domingo, 23 de octubre de 2016

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 5.- “EL ATRACO AL FUTBOLIN”


Severo Camuñas, que pasaba para los educadores por ser un chico de fiar y a toda prueba además de uno de los alumnos más independientes, eficaces, responsables, inteligentes y educados del colegio, era y de ello doy fe el mejor ejemplo de la aguda y perspicaz inspiración para sacar partido a los recursos abundantes, o escasos, de un medio cualquiera. Camuñas, que reunía todos los ingredientes para ganar medallas en un concurso de feos, y apodado El Eslabón Perdido, representaba al tipo sin complejos de sonrisa perpetua y brillante sentido del humor, formas y apariencias afables, o fondo huidizo de gallego que nadie sabe adónde va, y a la sazón había sido designado para atender y controlar el uso del futbolín, un artefacto manejado los domingos por aficionados de habilidosas muñecas, y algún dinero en el bolsillo, que contaba como único juego a nuestra disposición preparado para funcionar con monedas de  una peseta.
La tentación de perseverar en el perfil de Severo Camuñas, que por su interés es muy fuerte, debemos reprimirla y limitarnos al hecho que nos proponemos narrar. Y a tal objeto comenzar diciendo que, no pareció estar cansado aquella noche de domingotras pasar una semana completa de ejercicios espirituales, a juzgar por la actividad que proyectaba llevar a cabo después de impuesto el silencio nocturno en el colegio. Hasta entonces confieso que su actitud había sido completamente natural, los seis compañeros ocupamos las camas en la habitación compartida, y Camuñas dejó pasar más de una hora, tras la que se dirigió a mí, despertándome de un profundo sueño con suaves toques en la cabeza y extrema cautela. Logrado su objetivo, nuestro protagonista se disculpóantes de pedirme encarecidamente:
–Maldía, escucha, tienes que hacerme un favor. Es importante.
Parpadeé una y otra vez hasta despejar la consciencia, mientras el demandante cruzando los labios con el índice de la mano derecha, me instaba a no levantar la voz a fin de no despertar a los cuatro compañeros dormidos como ceporros, y alguno de los cuales roncaba estrepitosamente.
–Lo que haga falta, Camuñas, cuenta conmigo –le respondí en un susurro.
–Te contaré después. Me marcho a Córdoba con unos amigos, ocupa mi cama, el cura de la planta, si pasa por aquí, no debe de notar mi ausencia. ¿Vale?
Apremiado por el trabajo que se proponía realizar, no esperó la respuesta.
Mi cama ocupaba el lugar oculto a la mirada a través de las amplias ventanas acristaladas, en tanto la de Camuñas era la más visible. La estrategia, consistía en dejar vacía la suya y acondicionarla como si estuviera ocupada, porque comprobarlo requería de la atención especial que el cura no acostumbraba a poner.
Mientras yo asentía cambiándome de catre, deseoso de recaer como un paquete en los brazos de Morfeo, Camuñas tomaba la salida. Como toda precaución se enrolló una toalla blanca sobre la cabeza a modo de turbante, y quitó las gafas para dificultar su reconocimiento si era descubierto, deslizándose por los pasillos con la suavidad de una salamandra avistando un insecto. En verdad, de ser descubierto, el intento de obstaculizar la identificación hubiera resultado inútil, pues su cuerpo de una sola pieza, cilíndrico y macizo de cabeza sin cuello y patas cortas, le confería el privilegio de un perfil particular e intransferible, como el aroma a los vinos de solera. Cualquier alumno del colegio, y a la distancia más inconveniente, estaba en condiciones de distinguir a Severo Camuñas, aunque hubiera aparecido con moño y caracterizado de Drácula. Pero la suerte estuvo de su parte, y recorrió sin ser apreciado el largo pasillo conteniendo la respiración al atravesar las puertas de los dormitorios.
 

En el silencio imponente y seccionable de la noche podían sentirse las pulsaciones del corazón, u oírse el movimiento de sus vísceras. Contando los pasos y esmerándose en no romper la calma absoluta, bajó los cuatro tramos de la escalera hasta la planta baja, y atravesó el hall principal del colegio en tanto palpaba, con emoción, el bolsillo derecho del pantalón asegurándose de que allí descansaba el arma con la que iba a ejecutar la operación: la llave de latón para abrir el futbolín.
El acceso al pasillo lateral lindante con el patio interior, franco, lo pasó de puntillas ojeando a izquierda y derecha para cerciorarse de la soledad del entorno, y al llegar al lugar donde descansaba el armatoste, miró a la luna cuyos cuernos apuntando al Este, le permitía asegurar con íntima jactancia que estaba en cuarto creciente.
