y no supe responder, de manera que apuntaba mi primer fallo, y pensaba velozmente a qué personalidad podía citar para sorprender a mis amigos, decidiéndome por un histórico personaje italiano:
Girolamo Savonarola
–¡Propongo a Savonarola, Girolamo Savonarola! ¡Ése sí fue un dominico auténtico! ¡Un santo de verdad, fusta disciplinaria de homosexuales, prostitutas y paganos! El látigo de Dios contra el vicio y el libertinaje, apóstol de la supresión del denudo en el arte, la revisión de la ciencia, y la hoguera de las vanidades en la que ardieron libros de Boccaccio y Petrarca. Lamentablemente Savonarola fue excomulgado por el papa Alejandro VI, y le quemaron después de ahorcarlo en la Plaza de la Signoria de Florencia.

–Juguemos limpio, –intervinieron los hermanos Marchamalo– Savonarola no pertenece al mundo literario… no nos sirve.
La puerta del aula se abrió ligeramente distrayendo nuestra concentración, los tres giramos la cabeza al unísono, y a la espera de que pasara algún compañero, pero nadie apareció y nos quedamos con el regusto de la sospecha. Abel se encaró con nosotros reprochándonos hablar en muy alto tono, y nos aconsejó discreción:
–¡Tened cuidado porque a nadie importa de lo que hablemos!… aquí las paredes tienen las orejas del tamaño de la puerta de una catedral… Advierto que, si os oyen decir alguna inconveniente barbaridad, yo me lavo las manos como Herodes.
–Como Pilatos... –rectifiqué y repetí de inmediato–: ¡Como Pilatos!
–¿Es que Herodes no se lavaba? –preguntó Abundio Marchamalo.            
–Bueno, –corté encajando la derrota– si no aceptáis a Savonarola, propongo a Pío Baroja, un verdadero autor de culto del 98; un vasco desarraigado y universalista que está enterrado en el Cementerio Civil de Madrid.
–Bueno, fue un anarquista de salón, es decir, de poca actividad política –concluyó Abundio persuadido de su ventaja.
–También, –continuó Abel– un amigo de librepensadores combativos, anticlericales y pesimistasque, estudióla carrera de medicina y apenas la practicó porque vivió del negocio de la panadería en Madrid.
–Escribió “Las inquietudes de ShantiAndía” –reboté yo.
–“La estrella del capitán Chimista” –precisó Abundio.
La puerta del aula se abrió de nuevo un poco más, hasta quedar semientornada, aunque en esta ocasión no le prestamos más atención de la que merecía. Si cabe, sintiéndonos más seguros, reiniciamos el debate levantando la voz y fueron aportándose títulos de las obras de don Pío Baroja hasta citar más de cuarenta. Pasamos después a poner sobre la mesa su segundo apellido: Nessi. Los nombres de sus padres, tíos, hermanos, profesiones y artes de cada uno, propiedades, títulos, méritos, tendencias políticas, viajes y amigos… ¡qué sé yo! Los hermanos Marchamalo defendían el mundo barojiano como jabatos. Fue entonces cuando Abundio entró en el anecdotario de la última fase de la vida del escritor, dando inicio a un verdadero debate diciendo:
–En el salón de su vivienda colgaba un reloj de pared, sobre el que una leyenda recordaba el peligro de vivir: “¡Todas las horas hieren… la últimamata!”Sin embargo, lo que en realidad le preocupaba era la muerte digna, “el cómo morir”, no “el cuándo morir”. Lo explicaré mejor. Estando un día en amena conversación con su sobrino Julio, llegó un amigo común a comunicarles la muerte de Ortega y Gasset, asegurando que se había dejado confesar por un sacerdote en los últimos instantes de su vida. Extrañado don Pío de la abdicación del filósofo, preguntó al informante por el procedimiento que utilizara el sacerdote para persuadir a Ortega, y aquél le respondió resuelto:
“Muy sencillo, amenazándole con la inmortalidad”.
 La cara de don Pío la iluminó una significativa mueca, y dirigiéndose a su sobrino le pidió:
“Julio, compra una buena escopeta y, llegada mi última hora dispara sobre cualquier sombra negra que aparezca en casa”.
Con aquella petición, una vez más, asentaba su bien conocida doctrina de que:
“Todos los españoles vamos detrás de un cura, unos con un cirio, y otros con un palo”.
–En efecto… –prosiguió Abel tomando el relevo– Julio, su sobrino, se apresuró a comprar la escopeta de repetición, y un año más tarde don Pío agotaba los últimos momentos de su vida, sin que resultara necesario el uso del arma de fuego por la falta de iniciativa o acoso eclesiástico. Cierto que alguien le hizo saber al obispo de Madrid, monseñor Leopoldo Eijo, el estado que atravesaba, pidiéndole que fuera a confesarle, pero éste respondió:
“Yo no voy a confesar a Baroja, Baroja debe morir como ha vivido”.
La única visita clerical a la casa del escritor se produjo después de su fallecimiento, y todavía de cuerpo presente. La realizó un sacerdote, amigo y adversario, vecino del mismo edificio de la calle Alarcón número 12 de Madrid, quien comentó con los allegados que velaban el cadáver:
“¡Menuda sorpresa se habrá llevado don Pío al entrar en el cielo!”
–Bueno, –tomé la palabra sin dejarme amilanar y seguro de mis recursos– la información de que puedo dar fe, extraída de la excelente Enciclopedia Francesa, ofrece una versión distinta.  ¡Escuchadme! Siempre hay almas caritativas dispuestas a facilitar a los demás el camino de la salvación eterna, y a D. Pío Baroja le tentó alguno de los académicos de la lengua que le visitaron, al preguntarle:
“Don Pío, ¿desea usted que le atienda el señor obispo de Madrid? ¿Quiere que monseñor Leopoldo Eijo, pase a confesarle?... Lo haría encantado, y no se trata de ningún extraño, sino de un colega nuestro en la Real Academia”.
Y don Pío Baroja, según dice la bien documentada Enciclopedia Francesa, pronunció las últimas palabras de su vida con entereza y un hilo de voz…
Una violenta apertura de la puerta del aula empujada por las manos del padre Cea, profesor de literatura, interrumpió mi discurso imponiéndose con un grave vozarrón y declamando al tiempo que entraba:
–“¡Sí, que pase el señor obispo… que voy a sacarlo de aquí con una patada en los cojones!”
Después prosiguió–: esas fueron las últimas palabras de Baroja, y te las enseñé yo, Máximo Maldía…¡Personalmente yo!… ¡¡Este cura!!... ¡¡¡Qué Enciclopedia Francesa ni qué mierda!!!...
–De acuerdo, padre Cea, de acuerdo –dije cabizbajo y mirándome los zapatos.
Se hizo un espeso silencio y abandonamos los tres amigos el aula, desalentados, con los libros de texto en las manos. La historia, sin embargo, tendría un buen final. Apenas habíamos andado veinte o treinta metros, cuando erguimos las cabezas al escuchar al cura decir a nuestras espaldas que, premiaba nuestra aplicación generosamente:
-¡No necesitáis presentaros al examen de mañana, sois acreedores de un sobresaliente!