domingo, 30 de septiembre de 2012

Cuentos célebre de animales (3 de 3)

El hombre es el animal que está 
un milímetro por encima del mono, 

y un centímetro por debajo del cerdo.

                                                                                                                                     Pio Baroja


DEL TERCERO de los cuentos desconozco al autor y no tengo memoria alguna, pero debe de haber sido llevado al papel. De manera que en tanto algún amigo me remite su texto, lo rescribiré como suele hacerse con frecuencia en este género literario, contribuyendo así a su difusión. El cuento pretende enriquecer e ilustrar una vieja idea, el conocido aforismo del filósofo griego Jenofantes, que postula:

Si los toros creyeran en Dios, le pintarían con cuernos”

El pensador griego presuponía que si los animales tuvieran la capacidad reflexiva acreditada por el animal humano, se afirmarían en la misma y equívoca percepción egoísta, que hace atribuirnos a los hombres el privilegio de ser espejo donde todo se mira, o epicentro exclusivo y meritorio de atención: niño en el bautizo, novia en la boda, cadáver en el sepelio, o verdugo y hacha en el patíbulo.



Veinticinco siglos después de la muerte del pensador griego, al autor de la ficción que traemos hoy a esta página, le anima idéntica intención que al filósofo: poner de relieve el antropomorfismo de la divinidad, valiéndose del viejo ardid de la humanización de los ratones. Y todavía podemos ir más lejos; la idea de que lo Divino y lo Humano son una sola y misma cosa, la extendió Hesioto veintisiete siglos atrás, y no ha perdido vigencia desde que sentenciara “Vox populi, vox Dei”, para disgusto y desautorización de emperadores, reyes y generalísimos, que con las armas en la mano  defendieron su derecho a gobernar por designio divino. En el fondo se amparaban en la sentencia de Jenofantes repetida cada generación una y mil veces, con muy distinta intención, ansiando sino en el fondo sí en la forma, ganarse el marchamo de originalidad. Ciorán, por ejemplo y casi ayer mismo, nos dejó el siguiente aforismo coreando la misma letra:

“Toda versión de Dios es autobiográfica. No solamente procede de nosotros, sino que es asimismo nuestra propia interpretación”.

Relatos como el que a continuación vamos a contar, que hemos leído reducido a una paráfrasis de veinte palabras, ilustran el principio de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, sostenido por el presocrático Protágoras de Abdera, Aristóteles o Voltaire: algo es bueno o malo, admisible o rechazable, grande o pequeño, porque en una consideración subjetiva e interesada, -y con torpeza- lo medimos con escala de proporciones humanas. Y aún más. Cada individuo aplica a los valores universales más sublimes, las referencias particulares más banales e insípidas, reduciéndolos a la condición de domésticos obedientes al servicio de sus miserables e insignificantes conveniencias: “Gracias a Dios he encontrado el cepillo de dientes”. El Ángel de la Guarda y Conseguidor, asignado al agraciado, le parece a éste de muy baja condición y con tan mala prensa como el Inspector de Hacienda, al que en consecuencia, y galleando si no le faltara valor, debiera rechazar con buenos argumentos: 

“Los impuestos que debo pagar los acordaré directamente con el Jefe de Gobierno… ¡fuera intermediarios!”  



Acaparador y aventajado utilitarista, en una maniobra de distracción imperdonable, cada hombre puede hacer el milagro de que lo Absoluto se ocupe de sus nimiedades y bagatelas más infames, mientras le hace olvidar necesidades tan inaplazables, dramáticas y fundamentales como detener el progreso galopante de la metástasis de células tumorosas que, sistemática e implacablemente sanguinarias, martirizan hasta devorar cada día a miles de seres humanos inocentes.
Una cultura milenaria inculcada por especialistas consagrados a la misión de enseñar a los hombres, casi desde su nacimiento hasta la muerte, aún no ha sido capaz de imponer el sentido común, -si es que tal sentido existe- sobre los instintos más primarios. Un fracaso.


-El ombligo del mundo-
ENTRE EL CAMPO y la ciudad, nacidos en un agujero inadvertido para sus enemigos, crecían dos ratoncillos que habrían de madurar física y síquicamente antes de atreverse a compartir el peligroso mundo exterior. De los adultos, que alimentaban y cuidaban a los pequeños ávidos de sensaciones, aventuras y deseos de vivir, recibían oportunas enseñanzas, posibilitando la pervivencia de la especie y el entendimiento entre sus miembros, e incluían lecciones de moral que a los roedores bien nacidos, permiten distinguir entre lo bueno y lo malo, lo superficial, o lo trascendente, lo importante y lo accesorio. A la educación de la conducta, se añadirían las creencias transmitidas de generación en generación, de que ocupaban el mejor espacio y gozaban la suerte de la mejor tierra, el ambiente más propicio, las hembras más hermosas, o el queso más exquisito. Y escucharían de labios de mamá, la fábula atribuida a Esopo, y su moraleja a favor del medio agrario frente al mundanal ruido de la ciudad: “Más vale una vida de modesta paz y sosiego que todo el lujo del mundo lleno de peligros y preocupaciones”. Y de su padre, la advertencia del probable peligro de una visita a sus feudos del monstruo agresivo e infernal, al que no llamaba lobo, sino: gato.

¡¿Gato?! –interrogaron exclamando los pequeños, a dúo.
Un bicho tan perverso como el búho, horroroso y con ínfulas de independencia. Cazador ágil, y carnívoro, dotado de notable olfato y afiladas zarpas, con frecuencia sordo, dormilón por antonomasia, y sin embargo, merodeador nocturno y explorador a la búsqueda de oportunidades a la garra. Toda la actividad, amabilidad y perseverancia que sobra a la hormiga, le falta al gato: felino de salón, asesino despiadado que a nosotros nos ha declarado la guerra sin cuartel, y huye cobardemente del perro como de la muerte. Lo veréis como doméstico lacayuno de brujas y magos en fiestas orgiásticas y lujuriosas… no se pierde un aquelarre; a ese parásito vividor, refugiado a cada momento en el sol que más calienta, no le avergüenza ser un oportunista y desgraciado acólito servil del hombre –abundó el ratón, padre de familia.

Papá, ¿quién es el hombre? –inquirió el más crecido de los hermanos.

 –¡Un mastodonte! El más salvaje, cruel y peligroso entre todos los animales, el rey del caos ordenado, dotado de las determinaciones suficientes para cambiar el equilibrio ecológico del planeta, haciéndolo irrespirable e imposible de habitar…

¿Trabajan? –interrumpió el benjamín.

