martes, 30 de agosto de 2016

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 3.- “UNA EXCURSIÓN A LA SIERRA”

Padre Cirilo en la actualidad
       En los primeros cursos de aprendizaje en la ULC participé algunas veces  en marchas organizadas por el padre Cirilo González, un ejemplo a recordar entre los hombres de corte amable, puntualmente autoritario, y paradigma de la preocupación social que trabajaba por sensibilizarnos con las carencias primarias y acuciantes de toda persona necesitada. En un país atrasado al que salían brotes desarrollistas, el contraste de las regiones industrializadas en las que hacían furor los vasos de Duralex y el sofá de Eskay, con la España profunda que bebía en botijo y al alcance de nuestros pasos, era muy visible, y el padre Cirilo de corte ideológico socialcristiano, estimulaba la toma de conciencia de ese drama enquistado, aproximándonos a su realidad e instándonos a tocar con los dedos el sufrimiento que por aquella época denunciaban las desnudas radiografías de las novelas de Martín Vigil, –sacerdote y exlegionario, se decía– en títulos exitosos como “Una chabola en Bilbao”.
     Hoy en la España opulenta, los escolares, a fin de aprender inglés frecuentan visitas a los lugares más recónditos del globo, en tanto sus ancestros, si no lo hacen, sueñan con pasar el tiempo libre en exóticas ciudades asiáticas o las playas del Caribe  aprovechando la última oferta del  todo incluido. Nosotros, sin caudal, en el interior de una campana insonorizada de la España en blanco y negro, bien desayunados, provistos de surtidas fiambreras y algunas botellas de vino tinto a granel, exentos de preocupaciones, nos dábamos por satisfechos martirizando nuestros pies algunas leguas en zona cercana al Guadalquivir, y en las estribaciones de la sierra poblada de cortijos y fincas cultivadas de lírico e idílico verdor.

      Habíamos comenzado la jornada a las ocho de la mañana, andado hasta mediodía catorce kilómetros, y no sé por qué sospechamos de la existencia de caravanas, chozas, o infraviviendas, en el entorno. Decididos a peinar la zona y satisfacer la curiosidad de ver las caras de los jornaleros pobres que hacían del campo un Edén, tomábamos un respiro además de un trago de agua, descansando a la sombra de un sauce gigantesco, un gigantesco sauce plantado en medio de la huerta en la que recogimos cebollas de cosecha tardía que, al cortar con afiladas y puntiagudas albaceteñas, nos hicieron llorar a lágrima viva.

      El padre Cirilo, sin alejarse un momento del asunto predilecto, combatiendo con áspera dureza y espíritu inquebrantable las teorías de un sacerdote anglicano catastrofista como Malthus, discurría tratando de cimentar la hipótesis de que las reservas marinas bastan para mantener a la población humana en permanente crecimiento. Complicada la multiplicación de los panes y recursos tradicionales o artesanos, el sacerdote dominico daba por hecha la multiplicación de los peces en las profundidades oceánicas, y en cantidades inagotables y astronómicas; a su juicio el antiguo y bíblico “Creced y multiplicaos”, antagonista pertinaz del postmoderno control voluntario de natalidad que asomaba las orejas por los Pirineos, debía consolidar nuestra confianza en el porvenir. Un chorro de riqueza natural en estable regeneración al alcance de la caña, maná biomarino gratuito y previsor, cuerno de oro y bendición perdurable, o regalo de Dios, aseguraba el negocio a la especie humana y elegida que por aquellos días, si la memoria no me traiciona, andaba ya por las tres mil millones de copias, alcanzaría los siete mil en 2010, rebasaría los ocho mil seiscientos en 2030 y, si los pronósticos sociológicos acertaban, redondearía diez mil millones  en el año 2050. Y auguraban las conjeturas, amenazando,  un aumento poblacional superior en las zonas sometidas a mayores calamidades y hambrunas en continentes completos.

