viernes, 27 de enero de 2012

Destino y afán de superación

Este es un post en el que, a veces de matute, se manifiestan ideas que "el laboral" condescendiente y educado, no suele responder ni pronto ni tarde, aunque bien merecerían debatirse sin prejuicios. Hoy,
buscando la comprensión del  lector, -o su vena contestataria- y tal vez a contracorriente, quiero hacerle llegar una narración que discute los presupuestos del "libre albedrio", y que en mi libro, PÓRTATE COMO
UN HOMBRE, "Historia de los exitos y fracasos de un perdedor", ha sido recogida en otro contexto y con mayor amplitud.



Siéntese Valtierra, no se fatigue… ¿de manera que usted es músico? –preguntó  el doctor pasando, repetidamente, el bolígrafo de una a otra de sus manos. 


A la sugerencia autoritaria que el doctor Del Álamo hiciera a Indalecio Valtierra, respondió éste acomodándose en la silla tras acercarla a la mesa del facultativo, en tanto respondía con buenos modos agradeciendo la invitación.


–Gracias… sí, un apasionado de la música, aunque aficionado.


–Pero, naturalmente, le agradaría ser profesional –hurgó el doctor.


–¡Ya lo creo! Mientras, ando ahí, tocando la cornamusa en una banda.


–La cornamusa, dice… ¿acaso un instrumento medieval?


–No, doctor… más antiguo, ya lo tocaban los pastores romanos.


–¡Bien!... ¡Muy bien!... Por cierto, no se marche sin recoger el alta hospitalaria que podrá retirar en el departamento de atención al paciente, en esta misma planta, ¿de acuerdo?... A propósito Valtierra, está  casi completamente restablecido, sólo a falta de unos fármacos im-pres-cin-di-bles, –silabeó levantado la voz– que le recetaré enseguida.


–Sí doctor, además me siento bastante bien.


–Es lo que yo quería escuchar…, pero deseo hablar con usted por otra razón. Quiero hacerle conocer los resultados de unos análisis, obtenidos en el  laboratorio del centro, y que si bien no guardan relación alguna con la causa de su ingreso en la clínica, pueden serle de utilidad para conocerse a sí mismo.


–¿Conocerme a mí mismo? ¡Pues no sabe cómo se lo agradezco!


El doctor hizo un gesto de complacencia levantando la mano derecha, para llevarla casi inmediatamente al bolsillo del pantalón, y extrajo  una cajetilla de la que sacó un cigarro, que antes de encender, hizo intención de ofrecer al paciente. Rectificó, sin embargo enseguida, pidiéndole disculpas y recordándole que dada la dolencia que le aquejaba, tenía prohibido fumar por prescripción discrecional. Dicho lo cual continuó el discurso en el punto en que lo había suspendido.


–Padece usted una talasemia en grado por determinar. ¿Sabe de qué se trata?


–¡No! –contestó categórico Valtierra.


–Lo suponía. La mayoría de los seres humanos que sufren esa anomalía lo ignoran. Mas, no debe preocuparse, la talasemia no va a matarle, a veces y por mucho que moleste a los demás, prolonga la vida. Créame si le digo, amigo mío, que usted representa el mejor ejemplo práctico de una buena lección de filosofía: la antitesis de la libertad de la voluntad… ¿me entiende?


–¡Ni una palabra! No tengo estudios doctor, tendrá que ser más explícito.


El doctor Del Álamo  frotó los dedos de la mano derecha sobre su frente en un gesto mecánico inconsciente, haciendo tiempo para encontrar los términos más adecuados, y exponer al paciente una explicación coherente, simple, y  accesible a su nivel cultural.


–Aprecio su sinceridad, le honra. Vamos a ver si ahora me hago comprender… ¿trabaja usted mucho?


–No, –confesó Indalecio Valtierra– el trabajo y yo, no congeniamos.


–¡Ya!.. Le han reprochado con frecuencia su abstinencia a la hora de arrimar el hombro, ¿verdad?... digamos que usted flojea con frecuencia, –disparó a bocajarro el médico decidido a usar el lenguaje más comprensible para Indalecio– ha pasado siempre por ser…, un tipo remiso a tirar del carro…




–¿Doctor… y eso le consta porque lo manifiestan los análisis de laboratorio?


–¡Naturalmente! Como toda dolencia del espíritu tiene un fundamento en su naturaleza biológica. Y sabemos que representa una cruz, invisible a los demás, sobre los hombros de numerosos pobres, un drama oscurecido para la mayoría. La talasemia caracteriza a muchos vagabundos y limosneros, y aparece inscrito en el código genético.


–¿En el código... qué?


–El código de barras que determina la condición física y sicológica: el carné de identidad… ¿está claro?


–¿Y no hay modo de cambiarlo? –quiso saber Valtierra, algo afectado.