Algunos y con poco provecho… ¡trabajan hasta la extenuación! Otros se abstienen de hacerlo aunque sean los que mejor viven… No lo parece, pero este animal gregario, con el gato y los de nuestra especie, tiene muchas cosas en común, incluidas las enfermedades: es un simple mamífero. Los ratones le burlamos con facilidad, y en la ciudad vivimos en libre albedrío enteramente a su costa. El hombre no es consciente de su insignificancia, y no sé por qué se cree tan inteligente. ¡No lo sé!

¿Cómo le distinguiremos de cruzarnos con él? –se interesaron.

Miradle las extremidades superiores, las maneja bien y cuenta con cinco dedos en cada una, uno más que nosotros, aunque el más pequeño de ellos no le sirva para nada. Tened en cuenta el color de la piel: hay hombres blancuzcos, negruzcos, amarillentos… carecen del color “gris ratón” envidiable y aterciopelado, distinguido, aristocrático y vistoso, que nos hace estéticamente únicos. Y ¡atención!: envuelven su cuerpo con trapos de distintos colores, sin orden…



¿Por qué, de colores? le cortaron.

Lo ignoro, aunque supongo que por envidia del camaleón. Dejadme continuar…. el pelo les cubre la cabeza en forma de bola, andan torpe y lentamente sobre dos patas, gorjean para entenderse entre sí, y honran a sus congéneres después de muertos, aunque los vilipendien y difamen a lo largo de la vida… Son animales extraños, altivos y verticales, que cuando no pueden mandar sobre otros, se compran un perro.

¿Podemos llegar a entenderlos?

Sí, podemos llegar a entender lo que piensan, son tan grandes que lo evidencian gestos y movimientos de su cuerpo. Pero nos resulta incomprensible saber por qué juran o prometen una cosa, piensan otra distinta, y a la media vuelta contra todo pronóstico, hacen la contraria. ¡No son de fiar! Carecen de los méritos suficientes para que depositemos en ellos nuestra confianza, aunque lo intentan haciendo creer que proceden del  rancio y noble linaje  del mono.

En fin, en la formación de las criaturas, contaba el adiestramiento práctico para adaptarse a la realidad, o reconocer a los amigos y los enemigos. Tampoco, y conforme al pragmatismo conveniente, faltaban supercherías y prejuicios preponderantes en el mundo de los ratones, cuya inteligencia para las ciencias exactas, o las especulativas, calificaríamos los hombres de rudimentaria e instintiva, o sin pies ni cabeza.

Una noche sin luna, amparados por los consejos maternales, los ratoncillos se aventuran a salir de la ratonera protegidos por la oscuridad, con decidida intención de conocer el entorno y respirar aire limpio. Dos pasos adelante y uno atrás; la cautela en el movimiento se corresponde con el precavido temor a lo desconocido, y el contacto entre ellos, caminando muy juntos, produce una indispensable sensación de mutuo y solidario amparo. Apenas franqueada la puerta del seguro habitáculo, en la que cuelga un rabo de gato porque proporciona buena suerte, con los sentidos despiertos, la emoción dibujada en la cara, y pleno el sentimiento de libertad, miran hacia arriba y descubren el espectacular manto infinito de puntos brillantes que titilan incansablemente. Reconocen lo que ven: el largo y ancho firmamento desde donde las almas incandescentes de los ratones muertos, iluminan la noche.

Ha prometido mamá que, en las próximas noches, nos acompañará para identificar a nuestros abuelos entre las luces  más brillantes le dice un ratoncillo al otro señalándole las estrellas.

En el aire, sin esperarlo y como salido de la nada, algo extrañamente veloz atraviesa el campo de visión de los pequeños roedores, que atónitos, con los ojos de para en par, prestan atención absoluta. Parece un ser vivo en trajín aleteador,  surca la oscuridad en imaginativo y quebrado movimiento describiendo rápidas, gráciles, indescriptibles y arriesgadas parábolas sobre sus cabezas, y es un murciélago. Fascinados ante la inesperada aparición de un ratón al que adorna el privilegio sobrenatural de volar, irradiando entusiasmo los ratoncillos corren hasta el interior del hogar, mientras con entrecortada voz gritan desaforadamente, y palmean locos de contentos:

–“¡Un ángel, un ángel!… ¡Mamá, mamá, hemos visto un ángel!”

domingo, 9 de septiembre de 2012

Cuentos célebre de animales (2 de 3)


¿Volverá otra vez ese tiempo en el que no temíamos a las utopías?
                                                                                                                    Elias Caneti.

EL SEGUNDO cuento seleccionado tiene un sentido moral,  la importancia y belleza de su mensaje le hace inmortal, y su texto ha de buscarse en el libro sagrado de los musulmanes: El Corán. Supe de él hace ya muchos años por un buen amigo de nacionalidad turca, rasgos orientales y de nombre Talay, que era cristiano para vestir, cosaco para beber, confucionista para pensar, musulmán de nómina, e interdisciplinario de costumbres.

 Hijo de madre china, y diplomático turco de Anatolia Central destinado en Madrid, Talay tenía a gala confesarse relativista por educación, y de exquisitos y afectivos sentimientos tan a flor de piel, que era incapaz de molestar a una pulga aunque ocupara su cama. Vegetariano naturista convencido, Talay padecía un conflicto personal que dirimían su razón y su estómago, aunque bebía con prudencia todo cuanto ponían a su alcance, desde agua mineral hasta alcohol isopropílico. A él escuché exponer, un día cualquiera  tomando té negro en un vaso de cristal en forma de tulipán, la duda de si los elementos vivos más insignificantes de la naturaleza, tienen, o no tienen conciencia de si mismos, y decir parafraseando a Elias Caneti, que si en consecuencia, aplicáramos el respeto a la naturaleza que nos inspiran los sentimientos, deberíamos de comer y beber, llorando.

He recordado siempre a Talay haciéndome ver las semejanzas y diferencias de las culturas distintas, y lo que es mucho más importante, las ventajas de seguir al pie de la letra leyes no escritas: las que están impresas en los pliegues del subconsciente individual y el subconsciente colectivo, allí donde los valores éticos y naturales, libres de los condicionamientos de la tradición o la educación, e independientes de los intereses ideológicos, nos igualan, hermanan, y brillan con luz propia. Así se expresó el día que aposté por saber un poco más de lo que dejaba ver a simple vista, cuando todavía a falta de la confianza en el trato que más adelante fui adquiriendo, ataqué frontalmente el discreto cerco en que se envolvía,  preguntando sin permitirle evadirse:

Talay, has conocido de cerca y de primera mano varias doctrinas, un privilegio envidiable y poco común, que  permitiéndote elegir, posiblemente te haga dudar.




¿Dudar o… estar más seguro? –alegó calculadamente vacilante–. Las doctrinas son casas de muchas esquinas, y las gentes suelen tomar de ellas sólo una parte, la más útil y ventajosa a sus intereses: la que necesitan. Por ello, más que en las doctrinas, busco las convicciones íntimas de los individuos que  se mueven desde  la jactancia de creerse en posesión de la verdad, al enfoque austero de pensar que la verdad es inaccesible.