Un momento después la mano izquierda de Camuñas palpaba con satisfacción el candado del futbolín, al tiempo que la derecha se aplicó en introducir la llave en el alojamiento del bombín, girándolo hacia la izquierda para abrirlo.
–¡Un tercio del trabajo está hecho! –pensó al meterse el candado en el bolsillo.
Las intenciones estaban claras, y el plan perpetrado a punto de caramelo: se llevaría una parte sustancial de la recaudación en aquella semana, lo que le permitiría andar económicamente satisfecho, probablemente, un par de meses.
En ese momento, en el  irrepetible carillón de la ciudad, sonaban las doce. La hora bruja, que no escuchó Camuñas porque a sus oídos sólo llegaba el ulular de un fresco viento otoñal que removía y arremolinaba las hojas secas en el patio interior, traducido por él, sin duda influido por los debates entre compañeros a que habían dado lugar largas charlas de los ejercicios espirituales, como lamentos fúnebres exhalados por ánimas fuera de sus cuerpos aún sujetas a este mundo. Todavía operaba en su inconsciente la Galicia profunda, y en semejantes circunstancias veía espíritus, entes indefinibles y primitivos más arcaicos que el hacha de piedra, contradictoriamente compartidos con el aprendizaje de sesudas y modernas leyes físicas o racionales fórmulas matemáticas. 


Borró pensamientos inoportunos traídos por una imaginación demasiado sensible, y controlando con delicadeza los movimientos, evitando cualquier ruido, abrió con lentitud el futbolín. Las bisagras chirriaron poniendo sus nervios puntiagudos como escarpias, y contuvo la respiración. Después, aplicó las dos manos para levantar el último tramo de la pesada parte superior, fabricada con planchas de madera y difícil de sujetar sin el adecuado puntal vertical. En aquél instante una sombra sospechosa atravesó su campo de visión. La noche por un momento pareció hacerse más densa, y nuestro amigo, atenazado, experimentaba un temor espantoso: un miedo físico y metafísico desvanecido al comprobar que no acechaba ninguna sombra fantasmal, sino la figura del vigilante nocturno de la Universidad, quien un instante después estaba junto a él: –¡Buenas noches! –saludó el recién llegado.
Un espasmo incontrolable recorrió su espina dorsal, y sintió el ardor del arrepentimiento. Dándose por sorprendido, y cogido con las manos en la masa, pensó en confesar sin resistirse, pero las circunvalaciones cerebrales despilfarraban energía y controlaban sus impulsos, consumiendo cinco mil kilocalorías a la búsqueda desesperada de una salida honrosa. Le quedaba una duda, todavía necesitaba confirmar lo irreparable, y la eternidad de un segundo le permitió sobreponerse a la derrota, de tal manera que adoptó la actitud serena y fría del protagonista en las películas de policías y ladrones, jugándose todo a una carta y, poniendo en marcha una treta con atinada astucia.
–¡Muy buenas noches! Perdone que haya pedido su ayuda, señor vigilante. He sido yo quien ha sugerido al padre Zabalza que le buscara a usted para que me echara una mano… fíjese, acabo de salir del estudio donde he preparado el examen de matemáticas de mañana, y cuando todos los compañeros se han ido a dormir, debo de reparar este armatoste porque soy el encargado de mantenerlo en buen estado… y además sin molestar con ruidos, –correspondió educadamente, sin dejar de sujetar la parte superior del futbolín, mintiendo como un bellaco, y rematando–: acataré las órdenes, pero a veces los curas exigen demasiado.
–Pues, la verdad…, no he visto al padre Zabalza, ni a ningún otro, ahora duerme todo dios, estoy por aquí casualmente, haciendo la primera ronda…
Severo Camuñas respiró tranquilo, la normalidad de la respuesta del vigilante rebajó su bien disimulada tensión interna, y se arrepintió de haberse arrepentido. Después, se metió en harina permitiéndose abreviar el discurso y solicitando una asistencia imprescindible y en el acto, de modo afable y convincente:
–¡Vaya, pues me viene que ni caído del cielo! Mire usted, el problema es que algún gamberro ha metido aquí una caja de madera, inutilizando el cierre, agarrotando el mecanismo y… toda… la puñeta ésta. Ya me queda poco, sujételo así, por favor, sacaré la caja y en un segundo traeré la herramienta para asegurar el puntal de retención.


