La
proporción de santos de la iglesia distribuida por sexos
es de 80-20 a favor del varón. ¡De entre cada cinco santos, hay una sola mujer!
La asimetría, resulta hoy sorprendente, injustificada y producto de la
discriminación sexual. No cabe en la razón pensar de Eva que, además de inducir
a Adán al pecado y ser madre de hembras merecedoras del papel irrelevante que
desempeñan en la Iglesia, haya parido, contradictoriamente, incontable número
de hombres santos, sabios, heroicos, y hasta divinos. Ningún imbécil está
facultado para engendrar obras maestras, y de juzgar a la mujer por sus obras
descubriríamos que la balanza de la espiritualidad también se inclina decididamente
a favor de ella:
A la iglesia asiste un 50% más de
mujeres que de hombres,
Más mujeres que
hombres participan en cualquier
celebración devota.
Más mujeres
exigen a su pareja el matrimonio eclesiástico.
Más mujeres
toman la iniciativa de la educación religiosa de su descendencia.
Más mujeres son
capaces de dar la vida por ella, sin pedir nada a cambio.
Pese a todo, y en virtud de la virilidad como valor en los principios
de nuestra cuna cultural, el poder aplastante en manos de los hombres devino en
la dependencia de la mujer y su consideración como minusválida y menor de edad,
dedicada a parir una numerosa prole para multiplicar los seguidores de la
doctrina. O algo más que no debiéramos olvidar: nunca se ponderó suficiente el
hecho del carácter conciliador de la mujer, o la realidad objetiva de que de
cada veinte asesinos, hay una sola asesina. Los prejuicios contra la mujer no
son otra cosa que, efectos producidos por la masculinización del poder
absoluto, la verdad absoluta, o la riqueza absoluta y su deriva: cuando uno
sólo de los comensales de una cena se lo come absolutamente todo… los otros no
comen absolutamente nada.
Sin duda el sexo debió tener en este juego, de
buenos y malas, una importancia capital. Para explicarlo debemos
remontarnos al pasado, situarnos en otra época, cambiar de piel y ocupar el
lugar de quien rige los destinos de la moral, es decir del varón consagrado a
los oficios religiosos… el ministro de Dios. Se entenderá enseguida que la
contradicción la explica la existencia de la mujer, porque donde hay una mujer
hay una tentación que amenaza atropellar violentamente el voto de castidad del
hombre.
En el intento antinatural de reprimir el instinto sexual de fuerza rabiosa, e inmune a todo enemigo, el religioso verá en la mujer la pasión seductora, satánica y excitante adversaria de la fe, o una hostil antagonista a la que combatir.
Involuntariamente atrayente para el macho por designio del quimismo que
decide su orientación, la mujer representaba la antítesis del ascetismo y el
celibato, la incitación a romper los juramentos, promesas y deberes a que había consagrado su
vida: la mujer con su sola presencia, pervertía la vocación y los propósitos
más sagrados.
Y todavía
podían llevase acabo mayores errores que el de someter, al clérigo, a la
soltería obligatoria poniéndole a los pies de los caballos: concederle el
privilegio de escuchar a la mujer en confesión y separado por una delgada
celosía, que le otorgaba el privilegio extraordinario de conocer el aliento, o
los rincones más sombríos e íntimos de la penitente. Aquello era una grave
imprudencia y de difícil disculpa que, la estrategia de Napoleón habría
resuelto y resumido así:
Las
batallas que se libran contra la mujer,
son las únicas que se ganan huyendo.
¿Qué hacer ante la confesión auricular y
secreta de una dama de sugerente erotono,
delicadas maneras y difusora de un suave perfume, que desnudaba sin
reservas sus sentimientos exigiendo toda la atención? ¿Qué respuesta dar a la voz aterciopelada y
susurrante, que demandaba auxilio espiritual en la intimidad? En semejante y
comprometida tesitura, al sacerdote y confidente se pedía un imposible: ¡Resistir! Resistir y adoptar la actitud fría de la
estatua de mármol, sin vida e indiferente al magnetismo sensorial y abrasador.
¡Una empresa heroica llamada a fracasar!
Pues bien,
contra lo que hoy entendemos por templada actitud religiosa, de la mujer se
esperaba un pasivo entusiasmo incondicional: entrega total del alma, confianza
sin reserva en el confidente, y no atisbos de duda. De la mujer se exigía la
caída en la neurosis mística y la aniquilación de todo vestigio de animalidad,
consumándose en ocasiones el objetivo más ambicioso: bástenos recordar que de
los 321 casos de estigmatización, a lo largo de la historia y reconocidos por
la Iglesia, sólo 47 eran hombres. ¡No puede pedirse más dedicación de la mujer
a la causa, ni tampoco menos reconocimiento a sus sacrificios! Pese a todo,
varones de abundante cabellera y poco seso orarán sin reprimir el orgullo:
¡Gracias
Señor por no haberme hecho mujer!
Y tampoco
satisfarían los sacrificios de la mujer a rigoristas como San Alberto, mina
inagotable de prejuicios sexuales, que horrorizado reveló tremebundas
confesiones íntimas de mujeres, sin señalar sus nombres, asegurando que si
contaba los secretos de que era depositario, el mundo entero temblaría. Curiosa
amenaza del todo innecesaria por cuanto las debilidades de la mujer, que nos
hizo conocer y omitimos por vergüenza torera, dejarían al santo como a Cagancho
en Almagro.
Y de tal profundidad era la disociación entre el hecho natural de la sexualidad, y el deseo de reprimir su instinto que, el controvertido origen etimológico de la palabra fémina tiene sentido. Para unos el término fémina, significa:
“La que
amamanta”.
Para una
mayoría entre las que se cuenta Uta Ranke-Heinemann, brillante teóloga alemana
compañera de estudios del papa Benedicto XVI, muy crítica con la Iglesia y el
dogma, el integrismo misógino degradó la
confianza en las mujeres, desdeñó su labor y minó su prestigio, la convirtió en
útero de alta producción, exaltó el imposible de la maternidad virginal, y
contaminó el lenguaje hasta el punto en que no hay margen de duda para afirmar
que fémina significa:
“¡Fe
mínima!”.
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