viernes, 10 de mayo de 2013

La muerte en tres cuentos célebres (1)

Vivo de lo que los demás mueren.
Miguel Angel
 
     Permitidme hacer una breve presentación de lo que va a ser una serie corta.

     Cuando la realidad se niega a satisfacer nuestros deseos y necesidades psicológicas más irracionales, contamos con recursos a nuestro alcance, como los cuentos, capaces de paliar sus efectos o contrarrestarlos.
Fábulas y sueños imposibles seducen tan apasionadamente que pueden vivirse como hechos en propia carne, aunque es poco probable que no dejen un residuo de insolente incertidumbre… una duda.
 
Los cuentos infantiles aderezados de violencia, crueldad, lobos o brujas, y tal vez para endurecer tiernas conciencias, finalizan premiando a los protagonistas con deslumbrantes, merecidos y felices paraísos. Por el contrario, los cuentos para adultos adornados de los encantos del pesimismo razonable, son un relato para estoicos o amantes de la sobriedad, hacen cavilar y… sin duda preocupan. Lejos de sumergirnos en reinos fantásticos y más respetuoso con la verdad y la condición mortal de los hombres, los cuentos para adultos fabulan aproximándose a la vida tal como es, sin añadidos edulcorantes, y de forma inasumible para quienes necesitan vivir de cuentos infantiles.
 
     De las tres historias seleccionadas en esta oportunidad, la primera llegó hasta mí contada verbalmente. De la segunda tuve noticia leyendo un libro editado en España en los primeros años sesenta del pasado siglo. Y la tercera se la debo al cine. La memoria selectiva que desecha con frecuencia exitosas publicaciones anunciadas a bombo y platillo, se ha ocupado de que estos relatos permanezcan incrustados en el lugar donde se alojan las emociones inquietantes, y acostumbro a ponerlos como ejemplo de la importancia que para nosotros tiene la ficción.
 
     Hoy entraremos en materia de la que suele hablarse con recelo y desconfianza, cuando no con falta de valor, olvidando que el atrevimiento de humanizar a la muerte, o hablarle de tu a tú, sin prejuicios y echándole coraje, favorece el desenvolvimiento de una vida sin temores. A quienes conocéis las historias que traeré aquí, no os dirán nada nuevo, pero os recordarán que no estáis solos. A quienes no las conocéis, prometo que relatadas sin precipitación, son un recurso de última hora para avivar una velada entre amigos cuando amenaza declinar, si bien reconozco mi responsabilidad en los errores que pudiera producir la forma en que desde esta página llegan al lector.
 
ALÍ, EL SERVIDOR FIEL
     Me lo transmitió de viva voz mi amigo Talay, un hombre de base multicultural, de vuelta de todo, hijo de madre china y padre turco, del que os he hablado ya en otra oportunidad. Lo protagoniza Alí, asistente de un hombre rico, en Las mil y una noches, la colección de leyendas y cuentos anónimos, trágicos y desproporcionados, religiosos, cómicos o eróticos, de amores atormentados e introducidos en la colección entre los siglos IX al XVIII, cuyo origen en la India, Arabia o Persia, todavía se discute, y que se han ganado la inmortalidad.
 
     Cuenta una historia de corte fatalista inspirada en los inexorables designios del destino, movidos por una cadena de acontecimientos que determinan el suceso. El determinismo o la fuerza de lo inevitable, de raíces culturales milenarias, ha sido tratado con el mismo énfasis por la literatura occidental, o por medios artísticos como la música, que en sinfonías como la popular y arrebatada 5ª de Beethoven, no cabe imaginar con mayor y categórica rotundidad, pero a la singular y apasionada efervescencia oriental le caracteriza un sello exclusivo que petrifica al lector.
 

     ALÍ, servidor fiel y diligente de un acaudalado visir de Nasiriyah, acudía por costumbre al mercado de la ciudad, donde adquiría cuanto demandaba la exigente despensa de la residencia de su señor. Una mañana cualquiera y apenas recién llegado al lugar, requerido con halagos desde todos los rincones del bazar por el linaje de la casa en que servía, andaba nuestro hombre de uno a otro lado eligiendo las mejores y más caras viandas, a la medida del exótico gusto del señor, o el capricho antojadizo de sus concubinas, cuando creyó oír tras él pasos inoportunos y aliento de un cercano observador. ¿Intuición o percepción? De formulársela, no hubiera sabido responder a la pregunta, pero le abrumaba la sensación de que alguien replicaba sus movimientos, marcando ritmo y compás con la solidaridad que lo hacía su propia sombra. Entretanto un vendedor le reclamaba:
 
–¡Alí, hoy tengo el mejor caviar iraní… no pierdas la oportunidad de complacer el paladar de tu amo!
 
