domingo, 13 de julio de 2014

¿LA CASA ENCANTADA?

     Mi nombre es Inocencio Primero, y viví la infancia entre padres, hermanos y abuelos maternos, en una casa de corte clásico y residencial de una ciudad castellana. Una mansión y heredad familiar de sólidos muros de granito, elegancia arquitectónica o carácter burgués y ecléctico diseño, construida a principios del siglo XIX,  que pasa por ser la mejor casa de la población. 



     Bastantes años mas tarde y tras la muerte de mis abuelos, mis padres la alquilaron al ayuntamiento, y fue  destinada a sede de los Servicios de la Policía Municipal, un  grupo con más de un  centenar de hombres que se instalaron allí en breve espacio de tiempo. La excelente ubicación de la residencia, en el centro urbano, mejoraba las prestaciones y reducía los costes del servicio, pero cinco meses después la policía la abandonaba por supuestas razones de seguridad; razones silenciadas a la opinión pública, aunque conocimos al detalle por boca de los mandos de la unidad. Se nos aseguró que la casa estaba encantada: poblada de espíritus que hacían la vida imposible a los agentes municipales, en especial durante las noches en las que, increíblemente, algunos funcionarios habían sido obligados a rescribir el parte de incidencias, al dictado, o puestos en posición de firmes a lo largo de toda la jornada. Así mismo se nos confirmó que tal fuerza misteriosa había incendiado los archivos documentales; amontonado los coches oficiales en los garajes;  hecho desaparecer las armas de fuego encontradas después en los retretes; llenados de excrementos los ceniceros sobre las mesas de los despachos… y otras mil barbaridades.

     Todo aquello repetido una, o cien veces, carecía de sentido común, y no podíamos concederle ningún crédito; se trataba de historietas sin pruebas, disculpas que ocultaban intereses inconfesables, o argumentos de quienes poco habituados al uso de un edificio señorial, merecían habitar ordinarias y sucias dependencias cuarteleras. 


     Tras el abandono de la casa, por la policía, y en fechas casi inmediatas, violentó la puerta un numeroso grupo de okupas contra los que mi familia comenzó, de inmediato, a interponer querellas judiciales. Se preveía una larga espera a la resolución del caso, porque los okupas presentaban documentos falsos, pretendidamente firmados por mis padres, que permitían su estancia por un plazo de cuatro años. La situación requería de una enorme paciencia, y la tuvimos, e incluso nos personamos los primeros días en la residencia para rogar, a los ocupantes, consideración con el continente y contenido de la propiedad, obteniendo de ellos la promesa de hacerlo, unida a la consabida defensa de su honor: “Nosotros no tenemos dinero, pero sí respeto a lo ajeno”.

     La estancia de los okupas, contra todo pronóstico, fue breve. Dos meses después abandonaban la propiedad un día de finales de enero, a primeras horas de la mañana. Huidizos y esquivos lo hacían sobrecogidos, espantados, y con la cara desencajada tras haber soportado terroríficas noches de insomnio, dignas de rodarse para una película de terror psicológico. Aprovechada la oportunidad de hablar con algunos de los más representativos, no he olvidado aún sus gestos de desagrado al recordar el trato recibido por lo que  llamaron “la aparición”, ni el estado de nervios calamitoso que se manifestaba en su tartamudeo traumático. ¿Era un producto de la imaginación el incesante movimiento de cadenas; la aparición de insectos, serpientes, y ratas emitiendo espantosos chillidos; o la dantesca y desesperante imagen, de murciélagos crucificados, reflejada sobre las paredes?
 


     Mis padres, dejándose arrastrar por prejuicios habituales contra esas nuevas hornadas que tienen a gala llevar un estilo de vida extravagante, no creyeron una sola palabra de lo escuchado. Los okupas, preocupados de ser tachados de cobardes, por la vecindad, se abstuvieron de hacer públicas sus vivencias. Y por lo que respecta a mí y mis hermanos, el fundamento de todo aquello tenía origen en el consumo de alucinógenos, o sustancias alienantes; en cualquier caso no pudimos reprimir la satisfacción de verlos salir a todos y cada uno, con sus pertenencias a la espalda.
 

     Unos días después, adecentada la casa, que por fortuna no sufrió desperfectos reseñables, fue alquilada a una sociedad anónima, que abrió una clínica odontológica de alto nivel, con gran difusión publicitaria, tecnología avanzada con ocho salas saturadas de aparatos quirúrgicos, un quirófano para sortear situaciones de emergencia, un extraordinario laboratorio, e innumerable equipo de odontólogos y cirujanos maxilofaciales.
 