Vamos al grano, no espero una respuesta compleja, mi pregunta no es tan complicada… ¿tú que eres?... Todo el mundo quiere identificarse con un ideal o con una denominación de origen, todos queremos ser algo…

Yo también quiero ser algo, y lo soy –me contestó Talay.

¿Qué?

Humano. Humano y responsable. ¿No es suficiente?

Sí –le dije yo supongo que sí.

 Después se explayó profundizando en el sentido que lo hacen las líneas que anteceden al diálogo, y no vienen mal a la introducción conveniente a este cuento. Y aunque supongo la literalidad de esta narración, alterada por la deformación producida en la transmisión oral, sin duda el sentido es fidedigno, y los textos entrecomillados, cabales.

                                         -La vida-
SE TRATA  de la historia que contara el profeta Mahoma del nómada perdido en el desierto, que exhausto y al borde del agotamiento, tras muchas horas de desorientación y temores, muerto de sed, llega al oasis que anuncia un cambio a su suerte. Reconfortado por la sola idea de encontrar el agua que calmará su ansiedad desesperada, acelera el paso los últimos metros al encuentro del pozo que divisa en la distancia, hasta correr. De un breve salto asciende al brocal del mismo, y desde allí valiéndose de pies y manos, desciende hasta el nivel del agua de la que se sacia generosamente antes de zambullirse y refrecarse, para subir después no sin esfuerzo y costosas artimañas, satisfecho y restablecido, sintiéndose un hombre nuevo.

Fuera del pozo se arrodilla, y tras de agradecer a la divinidad la suerte inmerecida de su auxilio, y confesar la necesidad perentoria de aliviar su hambruna, se encarama a una palmera datilera y recoge el fruto que introduce en la talega colgada al hombro, antes de sentarse a su sombra.

Se siente bien tras haber devorado los dátiles con placer y uno a uno; el sol sestea implacablemente abrasador, y apetece seguir descansando y dormir. Nuestro hombre estira las piernas, apoya la cabeza en el tronco del árbol, y a su espalda percibe un ruido que le hace saber que no está solo: el de la respiración agitada de un perro que extenuado y anémico, merodea sediento y con la lengua fuera, sin encontrar modo alguno de calmar la espantosa angustia. Removido por la compasión el hombre se levanta, hace descansar  la talega junto al tronco de la palmera, acaricia al animal al que con sus atenciones devuelve la esperanza, baja de nuevo al pozo, y valiéndose de uno de sus zapatos, asciende con el agua de la que el perro bebe hasta hartarse.

Llegado a este punto del relato, interrumpe a Mahoma un oyente que quiere saber, y pregunta:

“¿Maestro, tiene premio defender a los perros?”
A lo que, Mahoma, replicó conciso:
“Tiene premio defender la vida.






viernes, 27 de julio de 2012

Cuentos célebre de animales (1 de 3)

Sufrir sin quejarse es la única lección que debemos aprender en esta vida.
Blasco Ibáñez



 EL CUENTO  es el género literario más importante e influyente en la historia de la humanidad, porque su forma y brevedad es apto para introducirse bajo la epidermis de las  conciencias más primarias, y transportarlas más allá de la realidad. Un vehículo de apariencia frágil sin pretensiones, pero dotado de la solidez del todoterreno y la ligereza del ala delta; un arma de hechuras inocentes, simple como la daga y arrasadora como la bomba nuclear; un excitante avivador de fieras, o un somnífero para morsas y paquidermos. Generación tras generación, nuestros ancestros nos educaron con cuentos, y en multitud de oportunidades la ambición del narrador astuto y sutil, nos vendió gato por liebre, haciendo pasar cuentos por historia verdadera, ya fuera ésta sagrada y venerable, o profana y laica.

Ya adultos y adeptos a su formato, de la nutrida colección de cuentos heredada y suficiente para empapelar El Escorial dos veces, arrumbamos en el baúl del trastero muchos de los ellos, y nos entregamos a la lectura de otros, aquellos que renovaban nuestra sangre y demandaba nuestra sensibilidad devoradora e insatisfecha. De estos quiero hablar: de los cuentos, fábulas, narraciones breves y microrrelatos, que pesan en nuestro recuerdo con efecto demoledor, y que leídos de un tirón y en corto espacio de tiempo, impactados por su desenlace y ruptura radical, dramática, inverosímil o humorística, con frecuencia pusieron un punto final a la jornada, e impedido que iniciáramos otra lectura. En otras ocasiones y de distinto modo, no llegamos a verlos impresos en papel: los escuchamos de viva voz. En cualquier caso, los buenos cuentos exigen siempre tiempo para meditar, y aún siendo cierta su carencia de complejos nudos a deshacer, maltratan la conciencia, escarban el subconsciente, proveen de un sentido inteligente a la duda, y tienen el mérito bien ganado de enseñar y sembrar, sin adoctrinar, o la virtud de ayudarnos a despertar, y no a dormir.

En el fondo, e intencionadamente, los cuentos célebres de animales que me  propongo recordar aquí, solapan valores y sentimientos humanos, con instintos y conducta de los animales, y hasta abanderan una defensa a ultranza de la vida de éstos.  Y de ningún modo son ajenos a la sensibilidad del pensamiento animalista; han sido seleccionados pensando en el filósofo australiano de nuestros días, Peter Singer, controvertido alentador del movimiento que se ha hecho ver por las calles de Melbourne descansando sobre fardos de paja, y con un bozal cubriendo su rostro, en el interior de una jaula; el Peter Singer que ahonda en la teoría del utilitarismo de Jeremy Bentham, y su tesis de que los actos humanos deben juzgarse en función de la utilidad que tienen, es decir, según el placer que proporcionan o el sufrimiento que producen, y que dejándose llevar por la sensibilidad favorable a la vida animal, aplicando el principio de minimización del sufrimiento, concluye que: luchar por el derecho de los animales, es hacer a los hombres más humanos.

Conveniente a la brevedad, dejo aquí el preámbulo con que pretendo rememorar el primero de tres cuentos célebres de animales, que en mi cabeza desafían al olvido.

-Fidelidad e instinto-
EL ORIGEN del primero de los cuentos, a cuyo espíritu espero ser fiel, cuando menos pudiera remontarse a cinco siglos atrás. Debemos su divulgación a un escritor de culto al que se llamó “impío contumaz”: el valenciano y naturalista Vicente Blasco Ibáñez, quien lo versiona e incluye en la novela Cañas y Barro.