–Mira esos odres con los mejores salazones para los bolsillos más exigentes –le invitaba un segundo mientras regateaba con un comprador.
 
–¡Aquí Alí, aquí! –le gritaban perfumistas, especieros, artesanos, vendedores de alfombras y textiles, o de alimentos frescos, en cada uno de los puestos del bazar.
 
Alí, ya no prestaba atención a las ofertas, obsesionado por la impresión de ser vigilado, no escuchaba. Se dirigió a la parte con mayor densidad de compradores en el bazar, donde se arremolinaban y confundían las gentes gritando para ser oídas, aceleró la marcha y escondió la cabeza entre los hombros aprovechando igualmente su baja estatura para pasar desapercibido, y anduvo zigzagueante rompiendo trayectorias naturales sin lograr su objetivo de desorientar al seguidor. Abandonó el recinto devorado por un nerviosismo incontrolable, y tomó una angosta y retorcida calle. Se cruzó con una joven provocadora de irresistible y tentador atractivo, un ciego que demandaba auxilio para ser conducido, o un niño que rogaba limosnas a las almas caritativas, a los que no vio, y retornó al bazar por el mismo camino, consciente de haber perdido la orientación.

Ya en el interior, dominado por la inquietud, tropezó repetidamente con curiosos y compradores, hasta que un rayo de lucidez le urgió a elegir entre olvidar el asunto o saciar la curiosidad despejando la duda. Empujado por el sufrimiento antes que por la necesidad de desafío, se paró, contó hasta tres y recitó algunos versículos del Corán que no aliviaron su malestar. Giró sobre sus pies ciento ochenta grados a la espera de enfrentarse al extraño, y al descubrirlo, sintió congelarse la sangre en sus venas: La Muerte, escrupulosa e impecablemente vestida de negro y tocada en la cabeza de turbante rojo, severa, le miraba absorta e insistentemente a los ojos.
 
No medió palabra alguna, y Alí no lo pensó un segundo. Dejándose arrastrar del miedo, arrojó sobre el pavimento el cesto semivacío, y abandonó el bazar a tanta velocidad como le permitían las piernas. Minutos después llegaba exhausto y preso de angustia a casa de su señor, al que reclamó para contarle atropellada y desordenadamente la amarga experiencia, expresando a continuación el deseo irresistible de dejar la ciudad, y alejarse del acecho de La Muerte.
 
–¡No debo perder un solo instante! En virtud del libre albedrío, está en mis manos someterme a la animosidad del enemigo, o revelarme y protegerme de sus acechanzas.
 
–¿Y qué harás con ese fin?
 
–Alejarme cuanto pueda de esta ciudad. ¡Huir!
 
–¿Adónde?
 
–Saldré sin pérdida de tiempo y tomaré el camino de Basora; a la puesta de sol estaré atravesando sus puertas.
 
Su señor, compasivo y espléndido, consciente de las sublimes abnegaciones de que fuera capaz Alí, y lleno de gratitud por los servicios que recibiera en largos años de trabajo, no dudó en ofrecerle alimentos suficientes para el viaje, oro con el que vivir cien años, el mejor caballo de la cuadra recién herrado, un alazán purasangre de temperamento y prodigiosa rapidez, y un arma de fuego cargada de plomo para defenderse de los salteadores de caminos.

Después de la precipitada partida de Alí hacia Basora, el visir, instigado por una dominante y curiosa tentación, pensó en andar el mismo camino y adquirir los productos que aquél no había comprado. Llegó pronto al bazar, y moviéndose entre el gentío que a su reconocimiento despejaba el terreno con saludos de respeto ceremonioso, la suerte que nunca hubiera esperado tener le detuvo también frente a La Muerte. Erguido, conforme a su condición de hombre mundano y rico, maduro y aplomado, no permitió que un solo músculo de su cara reflejara sus inquietudes, y dirigiéndose a La Muerte queriendo saber, le preguntó:
 
–¿Es verdad que hace apenas una hora, al encontrarte con Alí, mi mejor servidor, le has mirado enrojecida de ira?
 
La Muerte, disculpándose, aclaró enseguida no haberse hecho entender:
–No debo nada a los hombres ni despiertan emociones en mí. No me alteran los mortales. No he mirado a tu asistente con ira, sino con frialdad… como miro a todos los humanos, entre los que no hago diferencias.
 
–¿Acaso, más que con frialdad, no habrá sido tu intención el desprecio y la amenaza?
 
–Ni desprecio ni amenaza. No he exteriorizado ni un solo gesto al encontrarlo aquí.
 
–Entonces, ¿por qué la profunda alteración de Alí… dime, por qué?
 
–No lo sé. Le he mirado sin alterarme, aunque en la intimidad confundida y desconcertada, porque esta noche tengo con Alí una cita en Basora.
 
Mariano Martín S.E.