El buen hombre, solícito y considerado, no con poco esfuerzo retuvo los cincuenta kilos de la estructura superior del aparato endosado por nuestro amigo Camuñas, mientras éste agarrando la caja repleta de monedas con ambas manos y cuidadosamente para evitar el delator sonido metálico, desaparecía en no se sabe qué dirección, aunque se sabe a ciencia cierta con qué objetivo expropiatorio.
Allanado el camino, le llevó poco tiempo confiscar lo previsto más o menos por aproximación, o sea, dar el golpe, guardar un montón de monedas provisionalmente en el pupitre del aula, y volver con la caja terciada ahora disculpándose y argumentando que, en realidad al ajustarla bien, el problema del mástil lo resolvería en un minuto.
Al vigilante le temblaban las piernas. Consumido, a punto de abandonar la empresa, desencajado y rojo como un tomate, sudaba a mares soportando en peliagudo equilibrio la tapa del futbolín, luchando contra el agotamiento muscular. Un minuto más, y el escandaloso cierre del cacharro hubiese dado al traste con la misión recaudatoria de mi amigo, sin embargo, los hados favorecieron a Camuñasque, en auxilio del colaborador le liberó del peso.
–Gracias a Dios has llegado a tiempo, estaba a punto de reventar –dijo el vigilante relajando los brazos.
–¡Gracias a Dios! –repitió Severo, poco o nada convencido de la afirmación, antes de pedirle mil disculpas.
Después reiniciaron el trabajo y, mientras el vigilante sujetaba de nuevo la estructura superior, Severo Camuñas, manos a la obra, comenzó acoplando el puntal, metiendo el tornillo en el agujero, que apretó con la mano a fin de hacer creíble que reparaba algo, e introdujo la caja en su alojamiento, aparentando hacerlo con exquisito esmero; dio unos golpecitos sobre la tapa en señal de satisfacción, y felicitándose de la eficacia y validez de su trabajose dispuso a cerrar elfutbolín. La estructurapesada a la que el vigilante sujetaba cansadose bajó ajustándose a la inferior, sin advertir el hombre que el mango de una barra, apoyándose en la solapa del bolsillo superior de la chaqueta, la rajaba de arriba hasta abajo como si fuera un papel de fumar.
¡¡¡Raggggssssssssss…!!!
El sonido de la tela rasgada rompía el silencio del lugar metiéndosele a mi amigo en las sienes, y una franja de tela de diez centímetros de anchura y una longitud de más de medio metro, arrancada de la prenda, la dejaba inútil e irreparable. Por fortuna el ruido no salió del patio interior, pero la cara de estupefacción y horror de la víctima hizo tomar conciencia a mi amigo Camuñas del mal causado. La consternación no dejaba hablar al vigilante, al tiempo que mi amigo lanzando por lo bajo una maldición abominable tras otra, –que no viene al caso reproducir en este lugar– daba cortos e impacientes paseos hasta el momento en que consciente del peligro, controlaba los nervios y, desesperanzado, acertaba a recriminar en tono compasivo al vigilante:
–Pero hombre, ¿cómo viene usted a trabajar como si asistiera a una fiesta?... Con zapatos brillantes, pantalón de tergal y… ¡corbata! ¡Cualquiera diría que va a una boda!
–No voy, vengo directamente del salón donde se ha celebrado la boda de mi hermana, no he tenido tiempo de ir a casa para cambiarme de ropa.
–¡Pues esto es un golpe! –dijo mi amigo.
–¡Y grande! ¡Esto es una ruina! Lo más lamentable es que pagué ayer mismo el primer plazo en la sastrería El Socorro, y me quedan cinco plazos por abonar. ¡Cuando lo vea mi mujer! ¡Con la ilusión que había puesto ella en la chaqueta para que la luciera en la primera comunión de mi hija!
Los lamentos del vigilante, que con detalle fue haciendo saber del estado económico humilde hasta la desesperación que padecía, conmovió a Camuñas, quien solidarizándose de corazón dispuso marcharse deseándole una noche breve, y farfullando torpemente sin acierto alguno, le cacheó cariñosamente en el hombro derecho con una palmadaintentando consolarle.
–Créame, le estoy muy agradecido señor vigilante, no hubiera podido reparar el futbolín sin su colaboración…, ahora procure no trabajar, y olvidar lo que ha pasado… Dios proveerá…
–Dios quizá no, pero se lo pediré al padre Zabalza. ¿Qué te parece? Teniendo en cuenta que el accidente se ha producido ayudándote a reparar el futbolín, y en horas de trabajo, bien pudiera echarme una mano y ayudarme a pagar la chaqueta.