     La historia se repitió.    
     Vinieron a denunciarse fenómenos paranormales, en su interior, con nuevas variantes. De aceptar como buenas las anomalías contadas por especialistas y personal auxiliar o administrativo, “la aparición” intervenía interrumpiendo el fluido eléctrico de la clínica en los momentos más inoportunos,  llevaba a cabo actos vandálicos como incendiar las papeleras, u obstaculizar la intervención quirúrgica de los profesionales haciendo desaparecer, puntualmente, los productos y herramientas más necesarias.
 

     Para entonces mis padres me pidieron que tomara la iniciativa, y accedí a su deseo solicitando el encuentro inmediato con el director de la clínica. En la entrevista me acogió con amabilidad, y expuso las quejas que habían llegado hasta él, asegurándome que abandonarían la casa si no se resolvían. Yo le hice ver la conveniencia lógica de inspeccionar la instalación eléctrica en su totalidad, incluyendo los instrumentos clínicos,  y puse en evidencia que todo un equipo de universitarios y científicos, se dejara atemorizar por legendarias mitificaciones populares, el ocultismo y la hechicería, como si se tratara de vulgares aldeanos medievales. Después le pregunté:
 

     – ¿Ha vivido usted, personalmente, alguna de las fantasías de las que me habla?
    
Sinceramente, y hasta ahora… ninguna –me respondió.
     
Doctor, su actitud le honra. Yo le ruego que juzgue por lo que ve, y no por lo que oye –dije lacónicamente.
 

     El sentimiento de vergüenza ajena enrojeció la cara del director, responsabilizado de la falta de racionalidad del equipo a sus órdenes. Acto seguido mantuvimos un  fructífero diálogo, realizamos un largo análisis, y basados en razonables sospechas urdimos un plan secreto para capturar al manipulador, o manipuladores, acordando mi presencia al día siguiente, a lo largo de toda la jornada laboral de la tarde-noche en que, supuestamente, habría de producirse cualquier extrañeza.    
     Aparecí por la clínica y ocupé discretamente el lugar convenido con el director, el mejor para pasar inadvertido y observar: un rincón acorazado y carente de luz, provisto de un cómodo sillón y pantallas de video que ofrecían imágenes de todas las salas del edificio. Aquella noche no sucedió nada reseñable y hube de abandonar la clínica a la hora de su cierre diario, las once. Pero decididos a llegar hasta el final, persistimos en el propósito durante los siguientes cinco días, el último de los cuales y producto de un aburrimiento insoportable comencé a rememorar la historia de mi infancia. Y con la infancia, evocaciones entrañables que me unían al edificio familiar. 
 

     Probablemente no había pasado por aquella casa nadie con más carisma que mi abuela, –pensé, y proseguí abstraído en mis recuerdos:
 

     Mi abuela fue una mujer apasionante de atractiva personalidad, carácter extrovertido e inquieto, y medida arrogancia no exenta de una pizca de frivolidad, perteneciente a una familia tradicional que decidió aceptar su reclusión  en un convento siendo adolescente. Ya internada, y ayudada de la dote, mi abuela se situó en una excelente posición ganándose la confianza del claustro, y tomó hábito, votos de pobreza, castidad y obediencia, sin que tuviera la convicción plena de una vocación tan firme, porque solía decirnos que ese modo de vida, respetable, no la hacía más útil sino más inútil, y más infeliz. El caso es que todavía muy joven mi abuela, una noche en la que los fuegos artificiales de la ciudad entretenían a las internas que miraban absortas por las ventanas, se fugó  ayudada por el confesor,  -mi abuelo- con el que contrajo matrimonio tras vivir algunos años en barraganía, o en concubinato, que diría un canónigo.
 

