La amistad, el
amor y la prudencia son valores altamente estimados en nuestro entorno,
raramente discutidos, pero hay otros que vistos desde perspectivas distintas no
concitarían la misma simpatía. Valores son, con independencia de la
sensibilidad individual, el ascetismo, la religiosidad, la tolerancia y la
justicia, la humildad y la pobreza, la paz, los derechos humanos, la creencia
en los dioses paganos o únicos, los escrúpulos morales, o el culto a la
virginidad desde antes de conocerse la leyenda de Rea Silvia, virgen fecundada
por el dios Marte y madre de Rómulo y Remo. Todos explican quienes somos, qué
intereses y encantos nos sugestionan, y algunos de ellos revelan de qué ancestral y bárbaro primitivismo procede
el animal humano.
Los valores
cambian con los tiempos, van, vienen, se atropellan superponiéndose y,
preguntarme a mi mismo por la época de la historia que hubiera elegido para
vivir, me lleva a esquematizar los valores que creemos reconocer en cada una de
ellas.
Grecia, por
ejemplo, nos transmitió el amor a las artes. Tal vez nada como la belleza ha
llegado hasta nuestros días, legado de los mil años de historia antigua que no
parece pasar nunca y convertida en patrón donde aún se mira la cultura
occidental. Y con la búsqueda de la expresión estética en todas sus
manifestaciones artísticas y culturales, o el culto a lo bello de los griegos,
nos llegó también el afán a la investigación de la verdad, el conocimiento del
medio que habitamos y la sabiduría.
La Roma
imperialista, culturalmente helenizada, llevó a la práctica las ideas de los
griegos y adoptó el servicio de las
armas para la conquista de otros territorios, las leyes, la ingeniería, y un
marco que prometía a los individuos el premio de la Ciudadanía Romana como
valor supremo de la civilización. Incluso podría atribuirse a Roma el valor de
la Paz, de no ser irrebatible el hecho
de su conveniencia para evitar la asfixia económica de la metrópoli, producida
por los desproporcionados recursos invertidos en sostener legiones y
legionarios.
En el ámbito de
la devoción, Roma acabó adoptando el esquema que consagra al Dios Único y Único
Emperador, contrariando las inteligentes
creencias politeístas conscientes de la necesaria colaboración de distintos
dioses para llevar a cabo, a la manera humana, obras de extraordinaria
complejidad.
La Edad
Media, ese largo y prodigioso milenio, compuso loas encomiables de
inigualable belleza o exquisita y piadosa sensibilidad al poder infinito de
Dios, y construyó las más ambiciosas obras arquitectónicas a su gloria.
Instauró nada menos que el derecho divino de los reyes, y dividió a la sociedad
entre nobles, campesinos y clérigos, o cortesanos y vasallos.
En una
renuncia sin precedentes a la autoestima la Edad Media encajó con agrado el
sufrimiento, el sacrificio voluntario o la autoflagelación, la obediencia hasta
aceptar como natural el abuso de autoridad, y el derecho de pernada: nostalgia
del origen del que procedemos, y que revela los hábitos machistas del chimpancé
copulando con todas las hembras de la manada rendida a su autoridad.
Así mismo la Edad
Media predicó la Guerra Santa, la satanización de la apostasía o el sacrilegio
como causa de todos los males, y promulgó leyes contra los herejes, por el
delito de pensar por si mismos, castigados con la pena de muerte o condena a
galeras.
También la Edad
Media inventó el tenedor, el reloj y la hora, extendió el desprecio al sexo y a
la higiene corporal, acogió con entusiasmo el cilicio y la autorepresión, el
celibato, la obediencia, la resignación, o la maldición del placer. Además
promovió el éxtasis contemplativo, el misticismo hasta la enajenación, la limosna,
o la confesión ante el cura. Y por último
la Edad Media, cuyas reminiscencias conocimos hasta en las puertas del
siglo XXI, se ocupó en extender el valor más encomiable: la Santidad como norte
de la existencia humana tan apasionadamente que, llegaron a venderse como
reliquias, huesos de cerdo por huesos de santo.