Relata la historia del pastorcillo que apacentaba cabras, y paseaba orgulloso con una serpiente enroscada al cuello, a la que en sus primeros días amamantó con leche recién ordeñada, y trató como a un ser humano. Por brujo tenían las gentes de la Albufera al muchacho, y por el mismísimo diablo, al ofidio al que llamaba Sancha, y en quien reconocían a su protector contra los reptiles que poblaban una densa flora selvática. La leyenda, endulzada con la mutua satisfacción en los juegos infantiles que alegraban sus horas, o la reciprocidad del reconocimiento de los valores que asienta las amistades sólidas, se pierde en el rumor persistente, inverificable y mitificado, durante los años de su ausencia.

Siendo el cabrerillo ya un hombre, corrió como la pólvora entre los habitantes de la Albufera la noticia de su estancia en el ejército, en la guerra, y en tierras italianas al servicio del Rey. Los ecos de su valentía en la lucha contra los enemigos del monarca, el rango militar alcanzado con acciones heróicas, o la fidelidad a los compromisos, hasta hacer de él una leyenda para algunos vecinos, y una farsa para otros, se emparejaron al misterio de su personalidad inabordable. Y nadie ocupó su lugar en el bosque; temerosos de las alimañas que lo frecuentaban, ningún rebaño osó campear por aquellas pestíferas lagunas durante los años en que anduvo alejado.

Un día en que agostaba el verano, y diez años más tarde, los vecinos vieron aparecer a un soldado. Botas robustas de caña alta y punta vertical, barba descuidada, uniforme castrense y paso marcial, le hacían difícilmente reconocible a las lugareñas semiocultas tras de las ventanas, pero era el pastor que regresaba ansioso por reencontrarse con sus mejores días, su entorno y añeja intimidad. Llegó hasta la llanura pantanosa donde en otro tiempo cuidara del ganado, y llamó a la serpiente como acostumbraba hacerlo con frecuencia en el pasado:

–¡Sancha! ¡Sancha!

 Le respondió el silencio, por ello recurrió al silbido agudo y penetrante, el último recurso, la contraseña de urgencia a la que el animal respondiera siempre. Al silbido le sucedió un ruido irregular, misterioso y prolongado, producido por el movimiento de la tupida maleza seca de los alrededores, que precedió a la aparición del reptil. El soldado, sorprendido de su enorme tamaño, dudó entre abandonar el lugar o esperar la reacción del animal, que pareció reconocerle, ascendió serpenteante desde los pies hasta su cuello, anillándose en torno al cuerpo, los brazos y la cabeza, y mirándole a los ojos frente a frente, exhaló su aliento.

¡Sancha, basta de bromas! protestó el soldado cada vez más angustiado por las caricias y la presión cada instante más firme de la bestia. ¡No he venido a jugar, suéltame!insistió claudicante y con un hilo de voz ante la indiferencia del reptil.

Días después, la Albufera se vestía de luto. Más veloces que el pregonero, las campanas del poblado en secuencia lúgubre, extendiendo el mensaje que al vecindario sonaba a muerto, doblaban con sombrío y melancólico ritual de honra fúnebre en series de doce badajadas. Las mujeres reunidas en apretados grupos, cuchicheaban y se hacían cruces poniendo en duda los méritos, las virtudes, y el respeto al dogma del difunto: “Que el Señor se apiade del alma de ese hereje”. Unos pescadores habían hallado el cadáver del soldado, decompuesto y triturado, víctima del irresistible instinto salvaje de la vieja amiga. 

domingo, 24 de junio de 2012

Animales (4)


LA BRUJA

soy el profesor de ciencias Sandalio Monteamargo Negrete, al que algunos de ustedes ya conocen, y hoy me trae aquí una misión distinta a la de impartir la asignatura, no por ello con intención menos científica. –Dijo dando por iniciada la conferencia tras desprenderse del abrigo de color verde lagarto, que dejó sobre el asiento, y extendiendo un libro sobre la mesa del estrado, con decenas de lengüetas de papel que separaban las páginas con subrayados, enunciados, apostillas o aforismos de interés para la ocasión, que leería más adelante.

 Había parecido imprescindible, al director espiritual del internado, que la formación moral de los alumnos en las últimas sesiones de los Ejercicios Espirituales del curso, la potenciara un profesor de ciencias en lo que respecta a la espinosa y peliaguda cuestión de la relación del hombre con el sexo, y  para ello nadie mejor que la prudente y medida contundencia del profesor de naturales, Sandalio, un cuarentón avanzado y de rostro severo, alto, conquense de origen, apóstol propagador y cruzado del conocimiento, con tan gran capacidad de comunicación y verbo, que merecía carta blanca para transmitir de viva voz, juicios y experiencias en materia tan delicada.

– Si alguien espera de mí una lección de moral al uso, se equivoca, –prosiguió el profesor– de manera que pueden ir archivando monsergas, que amenazan condenar al lujurioso con la perdición del alma, y penas de Infierno. Yo les hablaré de la antesala de ese abismo, de los castigos que padecerán en este mundo, pues si bien es cierto que “Dios ha puesto a nuestro alcance gratuitos, magníficos y simples goces, para impedir su disfrute a destiempo, la naturaleza nos mortifica con las consecuencias más dolorosas y sanguinarias: el Infierno en la Tierra”, –dijo mirando al libro de soslayo–. Lo sé, porque libros como éste, en la materia que hoy abordamos, lo enseñan y demuestran científicamente.

El profesor levantó la mano derecha exhibiendo el ejemplar, y moviéndolo con el brazo adelantado, haciendo un barrido de uno a otro lado, posibilitó la lectura de su título a todos los alumnos sentados en los asientos de la sala de conferencias. Se trataba de “Onanismo o el espantoso pecado de la autopolución”, escrito por un autor inglés de nombre Bekkers, médico de profesión, religión protestante, moralismo integrista, y editado en el año1710: una terrible y categórica advertencia que daba fe de las consecuencias provocadas por la masturbación masculina. El título estampado en letras bien visibles sobre la portada, unido a las últimas frases, hicieron temblar inconscientemente, tanto a los cercanos, como a los alumnos más alejados del estrado.

Les hablo desde la experiencia, la decencia y el sentido común. A los argumentos metafísicos y teológicos que en los Ejercicios Espirituales habrán escuchado, yo quiero añadir evidencias razonadas: el cúmulo objetivo e indiscutible de conocimientos de que nos provee la medicina. En la masturbación tienen el origen las mayores calamidades que un joven puede padecer. Entre ellas, no quiero privarme de citar las más importantes que descubriera el doctor e investigador Bekkers: “…trastornos estomacales y digestivos, inapetencia o hambre canina, vómitos, náuseas, debilitamiento de los órganos respiratorios, ronquera, impotencia y falta de libido, sensaciones dolorosas en la espalda, trastornos visuales y auditivos, mengua de las fuerzas físicas, palidez, delgadez, pústulas en el rostro, aminoramiento de las fuerzas síquicas y de la memoria, ataques de rabia, sabañones en los pies, idiotez, epilepsia, rigidez, fiebre y caída en la tristeza que puede llegar a inspirar el suicidio...” ¡La perspectiva no es posible imaginarla más espeluznante!

