domingo, 10 de agosto de 2014

LA FELICITACIÓN DEL DIRECTOR



     Finalizaba el curso escolar. En los pasillos del colegio se movían numerosos padres y madres, que en grupos o individualmente esperaban ser  recibidos por  profesores, jefe de estudios u otros responsables o personalidades del colegio. Se palpaban las preocupaciones, y el murmullo era generalizado y progresivo. El director salió del despacho presto a recibir a los siguientes padres de los alumnos destacados, y sin cerrar la puerta preguntó a la pareja más cercana a ésta, haciendo una introducción exculpatoria oportuna y útil a sus propósitos:

     –Disculpen mi torpeza. ¿Son ustedes los padres de Leocadio…?


     –Así es… pero nuestra intención no era molestarle innecesariamente señor director. Su tiempo es sin duda más importante… –respondió el padre del alumno.


     –Por favor… amigo, –replicó el director– es un placentero deber personal e ineludible dedicarles cuanto espacio sea oportuno. Los ratos que mejor empleo son los que les brindo a ustedes, o a  los jóvenes como su hijo. 

      –Nunca habíamos pensado en dirigirnos a usted, pero…

      –Sepan que han dispuesto de mi atención a lo largo del curso escolar, y dispondrán de ella cada vez que les apetezca, aún cuando su hijo haya desaparecido del colegio.



            Dicho eso, el director extendió ambos brazos para estrechar la mano al varón de la pareja, y correspondió a la mujer besándole la mano y con una sonrisa inacabable. Acto seguido hizo pasar al matrimonio a su despacho haciéndole sentarse, en ambos sillones, junto a la mesa que presidió inmediatamente.      


     –Miren, –prorrumpió el director del colegio jugando la carta de la familiaridad– en España la educación está abandonada por ambas partes: padres y profesores. La crisis de la educación en este país no es otra cosa. Pero una verdad tan simple la asumimos muy pocos, por ello y durante el año invitamos a los padres de los mejores y más brillantes alumnos… una minoría distinguida e inteligente que puede comprendernos.
     –Contará siempre con nuestro aprecio, señor director, porque no ignoramos que, si bien a los padres nos preocupan los resultados académicos de nuestros hijos, a los profesores lo que les preocupa es el sueldo… –dijo el padre del alumno con sentido gesto.

     –Es como usted dice. Escasea la vocación en los enseñantes. Y de algo más carece la educación española. Fíjense en un detalle: en China, un encuentro como éste tiene lugar tres veces a lo largo del curso, y el mismísimo presidente de la nación envía una carta de felicitación personal a los estudiantes más destacados de todos los centros de enseñanza secundaria, en su último curso, deseándoles que la carrera universitaria que van a iniciar la terminen con la misma fortuna. Esas son las costumbres que no se aplican en España y este colegio estima de conveniencia obligatoria. Ahora, díganme… Les he invitado a visitarme para felicitarles de viva voz. ¿Hay alguna duda que yo pueda disipar en este mismo instante?


     –Siempre las hemos tenido, señor director, especialmente a lo largo del bachillerato y pensando en el examen de  Selectividad Universitaria… –respondió la esposa.


     –Por favor… por favor… ustedes deben hacer cualquier cosa menos preocuparse por Leocadio, un aventajado discípulo que pasará la prueba con toda seguridad y con nota. ¡Se lo prometo! Se trata, efectivamente, de un joven de expediente poco común y recursos intelectuales modélicos, pero que da muy poca importancia a los resultados inmediatos.

     –Nos preocupaba… si somos francos debemos confesarlo, nos preocupaba…

     –Les entiendo, –se adelantó el director– en el hogar los padres pedimos demasiado a los hijos, de ahí su indisciplina y aparente desentendimiento de los estudios. De no encontrar en ellos la resistencia natural, que se opone a nuestras pretensiones, nosotros les exigiríamos sin medida. En realidad su conducta es consecuente. Tengan muy presente, a partir de ahora, lo que voy a decirles. Leocadio no necesita competir en el seno familiar, ocupa un lugar determinado que no va a perder en ningún momento. No tiene que demostrarles nada. Es aquí, en el colegio, donde por ser uno entre tantos alumnos está obligado a presentarse como rival de sus compañeros… y vaya si lo hace bien, es intratable como competidor… el número uno.


     –Le hemos visto muy rebelde –hizo notar el padre, alisándose la corbata.

     – Los padres tenemos la impresión de que los hijos nos sustituyen por amigos, y forman su propia tribu. Yo les aconsejo que dejen desenvolverse a Leocadio en libertad; no le sometan más que a muy suaves insinuaciones, porque su hijo responde muy dignamente al nivel de su procedencia y está orgulloso de ello… ¡No esperen que se comporte como el típico hijo de la clase media al que hay que darle lecciones de moral, e inculcarle la falaz  idea de la importancia de los mediocres!... ¡Sería horrible! Sin duda se trata de la época en que busca su propia identidad, es decir, el momento en que reivindica la personalidad que siente brotar del subconsciente, y a la que de no defender, firmemente, no permitiría consolidarse. 