       La lección de optimismo y confianza sin reservas en la letra bíblica, contrastaba con las lágrimas abundantes derramadas por nosotros, y parecían explicarse por el efecto de las cebollas sin descartar la razón del sexto sentido, hurgando y removiendo entrañas, o poblándolas de juiciosos titubeos. Recuerdo todavía que al hilo de aquel optimismo del padre Cirilo, Carmelo Cordero me abordó en voz muy baja y me dijo:
     -Maldía, tengo un tío que emigró hace algunos años a Francia y asegura la superioridad   pragmática de “comer pocos para comer mucho”.  Imagínate  que Malhtus tenga razón y el crecimiento geométrico de la población amenace los recursos alimenticios del planeta a corto plazo… ¿qué comeremos entonces?
      No tuve tiempo de responder porque  finalizaba la pausa y nos separamos en dos grupos; el padre Cirilo junto al primero, subiría arroyo arriba por el margen derecho, en tanto el resto capitaneados por mí, Máximo Maldía, lo haríamos por el lado contrario hasta encontrarnos a la altura de un puente distante a un par de kilómetros.
     -Maldía, procurad llevar un ritmo moderado, sin deteneros –me dijo el fraile.
     –¡Comprendido! ¡Así lo haremos! –prometí consensuado con el grupo.
    Doscientos metros después de separarnos, y en la primera oportunidad, astillábamos el palo del reciente compromiso, frenando en seco. ¡Para eso están las promesas! En un recodo de espesísimo arbolado, cruzó nuestro camino un señor entrado en años, un viejo curtido por el sol y el aire próximo a los sesenta o quién sabe cuántos años. Rubio entrecanoso y vestido de chaqueta negra, camiseta a rayas de cuello alto, y canotier de paja sobre la cabeza, con anchas cejas, nariz aguileña, barba rala, ojos claros, ligeramente encorvado y delgado como una espátula, aquel hombre llevaba un libro en la mano izquierda y en la otra mano un garrote. Le abordamos, accedió gustoso a nuestra solicitud y tuvimos con él cumplidos de entendimiento entre andarines desocupados. Ojeadas discretas de todos nosotros apostaban por conocer el título del libro, semioculto por los dedos, que barajábamos entre “El Decameron” de Bocaccio, o “La legión de los condenados” de Sven Hassel, y resultó tratarse del: “Diccionario filosófico” de Voltaire, título y autor desconocidos para nosotros y que nos hubieran dicho lo mismo de estar escritos en caracteres chinos. Por lo demás, y aunque nos recordaba por su atuendo la imagen de Carpanta, descartamos su condición de indigente, pues un libro en las manos y además de notable el volumen, a nuestro criterio, hacía pensar en otro estatus. Se nos hacía cuesta arriba imaginar a un pobre gastando dinero en libros, y aún más difícil que al darle noticia de nuestra estancia en la Universidad Laboral estudiando con dominicos, nos hiciera esta pregunta:
     –¿Los dominicos pertenecen al Clero Secular o al Clero Regular?
     Nos miramos boquiabiertos los unos a los otros, sin articular una sola sílaba. Instantes después confesada nuestra ignorancia, se interesaba por nuestro conocimiento de personalidades de la Orden de Predicadores como Vicente Ferrer, Francisco de Vitoria, Meister Eckhart, Giordano Bruno,  Melchor Cano, o Savonarola.
       –No los conocemos de nada, no nos suenan –respondimos de nuevo sorprendidos.
       –¿Estudian ustedes con dominicos sin prestarles una mínima atención? ¡Vaya, no es posible! –Se extraño el viejo–. ¿Tampoco conocen a Bernardo Gui, Enrique Lacordaire, Antonio Montesinos, Domingo de Soto, Tomás de Cantimpré, o Frangipani?
        –Debe de estar usted equivocado, esos dominicos no están en nuestro colegio, ni en la Universidad Laboral, de lo contrario estaríamos al tanto, –respondió Carmelo Cordero, para proseguir–: mire usted, puedo enumerarle una lista de cincuenta dominicos, pero que se llamen Montesinos, Soto, o Frangipani… descártelo.
      –¿Y si cito a Torquemada, Bartolomé de las Casas, Tomás de Aquino, o Alberto Magno… los reconocerían? –insistió machacando en hierro frío.
      –¡Sí! A los dos últimos sí, San Alberto Magno, y Santo Tomás de Aquino, son santos muy antiguos –respondió Carmelo Cordero con suficiencia.
      –¿Qué más? –preguntó el viejo.
      –Nada más –respondió Cordero asumiendo haber tocado fondo.