El profesor Sandalio cerró el libro e hizo una pausa; un entreacto calculado para estudiar la reacción de los alumnos, apreciada en la expectación absoluta reinante en la sala, donde se hubiera oído escandalosamente la respiración de una mosca. A la generalizada mudez que provocara su introito, reaccionó quitándose las gafas de concha, que limpió insistente y lentamente con un pañuelo, oteando desde sus dos metros de alzado los trescientos sesenta grados del entorno, antes de aplicárselas sobre la nariz para proseguir  el discurso reentrando en el tema sin preámbulos y  a degüello.

No crean en esa peregrina y extravagante idea que corre de boca en boca, e ignora la conveniencia saludable de guardar a cualquier precio la castidad: “Órgano que no se ejercita se atrofia…” es una aseveración falsa. Yo afirmo lo contrario, ¡los espermatozoides que se reservan son como los buenos vinos, ganan en calidad! Cierto es que el número de espermatozoides que produce el organismo humano en una vida, es muy alto, extraordinariamente alto, pero limitado o finito. Y cuanto antes comienza a consumirse esa energía, antes se agota. Es como si alguien dispusiera de recursos económicos para consumir tres panes a lo largo de una semana, y se los comiera el lunes.

Pese a la improvisación del hilo argumental, la respuesta de algunos sí, dispersos, con tibieza y a modo de rumor, dieron pie al profesor Monteamargo, que negaba amenazar pero amenazaba, para continuar alimentando el incendio con más carbón:
  El argumento a favor de este control de capital energético es simple y de carácter economicista. No hay más que dos alternativas a seguir, la de la Cigarra, o la de la Hormiga. ¡Dilapidar espermatozoides sin miramiento, o ahorrarlos avariciosamente! En sus manos está la decisión trascendente, que consiste en malgastar como las primeras, o reservar como las segundas, energías que precisarán mañana ––profirió inalterable, empujando las palabras con el cuerpo entero.

En aquel momento, algunos sofocados susurros comenzaron a recorrer el espacio de boca a oído, y el profesor interrumpió la arenga dirigiéndose a los alumnos, sin personalizar, y esbozando una sonrisa oblicua y atravesada.

Sí, digan…, pueden interrumpirme… no pasa nada, díganme…
Bueno, –alegó un estudiante– quería decir que el padre Félix nos dio una charla el martes pasado, y puso como ejemplo sobresaliente al que llamó rey de la selva: El Elefante, una bestia de larga vida que se aparea una vez cada dos años…, o cada tres.
Sí, en efecto improvisó el profesor con fingida naturalidad e inteligente oportunismo: El Elefante es un modelo paradigmático en economía de recursos sexuales, ha sido invariablemente el prototipo de la Iglesia por su austera y espartana autodisciplina, pero soy un científico, me rijo por patrones distintos; al fin y al cabo debemos a la ciencia el descubrimiento en laboratorio, y fehacientemente, de que la masturbación produce: “el reblandecimiento de la columna vertebral, la sequedad del cerebro y la producción de ruidos en el interior del cráneo, en un proceso, finalmente, letal”. En pocas palabras, la demostración empírica de la capacidad del placer solitario, para desintegrar o fulminar la anatomía humana. En último término, los científicos convergemos con las normas morales a las que mansamente debemos plegarnos.

Llovía sobre mojado, la originalidad era escasa, pero la exposición efectiva; para acosar al deplorable vicio de la masturbación, en la generación de los años 60, había ya dos mecanismos útiles: si la proposición moral no tenía la fuerza suficiente para doblegar la voluntad pecadora, tal vez la venganza que se tomaba la naturaleza por su cuenta y riesgo, despertara una conciencia puritana y represiva suficiente. Y para cumplir el objetivo, se valían también en el internado de dos soluciones paliativas: una dietética, la dosis diaria de bromuro per cápita y sin tiento, distribuida y mezclada con los alimentos en almuerzo o cena; la otra fundamentada en la razón administrativa  y contable de los espermatozoides.

Después, el profesor Monteamargo cambió de tercio, y habló de las enfermedades de transmisión sexual como espantosa antesala de la muerte, aportando una galería de imágenes fotográficas delatoras de la destrucción física del libertino reducido a escombros. Rostros deformes, amoratados y agujereados, purulentos y sangrantes, o narices carcomidas, labios infectos, ojos hundidos y rijosos, sexos llagados y repugnantes, le permitieron rematar aseverando que, “los organismos vitales del cuerpo humano, en un proceso calculado diabólicamente, son atacados por las enfermedades venéreas, sistemática e implacablemente, hasta su total e inmisericorde podredumbre”.

Conforme la clase avanzaba, como tomada al asalto a sangre y fuego por los cuatro jinetes del Apocalipsis, cundía el pánico en el aula, y encogían los cuerpos de los alumnos, quienes con la conciencia de ser campo de batalla de la concupiscencia, saldrían de aquel lugar espantados, arrepentidos, lívidos y pesimistas, reprochando a la creación no haberles asignado el papel de asexuados engendros, o aberraciones sin instintos, antes que despreciables humanos con debilidades.

Finalizada la conferencia, el profesor tomó el pasillo a grandes zancadas, y bajó los escalones de tres en tres hasta la planta baja, mientras miraba el reloj intermitentemente, sin demasiada confianza en que el tiempo encajara con sus compromisos. Salió del colegio, atravesó la plaza, y a punto estuvo de atropellarle una Vespa. Tomó la primera a la derecha, y dos calles más allá junto a la Fuente de Venus, y al volante de un flamante SEAT 600, le esperaba su amante a la que, antes de introducirse en el vehículo saludó sonriendo como un niño, y con un beso en la mejilla.

Cariño, llegas un poco antes de lo que esperaba, por una vez eres puntual.

Bueno, es que hoy he dado una clase atípica… no me ha sido complicado cumplir siendo breve… te aseguro que esos, no se la tocan, en un par de años, y… ¡no me olvidarán en el resto de sus vidas!

¡No me lo digas!… lo adivino, les has hablado de sexualidad.

En efecto. Debemos insistir, y formar una juventud de entereza moral a toda prueba. Modélica. No podemos consentir que aprendan de los malos ejemplos de la calle, que se combaten con métodos pedagógicos. El cine, la música moderna, el turismo y las influencias europeas en general, alteran y relajan negativamente, costumbres y tradiciones de nuestro país. Las autoridades son demasiado permisivas con la prostitución; los censores, con la radio, la televisión, o las publicaciones en papel; se habla de la liberación de la mujer y la píldora anticonceptiva… las españolas quieren adoptar la moda de la minifalda, importada de Inglaterra y que se ve en Torremolinos: ¡ese antro de perdición!… ¿Hasta dónde vamos a llegar a este paso, de no hacer distinguir a los jóvenes entre la libertad y el libertinaje? ¿Hasta dónde?

