La vida es un escaparate de atractivos
inacabables, un viaje de apasionantes aventuras para la conciencia, los
sentidos y el sentimiento; la vida es una hoguera de emociones que sólo puede
apagar un intenso sufrimiento, o la desesperación, y… el hombre un activista
incansable de la ambición de vivir, su
militante incondicional.
Es decir, muy a pesar de la creencia en
la inmortalidad, la experiencia y la razón inclinan al creyente a celebrar la
superación de la enfermedad con un victorioso corte de mangas, en la convicción de que mientras hay vida hay
esperanza. De la misma forma quienes tienen al bien por divisa, proclaman
la salvación de vidas como la más alta
misión humana, y es entendido así porque
lo amado apasionadamente es la vivencia
de la realidad: ¡Esta vida… y no otra!
¡Esta vida, cuyo sentido es aplazar su
final, conservarse a si misma… vivirse!
De aquella manera lo entendía un pueblo
culto y seguidor del Dios verdadero, como el judío, que escribió el Antiguo
Testamento donde no hay vestigio alguno de la esperanza de la inmortalidad, y
en numerosos pasajes asegura la caducidad de nuestra existencia amartillando la
idea de que, eres polvo y en polvo has de convertirte. Para entonces los
judíos confiaban en ser gratificados por Dios, en pago a sus virtudes, con
incontables años de vida. En los Salmos, se estiman en 70 los años que un hombre puede vivir, pero el
lector sabe del mito de Matusalén premiado por Dios, y que envejeció hasta
cumplir casi 1000. Tal ficción corona un rosario de esperanzas reveladoras de
la condición soñadora del animal humano; desempólvese la Biblia, que para algo
adquirimos encuadernada en piel y nunca leímos, abrámosla por las primeras
páginas, capítulo V del Génesis. Y tomemos nota:
Adán vivió nada menos que 930 años,
¡una barbaridad! Y la serie ininterrumpida de sus descendientes no desmerece en
la comparación. Su hijo Set cumplió 912, su nieto Enós 905, su bisnieto Cainán
9l0, su tataranieto Malalael 895 y los sucesores de la saga, a los que no sé como denominar,
recibirían parecidas compensaciones: Jarec 962 años de vida y Enoc 375, pero le
sucedieron el longevo Matusalén alcanzando los 969, Lamec el esotérico número
de 777 y Noé, fin de la serie, al que debemos agradecer adelantarse al Diluvio
Universal construyendo el Arca, y reprocharle que introdujera en él incluso
pulgas de la peste y otros insectos venenosos, vivió 950 años.
Pero a budistas, persas, egipcios,
babilonios y otros pueblos pareció menor la gesta del mito judío o sus
privilegios, y pensando que 1000 años no es nada, inventaron… ¡la inmortalidad!
Y la concibieron, sin duda, para satisfacer los oídos de las gentes sedientas
de quiméricos anhelos, y atemperar la crudeza de una realidad hostil e
incontrovertible.
En nuestro ámbito geográfico y
cultural, la esperanza en la inmortalidad, cuya genealogía dejamos en manos de
los eruditos, se extendió promovida por
la filosofía griega y las creencias religiosas, hasta el punto de acaparar
todas las atenciones y convertirse en dogma de fe por obra y gracia de la
Iglesia. Para entonces la vida llegó a creerse un valle de lágrimas, o un
periodo exclusivo de prueba de nuestras bondades y preparación para la muerte.
Los sufrimientos, la mortificación o la obediencia dieron en tomarse por carísimos méritos que abrían las puertas del
más allá, y países como España o Italia
hicieron de sus calles
itinerarios permanentes de pecadores arrepentidos, y flagelantes, que
exhibían el dolor voluntario… o el éxtasis gozoso del sufrimiento.
Entonces cundió el temor a pagar caros
los pecados sin purgar, acongojando no tanto a los libertinos vividores y
nobles acostumbrados a gozar hasta reventar, como a los hombres de bien,
vulnerables y tímidos, plebeyos y humildes perdedores cuyos delicados
escrúpulos morales son la soga que les ata a la noria. Se agudizó el miedo a la
muerte presta a ajustar cuentas con los humanos y devorarlos, revestida de
llameantes e infernales garras, y no de paz, y se exigió a las gentes fe y
dedicación basadas en el terror al
castigo y no en la conciencia moral.
Entendido aquello, no ha de
extrañarnos la convivencia de dos sentimientos que se apuñalan entre si, en un
mismo individuo:
El de la
esperanza en el más allá, legada por la
educación, la tradición, el medio
ambiente y la familia, depositada en la
Conciencia, y que puede cambiarse.
Y el depresivo
temor a la muerte y la nada, tallado a fuego en el profundo e innato
Subconsciente, que no puede cambiarse.
A lo largo del proceso de laica
culturización de los últimos siglos, este segundo sentimiento ha ido ganando
terreno y reduciendo la confianza en la inmortalidad, apoyándose en la razón
científica y en los procesos neurobiológicos que, desmienten la persistencia de
la conciencia individual, o de la memoria y
las facultades intelectuales en un cuerpo sin tono vital. O lo que es
igual, se imponen sabiduría y
experiencia profundizando en la negación de toda probabilidad de
vida allí donde faltan sentidos y
sensaciones.
En otro orden de cosas, se ha puesto
en cuestión el deseo de vivir más allá de lo razonable si la calidad de la
vida, o la felicidad, son ausencias sentidas o se malvive, y tales premisas han
favorecido incluso la actitud de los partidarios de la eutanasia, que celebran
con arrogancia y sensatez la despedida de la vida, echando mano de la máxima
castellana que dice:
¡Ahí te quedas mundo amargo!
Pero la discusión sobre las hipótesis
que hemos expuesto hasta aquí, se prolongaría interminablemente, sin que se
alcanzaran acuerdos entre oponentes apoyados en la fe, o la razón y la
experiencia. Me propongo, pues, terminar dejando a la consideración del lector,
y amante del librepensamiento, cuatro perlas cultivadas que despertaron mi
interés desde hace mucho tiempo, y de utilidad para la disputa:
La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte, reconocía Xavier Bichat, pero Sólo la muerte es inmortal, dejó dicho con una originalidad innegable Lucrecio, nada menos que veinticinco siglos atrás. Bastaría una reflexión desapasionada para que nos alineáramos con ellos, y la conciencia de que la vida es vehementemente codiciada por los hombres, no por otra cosa que por su extraordinaria brevedad. Es el hambre lo que hace comer hasta reventar, y es la sed de vivir la que multiplica la esperanza ansiosa de prolongar lo que se acaba. Lo expresa mejor que nada la siguiente y escatológica afirmación popular, que lamenta la brevedad de la existencia y el degradante panorama de bajezas morales, que espanta o hiede al buen gusto:
La vida es como el palo de un
gallinero, corta y llena de mierda.
Y Ortega y Gasset, con la
intención de templar afanes desproporcionados, reflexionaba sobre los excesos
del enfebrecido deseo de vivir por vivir a cualquier precio. Hacía memoria de
las servidumbres, y la monotonía a que nos sometemos. Y a sabiendas de que la
vida es mitad placer, mitad rosario de penurias encadenadas, nos dejaba esta
apreciable sentencia producto de la conciencia del sufrimiento:
La vida eterna sería insoportable.
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