     El viejo mencionó a aquellos u otros intelectuales y filósofos, juristas, científicos, matemáticos, políticos, poetas y músicos, herejes confesos y santos de la cepa dominica, cuya existencia ni habíamos sospechado antes. Acto seguido, acompañado por nuestra parte de gestos permanentes de asentimiento, en un intento vano y desesperado de disimular nuestra escasa ilustración, oímos embelesadas historias de enorme intensidad sobre aquellas lumbreras dominicas. En competencia consigo mismo, a ritmo frenético y triturando las palabras, su manifiesta erudición eclipsó todo deseo de oposición en más de una hora de discurso por su parte, y de admirada escucha por parte nuestra. Seguidamente en obligada atención, pasó el buen hombre y extraordinario conversador, a interesarse por las inquietudes y preocupaciones que nos habían llevado hasta  allí.
      Fresco y lenguaraz, Carmelo Cordero, alma buena de afinada sensibilidad, entró al trapo asegurando con atrevimiento cercano al suicidio que, nos movía algo así como el descubrimiento de la pobreza en las cercanías.
      –¿Y qué harían ustedes de encontrarse por aquí con un pobre? –preguntó el viejo disolviendo la sonrisa y crecido en curiosidad.
     –Pues mire, –resumió Carmelo– le haríamos comprender que le compadecemos.
     –Entonces están muy atareados las veinticuatro horas del día, van por la vida compadeciendo sin descanso, el mundo está lleno de ellos –respondió sarcástico.
      Por un instante, creímos elegida la opción del silencio tras de la breve respuesta, pero erramos en la apreciación, el hombre miró de soslayo la bolsa portada por los compañeros, que solían hacerse cargo de la intendencia en la que tintineaban las botellas de vino, y continuó golpeando directo al mentón:
      –¿No les parece incongruente enseñar a beber agua, y… beber vino? –Hizo una pausa esbozando una sonrisa de media luna que nadie interrumpió, y arremetió dejándonos fuera de combate–: ¿Piensan en redimir a los pobres, o en aconsejarles aceptar y gozar la pía, beata, envidiable y santa miseria?
      –Los pobres por fortuna no están apegados a los bienes materiales del mundo, pero tienen el privilegio de ser libres –corrigió Carmelo Cordero con nuestro  beneplácito.
      –¡No hombre, no! Me parece usted un alumno adelantado, pero su hipótesis es muy romántica y beata, aunque más falsa que un duro sevillano. El pobre no goza de ningún privilegio, es un perdedor… ¡Nunca es libre, sino un siervo allá donde vaya!
      –Pero pienso yo que… –comencé diciendo antes de que me interrumpiera el viejo:
     –Déjese de monsergas amigo…  quienes proclaman el ascetismo moral y la pobreza, como ideales, que se los apliquen a sí mismos. ¡Que vivan la pobreza de verdad, y después que hablen! ¡La pobreza, el hambre, el sufrimiento, la enfermedad, la vejez… son el único Satanás… el único!
      Yo no olvidaré aquellas palabras por muchos años que viva. Tampoco olvidaré la impresión de que, acorralados entre la espada y la pared, humillados, e inexplicablemente torpes, mascullamos respuestas ambiguas, en un completo guirigay. Sólo nos faltó decir aquello de: “No daremos peces a los pobres, les enseñaremos a pescar”. Y creo que en su interior, el viejo reprimió tentaciones de recomendarnos la lectura del libro de Voltaire que llevaba consigo, porque en un momento determinado su índice de la mano derecha señaló la cabecera de la portada con su título, antes de la incorporación del cura Cirilo, que vestido con chándal azul marino, a la vista de nuestra pérdida de tiempo, había vuelto sobre sus pasos, y con su grupo, resuelto a conocer el motivo de nuestra tardanza. Simultáneamente el viejo abandonaba el lugar, y andados en línea recta, no menos de cincuenta metros con largas zancadas y sostenido ritmo, se detuvo unos segundos, giró la cabeza y nos deseó con firmeza tuteándonos y levantando la mano:
      –¡Espero que tengáis suerte en la búsqueda de vosotros mismos!