Por cierto, Sandalio, le interrumpió ella poniéndole el índice de la mano derecha, tiernamente, sobre los labios a partir de hoy debemos de fijar la cita en otro lugar, éste ya no resulta suficientemente discreto. Tengo la impresión de que no es casual, he visto pasar muy cerca y hecha una furia, a la bruja.

¿Qué bruja? –preguntó Sandalio Monteamargo Negrete palideciendo, sacudido y sobresaltado por la sorpresa,  mirando conmovido y preocupado en derredor.

¡Tu esposa! ¿Qué otra bruja conocemos, que poniendo precio a nuestras cabezas, ande a su caza y captura?


domingo, 27 de mayo de 2012

Animales (3)

SOIS ÁGUILAS CARROÑERAS




     –En resumen, colegas, –expuso Darío con la voz nasal que le caracterizaba– presumo estar en lo cierto. Controlo a media docena de clientes que frecuentan el puticlub, y bastante información suministrada desde el interior; son tipos económicamente bien dotados. Y como hemos debatido suficientemente, dejadme que os lo diga,  lo más ventajoso es dar el golpe un viernes. Quiero decir, mañana, no merece la pena demorar la fecha, cuanto antes mejor… ¿vale?
     –¿No convendría otro día de la semana? –preguntó Chema.
     –De ningún modo. Trabajo en la gasolinera los viernes, sábados y domingos por la noche, y de los tres, el primero es el de mayor afluencia. De entre los seis pájaros fichados, no menos de dos pueden contabilizarse cada viernes; los sábados y domingos la probabilidad es descendente… pura cuestión  estadística.

     A la proposición de Darío, los amigos Chema y Luis Bravo respondieron frotándose las manos. Desde algunos meses atrás venían planeando un golpe modesto, sin pretensiones de sacar grandes beneficios, pero “útil para probar fortuna en el arte de la expropiación forzosa”, le gustaba  decir a Chema.

     –De manera, –intervino Bravo– que debemos de traer la herramienta de que hemos hablado en otras ocasiones. Yo, la pistola… ¡ya sabéis!... el viejo va a resultar providencial, ha de servirnos de algo que yo sea hijo de militar de carrera. A ti, Chema, te corresponde aportar un par de barras de hierro; creo que esos individuos, no representarán ningún problema si disponemos de elementos de ataque contundentes.
     –¿Y tú? –preguntó Chema a Darío, cerebro de la operación.
     –No necesito nada, –respondió– pueden reconocerme porque algunas veces los he atendido en la gasolinera, la misión mía es controlar su salida desde mi puesto de trabajo, y llamaros por el móvil para que actuéis en el semáforo. Además me he ocupado de manipularlo; ocultos tras la cabina telefónica, en un instante lo pondréis en rojo para los automovilistas, y con un solo dedo. Con vuestra acción y las llaves de judo, como la pistola y las barras, nos sobran armas de combate para dejarlos sin dinero y sin coche.
     Al día siguiente, viernes, Bravo se enfrentaba al mayor problema. En tanto Chema recogiera de la furgoneta del mayor de sus hermanos, los tubos que éste empleaba en trabajos profesionales de fontanería, Bravo necesitaba tiempo y paciencia para hacerse con la pistola de su padre, guardada en alguna parte. Y esperaba una oportunidad suponiendo que debería encontrarse en el dormitorio principal, al que se accedía a través del salón, lugar casi siempre ocupado por alguno de sus padres.  A las nueve de la noche, el padre anunció que debía de marcharse al  cuartel por razones ineludibles, y dirigiéndose a su esposa abundó en lo que venía anunciando horas antes:

     –No os alarméis. Esta noche podríais escuchar el paso de coches de bomberos, u otros vehículos de los servicios públicos… o quizá circulen por la Avenida Calatrava… no lo sé. Haremos zafarrancho de combate en el cuartel… una simulación de atentado terrorista que comenzará entre las dos, y las seis de la madrugada, poniendo en marcha a mil hombres en colaboración con las unidades de socorro civil.
     –¿Siendo el coronel, desconoces la hora exacta? –preguntó la esposa.
     –El detalle de los ensayos de emergencias, lo decide la Plana Mayor un rato antes. Lo acordaremos en un par de horas… Luis, hoy tienes la oportunidad de ver algo interesante en el  cuartel,  yo en tu lugar no me lo perdería, ¡vamos, acompáñame!
     –No papá, no ha podido ser en peor momento, ¡lástima! Celebramos la fiesta fin de curso –mintió con habilidad y desparpajo.
     –¡Siempre que no andes por ahí haraganeando! –Refunfuñó el padre, y dirigiéndose a su esposa continuó–: ¡Proteges demasiado a Luis!… Si dejaras en mis manos a este holgazán…
     –¿Qué?... –preguntó ella.
     –Lo metería en el ejército, allí haríamos de él un verdadero hombre.

     De la conversación entre los viejos, Bravo sacaba importantes ventajas. La primera, que en breve y con la ausencia de su padre podía buscar el arma con tranquilidad; la segunda, que disponía de toda la noche para devolverla a su lugar sin que fuera advertida su falta.
Apenas abandonara el padre de Bravo el hogar, el muchacho pidió a su madre que le planchara la camisa estampada de flores, a fin de que se alejara del dormitorio principal. Y cumplido el objetivo, se introdujo en él, donde resultó sencillo encontrar la pistola en la mesita de noche: una pequeña FIE, titán calibre 25, de seis cartuchos y de fabricación italiana, que ocultó en la decorativa maceta de cerámica china del recibidor. Esperó después  un tiempo para ponerse la camisa recién planchada o cenar frugalmente, y dio un beso a su madre antes de salir a la calle con el arma en un bolsillo del pantalón, para tomar un autobús, que lo dejó a menos de un kilómetro de la gasolinera en la que  esperaba Darío, cerebro y alma de la operación, junto a Chema, su mano izquierda.