     –Nos tranquiliza señor director. Su seguridad es la mejor garantía que se nos puede ofrecer –agradeció la señora removiéndose en el asiento.


     –Me alegra serles de provecho. Y siento no hacer el mismo papel con los padres de los dos mil alumnos del colegio, porque son demasiados. Atiendo sólo los casos brillantes por sus expedientes, aquellos que pasearán en el futuro el nombre de este centro, y para bien de su prestigio.

     –Suponemos que tendrá casos difíciles a los que es mejor no mirar.
     –¿Quiere decir… perdidos? Les voy a hablar en confianza y cuento con su discreción. Entre nuestros alumnos hay desde genios a zoquetes de neuronas atrofiadas. E intentamos impartir una educación personalizada porque del chopo no sacaremos madera para elaborar un mueble de estilo, ni es posible hacer del oso de peluche un verdadero plantígrado. Naturalmente estamos obligados a seducir a los padres con promesas falsas de progresos imposibles, porque abonan tarifas muy elevadas, pero… ¡la inteligencia no se aprende ni se contagia como las enfermedades, ni del grasiento sin nervio se forja un levantador de piedras! ¡Otra cosa es que algunos ingenuos crean en el milagro de la educación, y nos paguen lo que se les pida como si fuéramos taumaturgos!

     –Conversar con usted es reconfortante, su realismo ha despertado nuestra conciencia. Créame si le digo que advertí siempre a mi esposa que, éste, era el mejor colegio al que podíamos enviar a nuestro hijo.

     –Creo reconocer mi labor en sus palabras. Ustedes me comprenden y saben de las razones justificadas para enviar a su hijo a nuestro centro.

     –La primera es que estudian en él hijos de apellidos ilustres –reconoció el marido.

     –En efecto es así y  me satisface, porque entre nosotros, amigos míos… ustedes han llevado su apellido por el mundo entero con un orgullo encomiable. Su antiguo escudo de armas relumbra como el sol, y son la alternativa del futuro al marasmo social a que nos condenan los sistemas democráticos. Pero díganme qué puede esperarse de un insignificante y vulgar pérez… un martínez… un rodriguez… un domínguez… gentes del montón nacidas para obedecer, blandas y sin historia, que si alcanzan el éxito lo publican como si hubieran llegado a la Luna.

     –También ha favorecido nuestra opinión que, este colegio, lo frecuenten familias adineradas –terció la esposa mirando significativamente al marido.

     –Naturalmente… señora. A este colegio no vienen pobres y nos sentimos orgullosos de ello; acogemos a hijos de triunfadores, no de fracasados, aunque el dinero produzca resultados aleatorios. El dinero como el nombre, da apariencia o forma con frecuencia sin fondo; permítanme algún ejemplo. Tenemos un alumno de nombre brillante como Aristóteles, de notas académicas patéticas; un patético Filomeno de resultados brillantes; dos Leocadio: El primero es el hijo de ustedes, un tipo lúcido, ágil, de actividad intelectual frenética incomparable, un superdotado nacido para ser servido y dar órdenes. El segundo representa la oposición a él… un indolente y pedante jovencito, rústico, sin virtudes y de encefalograma plano, un animal sin ambiciones por designios genéticos de imposible solución… Y sin embargo todos son de condición económica solvente.

     –¿Y a qué causa debiéramos atribuir las diferencias? – inquirió la señora.

     –A la tradición familiar y su categoría ancestral… el señorío no se compra con dinero, la clase está en la cuna en que se nace y tiene un viejo legado transmitido de padres a hijos por sus apellidos; por el contrario los nuevos ricos, casi siempre, dejan mucho que desear… En fin, –prosiguió el director del colegio dando síntomas de agotamiento del temario, y apremiado por el tiempo– no sé como repetirles que me honran con su visita, estoy a su entera disposición… y...


     –Pues bien señor director, no le entretenemos ni un segundo más… Nos marchamos satisfechos. Ha sido para nosotros estimulante la oportunidad que nos ha regalado, y apremiantes sus opiniones y consejos –dijo el esposo levantándose decididamente y abotonándose la chaqueta.


     –¡Enhorabuena! La satisfacción es mía, Señores De Aquitania-Aquitania… y les ruego que se pasen por secretaría para recoger las notas de final de curso que les entregarán solícitamente –correspondió el director del colegio tomando la iniciativa de acercarse a la puerta del despacho y reclinar ceremoniosamente la cabeza, facilitándoles la salida.


     –Disculpe, señor director, no somos los Señores De Aquitania-Aquitania, sino los García… los padres de Leocadio García y García…


     –¿¡Qué me dicen!?… ¡madre del amor hermoso! –dejó escapar, inevitablemente, entre dientes el director del colegio dejándose arrastrar por una emoción bochornosa.