–No lo haga, los curas son muy rácanos, no sueltan un duro. ¡Olvídelo!
–Por pedir que no quede. Si no lo hago yo, lo hará mi mujer… la conozco. Tengo que decírselo como sea...
–Es me… mejor que no le diga nada, –tartamudeó mi amigo cambiando el rostro de color, lívido como un cadáver– el director le reprochará que haya venido vestido se señorito… ¡Pues menudas se las gasta el padre Zabalza! ¡Anda, qué no es exigente!
–¡Qué va! Conmigo es muy buena persona, muy tolerante.
–Entonces póngalo en mis manos, –respondió Camuñas despidiéndose, y cambiando de estrategia rápidamente– hablaré con él, usted como si nada hubiera pasado… ¿Ha dicho ayudarle a pagar la chaqueta? ¡Déjemelo a mí! le informaré pronto, hágase el sueco, como si nada hubiera pasado, vamos a darle al cura un buen palo.
Poseído de un tremendo sentimiento de culpa,  Camuñas no pegó ojo aquella noche, se removía nervioso en la cama como si le zarandearan pidiéndole cuentas. A la mañana siguiente, demudado y cariacontecido, el rictus de amargura marcaba su cara, y me hacía saber de la verdadera aventura de la vigilia, desahogándose, y esperando de mí algún consuelo o consejo de utilidad.
–Máximo Maldía, estoy agobiado, me preocupa la situación porque me juego mucho. Si me agarran en ésta, me expulsan, ¡seguro! ¿Tú que eres aficionado a la magia, qué harías en mi lugar?
–Te comprendo, Camuñas, es grave, yo en tu lugar lloraría, pero la magia no cambia la realidad, sólo genera ilusiones. La honestidad contigo mismo es la primera obligación moral, deberías confesarte…, y cargar con la penitencia.
–¡Qué dices Maldía, esas cosas son las que no se confiesan nunca! ¡Nunca!
–Te comprendo, la conciencia selecciona las faltas susceptibles de ser compartidas con el  confesor, y no aquellas cuya privacidad es inviolable porque revelan quien eres. Pero al menos piensa en reparar el mal que has hecho, devolviendo el dinero del futbolín y pagándole a ese hombre la chaqueta.
–¿Devolver el dinero después de haberme arriesgado?... ¡Jamás!... Mi único problema es pagar la chaqueta,  apenas me llega para pagar el primer plazo… ¿De dónde saco el resto… de dónde Maldía?
–Tus padres te envían algo de cuando en cuando… supongo yo, ahí lo tienes.
–¡Están mis padres como para enviarme dinero, mira! Si fuera así, no te pediría consejo… Maldía tú sabes de magia… algo podías hacer.
–El dinero no se crea ni se destruye, sólo cambia de manos… no te amilanes, échale valor; tendrás que aprovechar el recurso y repetir la hazaña. ¡Atraca el futbolín las veces que convenga! ¡Atrácalo! Te arriesgarás, pero lo harás por una buena causa además de evitar la expulsión.
–Yo creo que es moral… porque lo hago en defensa propia… ¿verdad, Maldía?
–¡Pues qué sé yo!… atracar el futbolínno es moral, pero pagarle la chaqueta al vigilante, inocente de toda culpa, diría que sí. La cosa es compleja, un remiendo difícil de zurcir, aunque si quitas en un lado y no se nota, y lo pones en otro lado y se nota, habrás conseguido hacer lo que llamo: una herida sin sangre. Hay héroes más canallas, y nos los ponen de ejemplo a imitar en los libros de historia.
–¡Si es que no me queda más remedio, Maldía…, no me queda más remedio!... ¡Me cago en mi estampa!¡Me ha salido el tiro por la culata! –Maldecía Camuñas.
 Y pagó la chaqueta.  Investigó primero del domicilio del vigilante y se personó en él para hacerle entrega del pago del primer plazo asegurando haber obtenido la concesión económica del director del colegio, padre Zabalza, a condición de que el asunto pasara desapercibido y no se hablara más de él, dada la falta imperdonable de haber acudido al trabajo vestido de gala. Después y cada mes, mi amigo depositaba en la sastrería El Socorrola cantidad correspondiente al pago aplazado, y en metálico, tras de los sucesivos atracosal futbolín.
A decir verdad, a Severo Camuñas todavía le quedó dinero para asistir al cine