Hoy el Papa Francisco tiene una larga e
ingente tarea por hacer, trabajar en la rectificación de actitudes doctrinarias
producto de un largo proceso de hibernación, y con el deseo deliberado de recuperar
el liderazgo espiritual. Gigantesca faena la de restaurar el deterioro de
veinte siglos, o la erosión que los vientos de la historia son capaces de
producir en las rocas más sólidas. Para tomar conciencia de la gigantesca labor
que el Obispo de Roma acomete, bástenos recordar las heridas o pérdidas de la Iglesia mejor conocidas de
todos, y producidas en las eras Moderna y Contemporánea.
En el siglo XVI, año de 1517, Martín Lutero clavaba las 95 tesis sobre la puerta de la iglesia de Wittenberg, proponiendo una reforma, y poco después era descalificado despectivamente por el Papa León X como, “borracho alemán que anda provocando discusiones de frailes”. Pero con la rebelión del Martin Lutero, la Iglesia Católica perdió media Europa, aquella Europa que una vez desatada de Roma, acabaría dando a la civilización una nueva dimensión cultural y un desarrollo espectacular en todos los campos. La Europa protestante que ha extendido al mundo su conocimiento, ha dominado las ciencias, la tecnología, la economía y la política. Esa Europa que del lado de un borracho, aceptó tempranamente la revolución copernicana, el trabajo como un bien social indudable y no como castigo de Dios, o el rechazó de la primacía y autoridad del papado como institución divina.
En el siglo XVII, a manos de la
ciencia, la naturaleza continuaba
perdiendo el carácter teológico y la Iglesia perdiendo a los
científicos; la Tierra había dejado de ser el centro del sistema solar
convirtiéndose en el centro de la razón capaz de comprenderse a si misma. Isaac
Newton, o Leibniz, Kepler o Galileo, seguían los pasos de Copérnico, creyentes
heterodoxos, sin embargo, preocupados
por el origen de la vida y la teología,
laboraban por la comprensión del mundo desde nuevas perspectivas. Y lo
hacían proponiendo una visión heliocéntrica del universo, situando a la Tierra
en el lugar secundario que le corresponde, y perfilando leyes que determinan el
movimiento de lo que vemos y lo que no
vemos.
En el XVIII, Siglo de las Luces decisivo para entender el pensamiento
contemporáneo, la Iglesia perdió a los filósofos. Sus nombres integran
una legión formidable. Los pensadores de la Ilustración, combativos,
justificaban la renuncia a las creencias, o participaban del movimiento cultural a favor de una religión
natural divorciada de toda verdad revelada, personalizado en nombres como
Voltaire, Hume, Diderot, Rouseau, Kant… El movimiento disidente debía su origen
al progreso de la burguesía o la revolución industrial en marcha, y de su mano
la explotación sistemática de los recursos, los decisivos progresos
tecnológicos y el ascenso imparable de
las rentas nacionales. Pero con todo, el siglo XVIII apenas adelanta los avances por llegar y el
debilitamiento del poder religioso.
No iba a ser el único revés sufrido en
el siglo XIX. El evolucionismo de Darwin devolvió al Hombre su lugar en la
naturaleza, y produjo un gigantesco agujero en la fábula bíblica. La idea
simple, pero genial, de la Selección Natural,
revolucionó el estudio de la biología, y la evolución se postuló así
como la historia de la vida cautivando
la atención de todos los intelectuales del mundo. Con independencia del
escándalo de las conciencias más conservadoras, todavía hoy latente e irresignable, la aprobación
de Darwin se verificaba a su muerte:
¡Cuando Inglaterra le rendía solemnes honores despidiéndole con Funerales de
Estado!