     –Bien, troncos, –dijo Darío con cara de satisfacción– tenemos dentro del antro a tres presuntos, y han dejado los bugas en el parking bajo el edificio. En mi opinión no es conveniente dar el palo al primero que salga, sino al último. Y cuanto más cercano a la madrugada lo haga, mejor, esta carretera se desertiza al avanzar la noche. ¡Ni Dios verá el golpe!
     –¡Perfecto! –corearon al unísono Bravo y Chema palpándose los bolsillos donde portaban las herramientas de trabajo.
     – Atacaremos por tierra, mar y aire –añadió Chema, teatralizando el anuncio y haciendo el indio.
     –Perfecto sí, –advirtió el cerebro– pero la acción requiere disciplina. No penséis abandonar el entorno, ni perdáis de vista la cabina del teléfono, ni hagáis una sola llamada. Y probad que, el interruptor del semáforo lo pone en rojo a voluntad, no quiero fallos, os mantendré informados llamando al móvil de cualquiera de los dos.
     –Tranquilo Darío, aprovecharemos bien la oportunidad. ¿O, no confías en nosotros? –preguntó Bravo.
     –Confío, pero necesito saber que habéis asimilado las lecciones que recibisteis de mí, ayer mismo, sobre el Águila carroñera. Nada escapa a sus garras de una cuarta de envergadura, y goza de la vista excelente de la que carecéis;  coincidente con el espacio que hay desde la esquina al semáforo, acecha a las presas al menos desde trescientos metros de altura, y no se vale de pistolas, artilugios, ni nada. ¡Vamos, que tenga que poneros el ejemplo de un animal! Hoy comprobaremos si los dos juntos, sois tan capaces como un águila solitaria, o no.

     Entretuvieron la espera durante horas, provistos de un par de litros de kalimocho por cabeza, alternando paseos, sentadas, y estudios del  plan a llevar a cabo, sin poner en duda la conveniencia de respetar la secuencia prevista del abordaje al automóvil. Cercano a la cabina telefónica y unos pocos metros delante del punto en que pararía el coche, habían dispuesto un carro sustraído en una gran superficie comercial, lleno de trapos y cartones rociados de gasolina listos para arder. Y a las tres de la madrugada recibían la llamada de Darío informando de la salida de la primera de las posibles víctimas a la que vieron pasar, memorizando el plan trazado para cuando hubiera de aplicarse. Dos horas después, abandonaba el prostíbulo la tercera y designada al asalto.

     –Atención, colegas, –avisó Darío– el pollo sale del garito bebiéndose un cubata, ¡poned todo a punto! Lleva un pito en la boca, y sobrepuestos en el careto, el bigote de Charlot y la picota de Pinocho. La chavala que le acompaña, a la que va metiendo mano, es  una veinteañera de buen ver, una negrita que cubre los hombros con un chal azul cielo… es una prostituta fina, y diría que va jarreada… Atención de nuevo… ¡Atención!.. El buga abandona el parking, y el conductor se ha calado hasta las orejas el gorrito de la furcia… trescientos metros más y, ¡está en vuestros dominios!.. No olvidéis la condición de que sois aves temibles: águilas carroñeras… cuelgo el canuto porque debo servir gasofa a un cliente.

     Pocos segundos después, la pareja iniciaba la operación pulsado el interruptor oculto del semáforo, que enrojeció, y el automóvil frenó al borde de la línea anterior del paso de peatones. En tanto Chema lanzaba el carro sobre el asfalto y un cigarrillo en el interior, incendiándolo, Bravo rompía los faros delanteros  con dos certeros golpes. En décimas de segundo, ambos se lanzaban tubo en mano sobre las ventanillas de las puertas delanteras, destrozándolas. La prostituta negra, sentada en el asiento del acompañante del conductor, chillaba aterrorizada, mientras Chema la arrancaba el bolso que descansaba sobre su regazo, y Bravo tomaba la pistola del bolsillo derecho del pantalón, encañonando al conductor del vehículo amenazándole verbalmente, y aprestándose a meter su mano izquierda por la ventanilla para atraparle por el cuello.

     –¡Vamos, hijo de la gran puta, dame la cartera, el dinero, las tarjetas de crédito, el reloj y todo lo que tengas de valor, o te pego dos tiros!… ¡Que no tenga que repetirlo dos veces!... ¡Muévete cabrón que me falta paciencia... y sal de ahí… nos llevamos el coche!... ¡He dicho que salgas! –le gritó apoyando el cañón de la pistola en el pecho.
     –¡Luis!... ¡Luis! –gritó el conductor agredido, visiblemente confuso y alucinado– ¿¡No me conoces!?... ¡¡¡Soy tu padre!!!
     Atónito Luis Bravo, abrió los ojos desmesuradamente. Humillado tras la máscara, el coronel Luis Bravo Trashorras del ejército de tierra: su padre.

miércoles, 25 de abril de 2012

Animales (2)

¿RACIONAL O IRRACIONAL?

    El caballo, astuto como él sólo, se lo hizo pasar muy mal a Rodrigo el día que su abuelo se detuvo a comprar tabaco en el estanco, mientras él, a lomos del penco, lo enfilaba en dirección a un vivero llamado el cuarterón, un poco más allá del primer cruce de caminos a la salida del pueblo, y a la izquierda. El abuelo le había hecho saber que el animal le conduciría con acierto, dejándole hacer.


–¡Rodrigo, al paso, llévalo al paso, nada de trotes ni carreras! –ordenó–. Te llevará hasta el fondo del criadero, y allí lo sueltas… él solo irá a beber.


    Se trataba de una finca desconocida para Rodrigo, pues en las visitas que repitiera al pueblo, el abuelo acostumbraba llevarle a la huerta, donde le adiestraba en el método más sencillo para calcular la hora, mediante una apreciación exacta de la longitud y orientación de la sombra de un poste de la luz, o el cultivo de productos de la tierra, además de enseñarle el sistema de riego tradicional desde la alberca, las madrigueras de los conejos, los rincones donde los lagartos se amontonaban para tomar el sol, e incluso la predicción del tiempo. Y por las noches, cuando la bóveda celeste era un manto de luces sobrecogedor e infinito, el abuelo le enseñaba desde el mismo lugar, a orientarse, y distinguir numerosas constelaciones y algunos planetas, o la Estrella Polar, porque en su juventud, había pasado algunos años en la marina, a bordo de la histórica corbeta Tornado.

    Las distancias en el pueblo no eran como las de Zaragoza, donde residía Rodrigo; en poco más de cinco minutos llegó al cruce de caminos, y ante su asombro, el caballo giró en sentido contrario al itinerario previsto: a la derecha. Estimulado por la seguridad que le transmitiera el abuelo, Rodrigo tiró de las riendas para corregir la dirección elegida por el animal, al que llamó por su nombre:

–¡A la izquierda, Judas!… ¡Vamos Judas, a la izquierda!
    No consiguió el objetivo en el primer intento, tampoco en el segundo pudo vencer la resistencia de Judas, y mucho menos en el tercero. Todavía en la idea equívoca de ser él quien mandaba, y seguro de sí, bajó de la grupa de un salto atlético y limpio, lo cogió por la brida, e intentó una y otra vez reconducir a la bestia hacía el camino de la izquierda. Pero, inútilmente, más testarudo que él, Judas decidía otra opción: tomar el camino a la derecha, o no moverse del cruce. Impotente, desesperado y nervioso, habiendo agotado recriminaciones, exhortos y juramentos, decidió reubicar al caballo atacando por la culata. Se agarró a la cola,  e instigando al animal en el infructífero intento de girar su orientación ciento ochenta grados, tiró con energía a uno y otro lado, lo que devino en error de principiante que el lector ya habrá advertido. La contundente y soberbia coz, acertada en el abdomen, y ligeramente por debajo del diafragma, lanzó a Rodrigo en una parábola perfecta, seis u ocho metros más allá del camino, yendo a caer sobre una acequia de agua tan fría como debe esperarse en los últimos días de un crudo mes de diciembre.

