El mes de Mayo cantado por innumerables
motivaciones, y cada primavera, revienta en los campos, trae promesas
verdaderas y no palabras, frutos al alcance de la mano que se hacen ver y se
dejan tocar. Pero Mayo ha sido loado tan sobradamente que imposibilita la
originalidad y obliga a cambiar el guión, o recordar alguna efeméride cuyo
protagonismo pertenezca al hombre, o sus hechos, no a la estación del año. A mi
me sugiere poner atención en un acontecimiento histórico de imposible olvido:
La Segunda Guerra Mundial, que en Europa finalizó este mismo mes y en el año
1945; todavía se especula sobre determinados sucesos que se publicaron de
manera contradictoria, y aún hay enemigos acérrimos de los actores a que debe
imputarse la desproporcionada y trágica
catástrofe, como hay defensores y aplaudidores incondicionales de los mismos.
Pues bien, hoy traigo aquí el latido del
corazón de un admirador del primer protagonista del conflicto, el verbo febril
de un apasionado devoto de Adolf Hitler: el periodista que firmaba la nota
necrológica con el pseudónimo “Unus”, tras el que se ocultaba Víctor de la Serna, director del periódico
diario Informaciones, el día 2 de Mayo de 1945. La fúnebre soflama que lloraba
al Führer, quien un par de días antes se había suicidado en el búnker de la
cancillería de Berlín, hubiera sumido en la indiferencia a los habitantes del
Venus, ignorantes de los acontecimientos de la Tierra, pero producía
sensaciones repugnantes en muchos lectores, y comenzaba con una exclamación
marcial a la que seguía una encomiable apología:
Un enorme ¡presente! se extiende por
el ámbito de Europa, porque Adolf Hitler, hijo de la Iglesia Católica, ha
muerto defendiendo la Cristiandad. Sobre su tumba, que es la enorme pira de
Berlín, podrá escribirse el epitafio castellano que reza:
“El que está aquí sepultado no murió,
que fue su muerte partida,
para la vida”.
Si a Adolf Hitler le hubieran dado a
elegir su muerte, hubiera elegido ésta para vivir. Ya se comprenderá que
nuestra pluma, contenida, no encuentre palabras para llorar su muerte cuando
tantas encontró para exaltar la vida.
Pero Adolf Hitler ha nacido ayer a la
vida de la historia con una grandeza humanamente insuperable. Sobre sus restos
mortales entrega a Hitler el laurel de la victoria. Porque de la mística
profunda y densa que su muerte crea en Europa, acabará triunfalmente la humanidad.
¡No llore el lector porque la historia
se escriba así! Así la escriben los intérpretes interesados y partidarios, profesionales
verborreicos, y académicos reputados pero irresponsables. El apestoso
excremento literario, que acabamos de leer y para el que el autor no encontraba
palabras, agasajaba al nazi como a un angelito, un defensor incondicional de la
Cristiandad, un santo sin pedestal. Más
no siempre es posible que, un magnífico ejemplo de manipulación que quiere
ocultar la verdad o enterrarla entre cenizas, encuentre las circunstancias
favorables para pasar por dogma sin posibilidad de ser rectificado. Cuando
Víctor de la Serna, abusando de una retórica mística tan del gusto de la pierna
ideológica de que cojeaba, escribía haciendo ver en la personalidad de un
pintor siniestro, fracasado y loco como Hitler, un ideal de beato ayunando en
las arenas de un ignoto desierto, Europa entera maldecía su recuerdo. Y los
lectores del periódico, incluso los acomplejados y genuflexos de los años 40 del
pasado siglo, terrícolas y españoles, debieron pellizcarse la mejilla pensando
que soñaban con la existencia de un carnicero metamorfoseado en paloma de la
paz. Si el festejado Hitler, maestro de obras de la masacre de 50 millones de
seres humanos, y centenares de millones de damnificados en una guerra de
proporciones gigantescas, merecía una lisonja, el infame Yack el Destripador
habría de subir a los altares como San Yack el Curandero. ¿Qué loas no hubiera
cantado el autor de estas líneas a un Francisco de Asís, una Madame Curíe o un
Sócrates? ¿Qué flamígeros encomios no hubiera ofrecido a un hombre honrado, si
al necrófilo y funesto Führer concedía la victoria laureada?
Víctor de la Serna |
Una:
La actitud hipócrita, y torticera, de un
intelectual oportunista y pragmático que escribe por encargo o a tanto la
línea, y espera rendimientos inmediatos de su talante… ¡tantas estupideces
propago, tantos beneficios obtengo!
Otra:
El papanatismo intelectual del individuo
de rebaño. La ceguera moral. La incapacidad absoluta para oler una mierda
aunque la esté pisando. La sumisión al jefe y al dogma. ¡La inocente credulidad
de quien solamente es capaz de ver por los ojos de un ciego!
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