–Es inalienable e intransferible. Mire, asúmalo, es su destino, la medicina todavía no ofrece alternativas para cambiar lo que uno es. Agradezca a la suerte que la naturaleza le haya respetado dotándole cuanto menos de inteligencia común, imagine que además fuera idiota… o manco. Precisamente por ello, amigo Valtierra, le digo que es una lección viva de filosofía, ¿me comprende? No es responsable de su indolencia, pero el entorno le responsabiliza: ¡le cree culpable!


–Le comprendo doctor, pero fui educado en la certeza de que si pongo arrestos y tesón, seré lo que quiera… le aseguro que estoy en ello, y tengo un alto afán de superación, a mí no se me escapa una oportunidad allí donde aparece.


–¡Qué afán de superación ni que ocho cuartos, hombre! Vamos, vamos Valtierra, responda a la adultez y utilice la cabeza, la experiencia le ha dado innumerables conocimientos prácticos, y es usted mayorcito: ¡El parásito nace parásito, no se hace! Por semejantes razones genéticas unos hombres son apolíneos, otros adefesios, algunos enanos, barbilampiños, cabezones, unicejos, vanidosos, albinos, inteligentes, o zotes… de sexo masculino, femenino, o neutro, con o sin capacidad artística, o dotados para ejercer cualquier actividad deportiva… ¡Todo tiene una razón de ser, una causa necesaria! En conclusión, ¿de qué afán de superación me habla? Un cambio genético imperceptible habría hecho de usted otra persona, y una diferencia mínima apreciable habría dado lugar a una cabra, una mofeta, un oso hormiguero…


–Pues me enseñaron que alcanzar metas imposibles es cosa de proponérselo… doctor, no acabo de creerlo,  de ser como explica, el destino no está en mis manos.


–Más bien al contrario, ¡está usted en manos del destino!


–Es decir, no podría superarme a mí mismo –interrumpió Valtierra en inútil forcejeo verbal.


–¡Y tanto que no! ¡Me habla de un imposible! ¿A quién ha oído decir tamaña majadería? Veo que la educación le ha provisto de dosis masivas y desproporcionadas de esperanza estéril; en mi opinión le favorecería saber quien es, y adonde podría llegar, bajar de las nubes a la tierra para seguir la sentencia de Nietzsche: ¡Conviértete en lo que eres! ¿A usted, qué es músico, no le agradaría dirigir la Filarmónica de Berlín?


–¡Pues claro!


El doctor exhaló la última bocanada del tabaco negro que acostumbraba fumar, y apagó la colilla en el cenicero previsto a tal fin sobre la mesa; los dedos amarillentos  de la mano revelaban su condición de fumador empedernido, y su gesto denotaba la necesidad de poner fin a la conversación urgido por el tiempo.  Retomó el bolígrafo con que se aplicó a garabatear las recetas de los medicamentos necesarios al paciente, y levantándose de la silla hizo entrega de los papeles a Indalecio Valtierra, disponiéndose a ultimar el coloquio al tiempo que miraba su reloj de pulsera.


–Será posible si lo que quiere armoniza con lo que es, de lo contrario no se haga ilusiones, morirá tocando ese instrumento antiguo… ¿cuernamisa, dice que se llama?

–Cornamusa, doctor… cornamusa.


 Pero no se ofenda, tengo otro ejemplo que… suponga que el caballo idealizado por el asno representa los valores más preciados, y reconoce en el relincho la más alta expresión cuadrúpeda, ¿cambiará el asno de destino al intentar relinchar, o quedará como un simple y mal imitador?


–Doctor… ¿y si el animal acertara a relinchar?


–¿Dejaría por ello de ser un burro? –replicó el doctor.


–Me costará superar el desengaño; me infundieron la idea del libre albedrío en la condición humana, y puesto que la mente  no se ve a simple vista… es espiritual…, creí que  podría alterarla  voluntariamente… a capricho.


–Preste atención: despierte, y tómese dos comprimidos después de cada comida. La acción de la medicina será la causa decisiva de un buen efecto: su restablecimiento definitivo. No deje de hacerlo hasta consumir seis cajas completas, de otra manera… ¡malo!... le doy tres meses de vida… Valtierra, decida entre dos alternativas: tomarse los comprimidos, o tomarse los comprimidos, si fuera usted libre podría hacer algo distinto.


El doctor, acercó la silla a la mesa hasta hacer que el respaldo de la primera tocara el tablero superior, giró sobre sus talones, y se dirigió a la puerta del despacho precedido por el paciente. Todavía antes de cerrarla a sus espaldas, y con el pomo en la mano, tuvo para aquél unas palabras.


–Por cierto y a propósito, lo espiritual es muy romántico y poético; pensar que somos libres, muy humano y sentimental,  pero hay leyes que rigen y determinan todo lo que podemos ver, ¡todo! ¿Quién le ha dicho a usted que no existen leyes en todo lo que no vemos?


Valtierra no respondió a las palabras del doctor, que hicieron sobre su cabeza el efecto de la cuchilla de una guillotina en caída libre sobre la cuarta vértebra cervical, y abandonó la consulta  decidido a despertar.