    Cuando Rodrigo se levantó embarrado hasta los ojos, viendo estrellitas de mil colores e intensidades, palpándose el cuerpo y reconociéndose entero, aunque todavía sin resuello, decidió abandonar la empresa, y ató al animal a un árbol, sentándose sobre una piedra. Persuadido de la imposibilidad de sacar al caballo del cruce de caminos, y afligido, decepcionado, entumecido y con sensación de vértigo, lamentaba la adversidad de su destino, y evitaba -porque los hombres no lloran- las lágrimas que amenazaban deslizarse por las ateridas y enrojecidas mejillas.

    Después de una breve aunque ansiosa espera, le consoló la llegada del viejo.

    Rodrigo, que apenas podía contener la emoción, contó atropelladamente el incidente sufrido, y el abuelo rápido en la intervención, deshizo el nudo de las riendas, se quitó la chaqueta, y poniéndola sobre la cabeza del cuadrúpedo tapándole los ojos, le condujo sin resistencia por el camino del vivero. Ya en marcha y a continuación, hizo poner a Rodrigo la prenda, para aliviarle la friolera, y le explicó:

–La semana pasada llevamos a Judas en dirección contraria, para aparearlo con una yegua, y ha querido volver  allí porque se ha enamorado. Sin duda a todos los animales mueven inclinaciones primarias que determinan el camino a seguir: hoy el amor, mañana otras imperiosas carestías o insinuantes deseos. Siempre dependemos de algo o de alguien, en ello consiste la esclavitud de las pasiones, o la servidumbre a las necesidades más elementales... No sé si me comprendes…

–Creo que sí, abuelo, pero me lo pintas oscuro.

–¡Tal como es! Si no necesitamos de la naturaleza, necesitamos de los hombres… nunca estamos completos, y tanta dependencia nos hace sufrir. E incluso sufrimos por las necesidades ajenas. Es un mal negocio esto de ser sensibles… a eso y solamente a eso, se reducen con frecuencia imaginarios enigmas indescifrables del alma humana –añadió con medido laconismo.

    Rodrigo, asintió entendiendo a medias las palabras del abuelo, y encontró la oportunidad de hacer valer lo meritoriamente aprendido en el Instituto, resarciéndose de la derrota ante Judas. Y demostrando aplicación diligente y sobresaliente como alumno de bachillerato, entró al trapo retomando la primera parte del discurso del abuelo, en el que vio un resquicio por donde penetrar.

–Abuelo, en las inclinaciones que dices nos diferenciamos los hombres de los animales irracionales, nosotros usamos la cabeza.

–¿Acaso los caballos usan las pezuñas para ese fin? ¿Tú crees que Judas tomaba el camino de la derecha porque no tiene cabeza? ¡Qué va! Cuando digo todos los animales, quiero decir: ¡todos los animales, sin excepción! –replicó enérgico  sin vacilar, y concluyó dejando anonadado a Rodrigo–: ¡No creo que haya animales irracionales!

–Abuelo, los animales no son inteligentes –objetó Rodrigo.

–¡Si hacen lo que tienen que hacer, no veo por qué! No son inteligentes para algunas cosas, para otras sí… ¡cómo los hombres! Por ejemplo, el pájaro sabe volar, pero no puede hacer calceta como tu abuela, porque no tiene manos. Incluso hay hombres más inteligentes, y hombres menos inteligentes: ¡cómo los animales!

–¿Te lo enseñaron así en la escuela del pueblo, abuelo? 
–preguntó boquiabierto Rodrigo,  con ingenuidad y sin atisbo de insolencia.

–Es que pasé por allí muy poco tiempo, lo justo para aprender las cuatro reglas, a leer y escribir. El maestro no tuvo oportunidades de inculcarme lo que puede aprenderse mejor observando la naturaleza, y la racionalidad de todo lo vivo. Y si nos hubiera dicho a los muchachos de Alcaporra del Obispo, que los animales no son cuerdos… ni lo hubiéramos creído –concluyó el abuelo, esbozando la sonrisa del gato que ha espantado al perro.
    En aquel momento la suerte vino a auxiliarlos, un acontecimiento insignificante zanjaba la cuestión. El pastor, cuidador del rebaño que campeaba a unos centenares de metros, metiéndose dos dedos de la mano derecha en la boca, sacó de ella un silbido limpio y potente que puso al perro en alerta; al segundo silbido iniciaba a la carrera una curva cerraba y envolvente, a la búsqueda de las ovejas dispersas del rebaño. La sola advertencia del animal, al que los rumiantes percibían por los ladridos,  impulsaba a éstos a moverse con rapidez integrándose en la manada.

    El abuelo, que llevaba el caballo de las riendas y caminaba  junto a Rodrigo, de pronto se detuvo, y poniéndole la mano sobre el hombro le sugirió observar.

–¡Atención… Rodrigo, mira!

    Hasta el momento el muchacho no había perdido de vista al perro, ni la acción del reagrupamiento del ganado, pero la invitación del abuelo extremó su vigilancia.
A mitad de su carrera, el perro de carea encontró a una oveja junto a un neonato, minúsculo y lento corderillo, remisa a unirse a la mayoría; la madre protegía al pequeño acomodándose a su lentitud. El Pastor Belga Tervuerense de color marrón carbonado, resuelto a atacar, aceleró en dirección a la pareja decidido a ordenar su integración en el rebaño; la oveja, indisciplinada, giró sobre sus patas traseras,  encaró al sabueso en actitud desafiante,  y ambos cara a cara, se miraron de igual a igual. El enfrentamiento parecía irremediable, pero el perro dudó entre dos alternativas: el deber de aglutinar a la manada, o la obligación moral de respetar a la madre y su cría. Y predominante el sentimiento de compasión, removida su conciencia canina, decidió la segunda, hacer una excepción, y continuar con la misión encomendada de concentrar al resto de lanares.
Aquellos pocos segundos de absorta expectación, pasaban a formar parte de una experiencia significativa e inolvidable de Rodrigo, ahora comprometido a responder, desconcertado, la pregunta que el abuelo le hacía con tono sarcástico.

–¿A quién de los dos calificarías de irracional, al perro o la oveja?
    
–Estoy perplejo abuelo, se han comportado civilizadamente, ¡como si tuvieran sentimientos!

–Sí, –respondió el abuelo brevemente– son casi humanos… casi humanos.