Nos quedamos de piedra mirándonos unos a otros, comprendiendo, más sin atrevernos a articular palabra, lapsus que cerró Abel Marchamalo, proponiendo al cura Cirilo unificar los grupos para seguir la misma trayectoria en dirección al puente.
      Reiniciada la marcha, la conversación giró en torno a la personalidad del viejo, o  de los resultados de nuestra parca intervención,  emitiéndose opiniones contrarias. Lo de siempre: unos afirmaban que era la encarnación de Belcebú, y nos habíamos defendido bien ante él; otros que era un sabio ante quien no habíamos dado la talla. En esos momentos, andando a buen ritmo yo encabezaba la expedición,  me pisaba los talones el padre Cirilo a quién la curiosidad no dejaba vivir y acabó ganando el espacio que nos separaba, preguntándome:
      –¿Pero bueno, de qué hablabais con ese hombre, Maldía?
      –Nos preguntaba por dominicos célebres, o por sus obras.
      –Habéis sabido responderle… supongo que habéis sabido hacerlo.
      –Supone bien, le hemos dado una buena lección de historia. En definitiva, se ha llevado de nosotros una impresión muy aceptable.
      –¡Concretando! –sugirió el padre Cirilo.
       –Por ejemplo: Abundio Marchamalo ha defendido las ideas de Santo Tomás de Cantimpré, por su españolidad. Lo ha dicho así, textualmente, del modo en que lo repitió Abel Marchamalo, antes de la exposición sobre la figura y méritos de San Bernardo Gui; ya sabe usted que Abel es mejor estudiante que su hermano Abundio…
      –Pues han tomado cartas mal barajadas, ninguno de ellos alcanzó la santidad, ni eran españoles. ¡Muy mal! En fin, no quiero ni saber la cantidad de disparates que ha podido decir la pareja, dejémoslo… ¿No ha intervenido Carmelo Cordero, con lo que le gusta hablar? –preguntó el fraile.
       –Cordero… Cordero… Carmelo Cordero ha centrado el discurso en San Agustín, también por la lógica de la nacionalidad española y castellana vieja, claro.
       –¡Ya, ya me echaré yo a la cara a Carmelo! San Agustín era africano, y no fue dominico. Murió en el siglo IV, los dominicos todavía no existíamos, y España tampoco. ¡Quién iba a decirlo de Carmelo! ¡Se ha lucido, mira!
      –Así es, y podría haber cometido más errores de no haber sido interrumpido por mí, al introducir el tema de Giordano Bruno. Digamos que ésa ha sido mi aportación. El viejo no creía que supiera tanto sobre el personaje, y ha tomaba apuntes con un lápiz admirado de mi elocuencia.
      –¿Qué le has contado de Giordano Bruno, Maldía?
      –Bastantes cosas, sin olvidarme hablar de los milagros que hacía. ¡Menuda reputación la de Bruno!... ¡Menuda reputación!
      –Cuenta… cuéntame Maldía… vamos a ver, ¿qué milagros?... ¿qué reputación?
      –Tengo entendido, –dije casi tartamudeando y perdiendo fuelle– que fue un santo dominico que podía estar en dos sitios simultáneamente… que levitaba… y cosas así.
       –¡No hombre, no! Bruno fue un dominico condenado por la Inquisición. Un apóstata convicto y confeso de herejía, blasfemia, e inmoralidad... tú le confundes con San Martín de Porres… Lo digo siempre… ¡no se os puede dejar solos!
      –¿O sea, que Giordano Bruno no fue Papa en el Renacimiento, no fue santo y mártir, no fue rey, no hacía milagros…? –insistí, inmerso en completo desorden mental.
      –¡Qué Papa, ni qué milagros, ni qué martirios y santidad, ni que puñetas, Maldía! ¡Giordano Bruno ni siquiera creía en los milagros, o la santidad! ¿Se puede saber de dónde han salido tantas majaderías y tan bien tramadas? ¿¡Es que me quieres volver loco, Máximo Maldía!?
      –Bueno en realidad, nos lo ha contado el viejo –me sinceré descubierto.
      –¡Se burló de vosotros el prosélito conjurado de Voltaire!
        –¿Voltaire… ése quién es? –quise saber sacando provecho a la oportunidad y recordando el libro que llevaba el viejo.

        –Un apóstata contumaz. Y no sé qué haría en vida para figurar en la actualidad en el Panteón de los Hombres Ilustres de París, como el personaje más importante de la historia de Francia.