domingo, 27 de septiembre de 2015

EL HOMBRE Y LA VIDA



        La vida es un escaparate de atractivos inacabables, un viaje de apasionantes aventuras para la conciencia, los sentidos y el sentimiento; la vida es una hoguera de emociones que sólo puede apagar un intenso sufrimiento, o la desesperación, y… el hombre un activista incansable de la ambición de vivir, su  militante incondicional. 



       El hombre es un ser cercado por las necesidades y ávido de bienestar, a quien la religión sedujo haciéndole creer en otra vida sin final después de la muerte: una existencia sin preocupaciones, sin desvelos, sin dolores, sin enfermedad ni responsabilidades ni trabajo, una existencia  sin nada que se oponga a la felicidad... ¡un imposible! Empero acostumbrado a desconfiar de  promesas que la observación no verifica, y ante la muerte de un ser querido, lejos de asumirla como un premio  es recibida con la indisimulada tristeza que no pueden ocultar las mentes más profundas, ni las más seguras por su ingenuidad o su fe.

        Es decir, muy a pesar de la creencia en la inmortalidad, la experiencia y la razón inclinan al creyente a celebrar la superación de la enfermedad con un victorioso corte de mangas, en  la convicción de que mientras hay vida hay esperanza. De la misma forma quienes tienen al bien por divisa, proclaman la salvación de vidas  como la más alta misión humana, y es entendido así  porque lo amado apasionadamente  es la vivencia de la realidad: ¡Esta vida… y no otra!  


        ¡Esta vida, cuyo sentido es aplazar su final, conservarse a si misma… vivirse!


        De aquella manera lo entendía un pueblo culto y seguidor del Dios verdadero, como el judío, que escribió el Antiguo Testamento donde no hay vestigio alguno de la esperanza de la inmortalidad, y en numerosos pasajes asegura la caducidad de nuestra existencia amartillando la idea de que, eres polvo y en polvo has de convertirte. Para entonces los judíos confiaban en ser gratificados por Dios, en pago a sus virtudes, con incontables años de vida. En los Salmos, se estiman en 70  los años que un hombre puede vivir, pero el lector sabe del mito de Matusalén premiado por Dios, y que envejeció hasta cumplir casi 1000. Tal ficción corona un rosario de esperanzas reveladoras de la condición soñadora del animal humano; desempólvese la Biblia, que para algo adquirimos encuadernada en piel y nunca leímos, abrámosla por las primeras páginas, capítulo V del Génesis. Y tomemos nota:


         Adán vivió nada menos que 930 años, ¡una barbaridad! Y la serie ininterrumpida de sus descendientes no desmerece en la comparación. Su hijo Set cumplió 912, su nieto Enós 905, su bisnieto Cainán 9l0, su tataranieto Malalael 895 y los sucesores de  la saga, a los que no sé como denominar, recibirían parecidas compensaciones: Jarec 962 años de vida y Enoc 375, pero le sucedieron el longevo Matusalén alcanzando los 969, Lamec el esotérico número de 777 y Noé, fin de la serie, al que debemos agradecer adelantarse al Diluvio Universal construyendo el Arca, y reprocharle que introdujera en él incluso pulgas de la peste y otros insectos venenosos, vivió 950 años.


         Pero a budistas, persas, egipcios, babilonios y otros pueblos pareció menor la gesta del mito judío o sus privilegios, y pensando que 1000 años no es nada, inventaron… ¡la inmortalidad! Y la concibieron, sin duda, para satisfacer los oídos de las gentes sedientas de quiméricos anhelos, y atemperar la crudeza de una realidad hostil e incontrovertible.