En otro orden de cosas en el mismo
siglo, el arte participará de la reciente realidad sociológica, y los creadores
de vanguardia, atraídos por el mundo laico de emociones atropelladas, a
representar cuanto ven por si mismos. La inspiración mística aparece agotada o
sin vigor, y la Iglesia pierde a los artistas. “El arte cristiano ha
muerto”, proclaman Flaubert, o
Baudelaire, quienes sostenían que la temática religiosa había sido sustituida
por generalizados
sentimientos espiritualistas. Y de la misma opinión iban a participar cristianos sinceros y de cultura liberal como Montalembert. Es en este siglo XIX cuando el mundo culto y burgués activa sus actitudes anticlericales, y Nietzsche apunta que, “hacer creer un dogma a un hombre superior, es tan difícil como calzar a un gigante los zapatos de un enano”. La propia España se significa por la disidencia de intelectuales y escritores, diablos a los que azotar dirá el dogmático, en tan extensa lista que huelga reproducir.
sentimientos espiritualistas. Y de la misma opinión iban a participar cristianos sinceros y de cultura liberal como Montalembert. Es en este siglo XIX cuando el mundo culto y burgués activa sus actitudes anticlericales, y Nietzsche apunta que, “hacer creer un dogma a un hombre superior, es tan difícil como calzar a un gigante los zapatos de un enano”. La propia España se significa por la disidencia de intelectuales y escritores, diablos a los que azotar dirá el dogmático, en tan extensa lista que huelga reproducir.
En el siglo XX la igualdad
entre sexos alcanza un nivel insospechado, y la moralina tradicional es un
traje que se rompe por las costuras. Las mujeres se le van a la Iglesia de las
manos en una orgía postmoderna inesperada. Juzgue el lector si se vengaban del
trato discriminatorio y la acumulación de ofensas recibidas desde largo tiempo,
que nosotros vamos a reducir a breves pinceladas. San Alberto, había sentado
cátedra asegurando que: “La mujer no tiene ni idea de lo que es la
fidelidad. ¡Créeme! Si depositas tu fe en ella te sentirás
defraudado. ¡Cree a un maestro experimentado! Por eso los maridos inteligentes
comparten lo menos posible con sus mujeres sus propios planes y acciones”.
Insidias confirmadas en la oratoria de otras eminencias de sacristía, como el pupilo de san Alberto, santo Tomás de
Aquino, en la tesis falócrata que
asevera: “El varón tiene una virtud más perfecta que la mujer, a causa de
la mente defectuosa de ésta que también es patente en los niños y en los enfermos mentales”.
Profundo análisis que condujo al santo a proteger a la mujer… ¡esclavizándola!
Y haciendo de ella una propiedad privada del macho: “La mujer necesita
del marido no solo para la procreación y educación de los hijos, sino también
como propio amo y señor”.
Y por último en el siglo XXI, e
increíblemente, la Iglesia comenzó dando palos de ciego: perdiendo parte de un
rebaño natural, los homosexuales necesitados de comprensión afectuosa, a
quienes niega el legítimo matrimonio aceptado y protegido por la sociedad y las
leyes.
Gota a gota se horada la piedra y el
mundo profano ha ganado un largo contencioso de siglos. Recuperar el
entendimiento entre el mundo civil y el religioso, tras el inacabable periodo
de pérdidas, parece el sueño del papa
Francisco cuando acercándose al gusto de los escépticos militantes hacía
público un mensaje que resume una concepción humanista:
“No es necesario creer en Dios para ser buena
persona, en cierta forma la idea tradicional de Dios no está actualizada. Uno
puede ser espiritual pero no religioso. No es necesario ir a la Iglesia y dar
dinero. Para muchos la naturaleza puede ser una iglesia. Algunas de las mejores
personas de la historia no creían en Dios, mientras que muchos de sus peores actos se hicieron en su nombre”.
De la verdad exclusiva y excluyente
sostenida por Roma durante veinte siglos, pasa el nuevo pontífice, al que se
atribuye infalibilidad, a poner en pié de igualdad el dogma y el ateísmo.
¡Bienvenido a la razón, el mundo laico se
siente reconocido en su discurso!
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