Por último nos
detenemos en nuestro tiempo, obviando el Renacimiento, a caballo de la Modernidad
y la Posmodernidad, períodos que han impuesto o persiguen imponer otros
valores entre los que queremos destacar:
El laicismo, la
secularización y el libre pensamiento.
La tolerancia
mutua, la libertad de conciencia y de expresión.
La moral basada
en el Sentido del Deber que no teme castigos, ni espera premios.
El retorno de Eros.
La abolición de
la pena de muerte y de la tortura.
La
democratización de las sociedades.
El pacifismo.
La explosión
artística de cromatismo y diversidad, imaginativa e inacabable.
Y la sanidad, la
escolarización gratuita y obligatoria, la igualdad de sexos, el anuncio del fin
de los prejuicios contra las minorías, los derechos humanos, la socialización
de los recursos, el trabajo como bien común, la lucha por la emancipación de
las clases sociales más desfavorecidas, o el consumo indiscriminado de bienes y
un sanísimo grado de epicureismo y placer.
Aplaudimos la
contemporaneidad que preferimos, pero todo no son luces y parabienes... ¡la
Arcadia Perfecta forma parte de la mitología! Las contradicciones dialécticas
están presentes en toda civilización, y “a la mejor puta se le escapa un pedo”.
La evolución de los últimos tiempos ha facilitado la manifestación del hombre y
la mujer en su estado más puro, sin disfraces, pero ha terminado por tolerar,
cuando no fomentar, todo tipo de ultrajes al sentido común, y:
El derecho de
las jóvenes tribus a orinarse en la puerta de tu casa.
La promoción
del mal gusto, o repugnantes y mugrientos modelos estéticos.
El éxito de macarras
y horteras, hipócritas y vividores, con o sin corbata.
La
implantación exitosa de ritmos insufribles, e idiotas, que sustituyen el canto
por el rebuzno y la música por el ruido.
La persistencia de las supersticiones, la magia
y otras miserias contraculturales.
La
proliferación del macho ibérico que jode con la
mirada, piensa con los cojones, y lleva el serrín en la cabeza en vez de
llevarlo en las manos. O la donjuanización de los más idiotas.
El cultivo de
ladrones, corruptos, gorrones, parásitos y charlatanes, miopes e ineptos en
todos los estamentos estatales o esferas privadas, religiosas o laicas, y en
cualquier ente autonómico, provincia, pueblo, o rincón civilizado donde haya un euro que malversar,
saquear, exprimir, sustraer o cambiar de sitio.
O la
consagración de seudociencias como la economía, que eleva a la categoría de
capitán general de la disciplina a pedantes y fantasmas de cuello duro, cuyas
predicciones económicas valen tan poco como las visionarias profecías del fin
del mundo para el siglo XX.
Y por último
nuestra civilización, hija natural de la antigua cultura greco-romana y
judeo-cristiana, ha producido nuevas relaciones entre clases antagónicas y
parece haber acabado con la amenaza de las indeseables revoluciones sociales.
¡Ya no hay lucha de clases! Al olor del plato de lentejas, los nuevos pobres
corrompidos reverencian y babean genuflexos y sumisos ante los ricos, o los
toman por modelos a imitar, sustituyendo así el temor y la humillación del
vasallo ante el noble, por la bufonada.
Está en manos
del lector decidir sus preferencias. El autor de estas líneas no se siente
autorizado para decidir que las suyas merezcan recibir especial atención,
aunque crea que hemos conseguido
culminar soñadas metas: Hemos alcanzado la prometida, intimidatoria y
nietzscheana inversión de todos los valores tradicionales, que
convive con su contrario… ¡nunca como ahora ha estado la sociedad saturada de
cretinos célebres!
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