         En nuestro ámbito geográfico y cultural, la esperanza en la inmortalidad, cuya genealogía dejamos en manos de los eruditos, se extendió promovida  por la filosofía griega y las creencias religiosas, hasta el punto de acaparar todas las atenciones y convertirse en dogma de fe por obra y gracia de la Iglesia. Para entonces la vida llegó a creerse un valle de lágrimas, o un periodo exclusivo de prueba de nuestras bondades y preparación para la muerte. Los sufrimientos, la mortificación o la obediencia dieron en tomarse por  carísimos méritos que abrían las puertas del más allá, y países como España o Italia  hicieron de sus calles  itinerarios permanentes de pecadores arrepentidos, y flagelantes, que exhibían el dolor voluntario… o el éxtasis gozoso del sufrimiento.

      Entonces cundió el temor a pagar caros los pecados sin purgar, acongojando no tanto a los libertinos vividores y nobles acostumbrados a gozar hasta reventar, como a los hombres de bien, vulnerables y tímidos, plebeyos y humildes perdedores cuyos delicados escrúpulos morales son la soga que les ata a la noria. Se agudizó el miedo a la muerte presta a ajustar cuentas con los humanos y devorarlos, revestida de llameantes e infernales garras, y no de paz, y se exigió a las gentes fe y dedicación  basadas en el terror al castigo y no en la conciencia moral. 


          Entendido aquello, no ha de extrañarnos la convivencia de dos sentimientos que se apuñalan entre si, en un mismo individuo: 


El de la esperanza en el más allá, legada  por la educación,  la tradición, el medio ambiente y la familia,  depositada en la Conciencia, y que  puede cambiarse.

Y el depresivo temor a la muerte y la nada, tallado a fuego en el profundo e innato Subconsciente, que no puede cambiarse.


         A lo largo del proceso de laica culturización de los últimos siglos, este segundo sentimiento ha ido ganando terreno y reduciendo la confianza en la inmortalidad, apoyándose en la razón científica y en los procesos neurobiológicos que, desmienten la persistencia de la conciencia individual, o de la memoria y  las facultades intelectuales en un cuerpo sin tono vital. O lo que es igual, se imponen sabiduría y  experiencia profundizando en la negación de toda probabilidad de vida  allí donde faltan sentidos y sensaciones. 


           En otro orden de cosas, se ha puesto en cuestión el deseo de vivir más allá de lo razonable si la calidad de la vida, o la felicidad, son ausencias sentidas o se malvive, y tales premisas han favorecido incluso la actitud de los partidarios de la eutanasia, que celebran con arrogancia y sensatez la despedida de la vida, echando mano de la máxima castellana que dice: 


          ¡Ahí te quedas mundo amargo! 

          Pero la discusión sobre las hipótesis que hemos expuesto hasta aquí, se prolongaría interminablemente, sin que se alcanzaran acuerdos entre oponentes apoyados en la fe, o la razón y la experiencia. Me propongo, pues, terminar dejando a la consideración del lector, y amante del librepensamiento, cuatro perlas cultivadas que despertaron mi interés desde hace mucho tiempo, y de utilidad para la disputa:




          La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte, reconocía Xavier Bichat, pero Sólo la muerte es inmortal, dejó dicho con una originalidad innegable Lucrecio, nada menos que veinticinco siglos atrás. Bastaría una reflexión desapasionada para que nos alineáramos con ellos, y la conciencia de que  la vida es vehementemente codiciada por los hombres, no por otra cosa que por su extraordinaria brevedad.  Es el hambre lo que hace comer hasta reventar, y es la sed de vivir la que multiplica la esperanza ansiosa de prolongar lo que se acaba. Lo expresa mejor que nada la siguiente y escatológica afirmación popular, que lamenta la brevedad de la existencia y el degradante panorama de bajezas morales, que espanta o hiede al buen gusto:


         La vida es como el palo de un gallinero, corta y llena de mierda. 


         Y Ortega y Gasset, con la intención de templar afanes desproporcionados, reflexionaba sobre los excesos del enfebrecido deseo de vivir por vivir a cualquier precio. Hacía memoria de las servidumbres, y la monotonía a que nos sometemos. Y a sabiendas de que la vida es mitad placer, mitad rosario de penurias encadenadas, nos dejaba esta apreciable sentencia producto de la conciencia del sufrimiento: 


         La vida eterna sería insoportable.