domingo, 25 de octubre de 2015

EL PROYECTO DEL PAPA FRANCISCO



        Hoy el Papa Francisco tiene una larga e ingente tarea por hacer, trabajar en la rectificación de actitudes doctrinarias producto de un largo proceso de hibernación, y con el deseo deliberado de recuperar el liderazgo espiritual. Gigantesca faena la de restaurar el deterioro de veinte siglos, o la erosión que los vientos de la historia son capaces de producir en las rocas más sólidas. Para tomar conciencia de la gigantesca labor que el Obispo de Roma acomete, bástenos recordar las heridas  o pérdidas de la Iglesia mejor conocidas de todos, y producidas en las eras Moderna y Contemporánea. 


       En el siglo XVI, año de 1517, Martín Lutero clavaba las 95 tesis sobre la puerta de la  iglesia de Wittenberg, proponiendo una reforma, y poco después era descalificado despectivamente por el Papa León X como, “borracho alemán que anda provocando discusiones de frailes”. Pero con la rebelión del Martin Lutero, la Iglesia Católica perdió media Europa, aquella Europa que una vez desatada de Roma, acabaría dando a la civilización una nueva dimensión cultural y un desarrollo espectacular en todos los campos. La Europa protestante que ha extendido al mundo su conocimiento, ha dominado las ciencias, la tecnología, la economía y la política. Esa Europa que del lado de un borracho, aceptó tempranamente la revolución copernicana, el trabajo como un bien social indudable y no como  castigo de Dios, o el rechazó de la primacía y autoridad del papado como institución divina.

         En el siglo XVII, a manos de la ciencia, la naturaleza continuaba  perdiendo el carácter teológico y la Iglesia perdiendo a los científicos; la Tierra había dejado de ser el centro del sistema solar convirtiéndose en el centro de la razón capaz de comprenderse a si misma. Isaac Newton, o Leibniz, Kepler o Galileo, seguían los pasos de Copérnico, creyentes heterodoxos, sin embargo,  preocupados por el origen de la vida y la teología,  laboraban por la comprensión del mundo desde nuevas perspectivas. Y lo hacían proponiendo una visión heliocéntrica del universo, situando a la Tierra en el lugar secundario que le corresponde, y perfilando leyes que determinan el movimiento de lo que vemos  y lo que no vemos.

         En el XVIII,  Siglo de las Luces  decisivo para entender el pensamiento contemporáneo, la Iglesia perdió a  los filósofos. Sus nombres integran una legión formidable. Los pensadores de la Ilustración, combativos, justificaban la renuncia a las creencias, o participaban del  movimiento cultural a favor de una religión natural divorciada de toda verdad revelada, personalizado en nombres como Voltaire, Hume, Diderot, Rouseau, Kant… El movimiento disidente debía su origen al progreso de la burguesía o la revolución industrial en marcha, y de su mano la explotación sistemática de los recursos, los decisivos progresos tecnológicos  y el ascenso imparable de las rentas nacionales. Pero con todo, el siglo XVIII apenas  adelanta los avances por llegar y el debilitamiento del poder religioso. 

         El siglo XIX iba a producir la pérdida de los trabajadores reclutados por un nuevo movimiento político de masas, un producto natural de la industrialización y la irrupción de la gran esperanza del socialismo. Como consecuencia de la efervescencia social de la época, la Iglesia vendría a descubrir la existencia de la Clase Obrera  a la que más tarde quiso hacer un guiño de complicidad proclamando a última hora, en el año 1955,  el día 1º de mayo como fiesta de San José Obrero.

       No iba a ser el único revés sufrido en el siglo XIX. El evolucionismo de Darwin devolvió al Hombre su lugar en la naturaleza, y produjo un gigantesco agujero en la fábula bíblica. La idea simple, pero genial, de la Selección Natural,  revolucionó el estudio de la biología, y la evolución se postuló así como la historia de la vida  cautivando la atención de todos los intelectuales del mundo. Con independencia del escándalo de las conciencias más conservadoras, todavía  hoy latente e irresignable, la aprobación de  Darwin se verificaba a su muerte: ¡Cuando Inglaterra le rendía solemnes honores despidiéndole con Funerales de Estado! 

     En otro orden de cosas en el  mismo siglo, el arte participará de la reciente realidad sociológica, y los creadores de vanguardia, atraídos por el mundo laico de emociones atropelladas, a representar cuanto ven por si mismos. La inspiración mística aparece agotada o sin vigor, y la Iglesia pierde a los artistas. “El arte cristiano ha muerto”, proclaman  Flaubert, o Baudelaire, quienes sostenían que la temática religiosa había sido sustituida por generalizados
sentimientos espiritualistas. Y de la misma opinión iban a participar cristianos sinceros y de cultura liberal como Montalembert. Es en este siglo XIX cuando el mundo culto y burgués activa  sus actitudes anticlericales,  y Nietzsche apunta que, “hacer creer un dogma a un hombre superior, es tan difícil como calzar a un gigante los zapatos de un enano”. La propia España se significa por la disidencia de intelectuales y escritores, diablos a los que azotar dirá el dogmático, en tan extensa lista que huelga reproducir.

         En el siglo XX la igualdad entre sexos alcanza un nivel insospechado, y la moralina tradicional es un traje que se rompe por las costuras. Las mujeres se le van a la Iglesia de las manos en una orgía postmoderna inesperada. Juzgue el lector si se vengaban del trato discriminatorio y la acumulación de ofensas recibidas desde largo tiempo, que nosotros vamos a reducir a breves pinceladas. San Alberto, había sentado cátedra asegurando que: “La mujer no tiene ni idea de lo que es la fidelidad. ¡Créeme! Si depositas tu fe en ella te sentirás defraudado. ¡Cree a un maestro experimentado! Por eso los maridos inteligentes comparten lo menos posible con sus mujeres sus propios planes y acciones”. Insidias confirmadas en la oratoria de otras eminencias de sacristía, como  el pupilo de san Alberto, santo Tomás de Aquino, en la  tesis falócrata que asevera: “El varón tiene una virtud más perfecta que la mujer, a causa de la mente defectuosa de ésta que también es patente en  los niños y en los enfermos mentales”. Profundo análisis que condujo al santo a proteger a la mujer… ¡esclavizándola! Y haciendo de ella una propiedad privada del macho: “La mujer necesita del marido no solo para la procreación y educación de los hijos, sino también como propio amo y señor”.

         Y por último en el siglo XXI, e increíblemente, la Iglesia comenzó dando palos de ciego: perdiendo parte de un rebaño natural, los homosexuales necesitados de comprensión afectuosa, a quienes niega el legítimo matrimonio aceptado y protegido por la sociedad y las leyes.

         Gota a gota se horada la piedra y el mundo profano ha ganado un largo contencioso de siglos. Recuperar el entendimiento entre el mundo civil y el religioso, tras el inacabable periodo de pérdidas, parece el sueño  del papa Francisco cuando acercándose al gusto de los escépticos militantes hacía público un mensaje que resume una concepción humanista:       

      “No es  necesario creer en Dios para ser buena persona, en cierta forma la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a la Iglesia y dar dinero. Para muchos la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas de las mejores personas de la historia no creían en Dios, mientras que muchos de sus  peores actos se hicieron en su nombre”.

      De la verdad exclusiva y excluyente sostenida por Roma durante veinte siglos, pasa el nuevo pontífice, al que se atribuye infalibilidad, a poner en pié de igualdad el dogma y el ateísmo.

     ¡Bienvenido a la razón, el mundo laico se siente reconocido en su discurso!