     Pero este esbozo de aparente y donjuanesca traza, con despertar mis recuerdos, ni entonces ni hoy me hubiera movido a tomar  un folio en barbecho y llenarlo de texto. Hay algo más que contar. Mi abuela, acostumbraba a sorprender a sus nietos con la revelación de conocimientos asombrosos, o a llamarnos la atención con historias insólitas. Parecía haber nacido para ejercer un matriarcado dinámico, y sus actos abarcaban de lo curioso a lo inverosímil: desde adivinar la carta que al azar guardábamos en algún bolsillo, el vaticinio del futuro que esperaba a cada uno, el desplazamiento de objetos con la mirada, o la práctica de ejercicios físicos que acababan al  tenderse y levitar a un metro de altura sobre el suelo y ante nuestros ojos atónitos, en mi abuela todo era posible… porque todo es posible para la imaginación, que glorifica y exagera las acciones de una personalidad irrepetible. Los nietos del clan familiar, sin excepción, hubiéramos jurado entonces haber visto a la abuela salir volando por una ventana y entrar por otra, o así se lo pareció a la excitable inocencia de nuestra infancia. Existían no obstante pruebas de una capacidad poco común para hacer de lo extraordinario, algo cotidiano: mi abuela predijo y dejó escrito en el testamento firmado ante notario, el año, el día y la hora en la iba a morir, una década antes de que tal hecho sucediera como consecuencia del tiro mortal que recibió proveniente de la pistola de un atracador, cuando esperaba ser atendida en una ventanilla del Banco Central. Semejante capacidad ha sido envidiada por todos sus sucesores, conscientes de su dotación de facultades paranormales, producidas por un gen recesivo y en consecuencia remiso en sus manifestaciones como fenómeno hereditario…
 

     Interrumpí de forma abrupta las elucubraciones, alarmado por la anomalía técnica detectada en uno de los  monitores. La pantalla recogía la imagen de la sala número 4, situada en el fondo norte de la planta, que comenzó a desdibujarse, aunque al corregirse de inmediato pude palpar con mis propios ojos un fenómeno singular: el espectro de una figura humana, empujando al odontólogo, vestida de raído sayal con los pelos tiesos como leznas y mirándolo a través de los párpados cerrados, de los que se veían salir destellos coloreados de una intensidad luminosa, tan potente, que atemorizó al dentista, quien huyó despavorido y preso de un ataque de pánico.
 

     A la huída del doctor, el espectro tomó en sus manos los instrumentos de cirugía bucal abandonados. Miró al paciente que entregado y semidormido sobre el sillón permanecía indiferente al cambio. Hizo una explícita inclinación de cabeza en señal de reconocimiento personal, y forzó la apertura de su boca dando comienzo a una intervención con indiferente frialdad.

     Sentí despertar a un mundo desconocido en lo más profundo de mí. Me habían bastado tres segundos para identificar “la aparición” como el fantasma de mi abuela, y recordé la leyenda que ella ordenara grabar sobre el dintel de la puerta, y que aún permanecía legible:
“Esta casa no es un monumento de piedra inerte, tiene alma”.
Me puse en pie. Abrí la puerta violentamente y salí gritando, como un poseso, en dirección a la sala número 4, en la que el paciente dormido ya estaba en sus manos. Un apagón inmediato, supuestamente producido por un oscuro origen, obstaculizó mi marcha. Tropecé con mobiliario y algunas personas en la recepción, o con otras alteradas y desorientadas en el pasillo. En el espacio sembrado de espectacular confusión  que hube de atravesar en el último tramo, valiéndome de los codos, alguien detuvo mi marcha, agarrándome del cuello, y escapé después de maldecir, injuriar, y propinarle con la rodilla derecha un golpe preciso entre las piernas. Y por fin después de cruzar la sala de espera, desembarazado de trabas, proyecté mi cuerpo contra la puerta cerrada de la sala número 4, que se resistió en el primero y segundo intento, pero no soportó el tercero al astillarse y abrirse escandalosamente.
 

     Se hizo un silencio absoluto en la sala de espera porque en la contigua número 4, abierta a la fuerza, la luz eléctrica permanecía encendida, y permitió a todos los presentes ver, alucinados y con la boca abierta, desvanecerse al fantasma de mi abuela atravesando la pared.
 

     El paciente permanecía sentado y  ausente bajo los efectos de la anestesia, impasible e ignorante de la experiencia que acababa de vivir. Apoyé mi mano izquierda  sobre su cabeza, y con la derecha retiré los alicates dentales sujetos entre sus labios. El paciente esbozó una sonrisa formal de reconocimiento enseñando involuntariamente su cavidad bucal, y pude observar las consecuencias desastrosas de la intervención:
¡Ni un solo diente en su lugar! Habían bastado dos minutos de reloj para que el fantasma de mi abuela, le extrajera todas las piezas de los maxilares superior e inferior… ¡completamente sanas!
 

     Anonadado reaccioné a la presión de la mano que se posó sobre mi hombro izquierdo, y que pertenecía al director de la clínica, quien me preguntó:
 

     –¿Ha visto usted la imagen del fantasma filtrándose en el muro? 
     –¿Qué fantasma?  –respondí al instante.