Vivimos en el centro de una revolución cultural sin precedentes, y una progresión geométrica de los medios tecnológicos que la hacen posible. La discusión, sin embargo, entre espiritualistas y materialistas filosóficos persiste, perdura la división antinómica. Y subsiste con independencia de que los unos y los otros en la práctica caigan tarde o temprano en el materialismo moral, o la avidez grosera de satisfacer ambiciones tan primarias que deberían bastar para decidir que el espíritu es dependiente, y la materia su verdadero origen.
Y hablamos, por una parte, del
materialismo corpóreo y el materialismo incorpóreo tal y como lo representa la
electricidad, y por otra de la espiritualidad con independencia de la
religiosidad, o no, es decir, también de una espiritualidad secularizada y no
dominada por rituales institucionalizados o religiosos. Dicho en otras
palabras, y tomando partido, hablamos de la espiritualidad o fenómeno mental
inseparable de la sustancia cerebral de la que
sin duda procede. Tan inseparable, digo, es el espíritu de la materia
como el olor de la flor de la flor misma, o el calor de la fuente que lo
genera, o la luz de su foco. Hace ya
cuatro siglos y medio, Michel de Montaigne, un pensador francés que ha
trascendido su época, transmitía en
primera persona la importancia de la
realidad material, y de las sensaciones o los sentidos que colman nuestros
afanes, escribiendo:
“Sólo gozamos de lo que palpamos.
Desde la lejana Roma veo crecer mis muros, mis árboles y mis rentas, y
los veo disminuir a un palmo de mis ojos, como cuando estoy allí”.
Mi abuelo, que era el sacristán de
la iglesia los días festivos, taxidermista profesional los días laborables y
músico de vocación por las noches, al que parecía interesar más su obra que su
propia vida, replicaría la misma idea. Algunos años antes de fallecer, hacía
sentir a la familia su preocupación obsesiva por el destino que esperaba a la
media docena de animales disecados de su propiedad, pero también a sus libros y
sus colecciones de conchas marinas, e instrumentos antiguos, de las que se
sentía orgulloso. Pues bien, mi abuelo representaba al hombre normal de enorme
sensibilidad y ambiciones racionales y sólidas, al hombre de moralidad a toda
prueba. Para santos, legos, e indiferentes, la necesidad de apoyarse sobre
bienes materiales resulta imprescindible; siempre hay objetos de estimas
especiales e insustituibles que nos llevaríamos a una isla desierta, y que
ejercen sobre nosotros una atracción visceral.
Las necesidades materiales, tenaces de
suyo, despiertan a la realidad al más dormido idealista. Sufrir un contratiempo
que amenace nuestra salud, o nuestra economía, es sufrir una catarsis que
amilana al espíritu arruinándolo por completo. Y no he visto nunca en mi
entorno persona alguna, sana, desprovista de instintos posesivos a costa de su
entrega espiritual. Espiritualismo o materialismo, en sus más bajos tonos, se
llevan bien con la apropiación voraz, la santa humildad se viste de carísimos
oropeles… y es más ávida que humilde.
Tampoco ha visto nadie por la calle al
espíritu de la Ilustración, o de la Revolución Francesa. Ni al espíritu de la constitución americana,
española o china. Ni al espíritu orgulloso y vertical de la patria. Ni al
espíritu de ninguna virtud. Ni al espíritu de la camiseta del club deportivo en
que militamos, cantando su himno. Ese
espíritu no es un ente autónomo o con vida propia que anda de un lado a otro
como vaca sin cencerro, es un sentimiento, un deseo, una energía engendrada
voluptuosamente en el universo cerebral o fundamento material imprescindible.
Ese espíritu está determinado por la historia, es el hijo de la emotividad
humana, y en efecto no existe por si mismo sino a partir de la existencia
física de los ilustrados, o revolucionarios, la voluntad sentimental de los
patriotas… o las personas asociadas al
club y el cántico coral de su himno, tan intranscendente como el canto de un
coro de pingüinos.
De tal manera es así que, la espiritualidad
se acomoda a la realidad y las condiciones ambientales, los procesos históricos
y la evolución científica o el nivel de
conocimiento humano, como el río se acomoda a la curva. Sagrado o profano, todo
aquello con vocación de eterno cede a lo temporal, los dogmas y credos se
adaptan a los tiempos, y no al contrario. La religión altera el contenido y
mensaje de oraciones que envejecen, decreta la clausura del Purgatorio y
devalúa los horrores del Infierno hasta
reducirlo a un lugar simplemente aburrido. Las condenas sin paliativos de
antaño a las desviaciones morales, son hoy interpretadas simbólicamente y
neutralizadas, los sacerdotes demandan el matrimonio, los feligreses se
confiesan a si mismos y… naturalmente se absuelven de toda culpa. Se
relativizan las exigencias. Los pecados de ayer son ahora escrúpulos de gentes
tímidas e inadaptadas, y se exhibe la
codicia tenida por virtud de triunfadores envidiados por los más plebeyos.
“Los
hombres solo obedecen a Dios mientras se mantienen en la pobreza”.
“Hoy no creemos que sea la fuerza
del alma la que edifica un cuerpo, sino que al contrario, es la fuerza de la
materia la que por su quimísmo genera un alma… pensar así es popular y por
tanto decente, razonable, científico y normal”.
Manda carajo con las viñetas introducidas por Juan Antonio Olmo, hacen mi texto más atractivo.
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