Asociado a mi infancia y
juventud, recuerdo el ir y venir de militares y eclesiásticos que a nadie
pasaban desapercibidos y gozaban de
notoriedad, reputación y prestigio,
merecidos o no. Bastaba una estrellita sobre la hombrera del militar, para
hacer sentir el respeto en su entorno, y
sobraba al sacerdote lucir un disco afeitado sobre la coronilla, para que los
chavales del barrio corrieran como desesperados a besar su mano.
El hábito, o el
uniforme, garantizaban la pertenencia a una elite bendecida por el régimen
político, y contaban con un tradicional reconocimiento, pero además sirvieron
de máscara y disfraz a atrevidos caraduras, hábiles salteadores y aventureros
inteligentes que usurpando la personalidad de un monje, o un militar, bordaron
golpes y atracos merecedores de un hueco en la historia de la violación de la
ley.
Se contarían por
cientos los malhechores que extorsionaron a pleno Sol a instituciones
administrativas y empresas privadas, o que
ocultos durante el día aparecían en veladas nocturnas metamorfoseados en obispos y frailes, o en
guardias civiles, abusando de las
ventajas que prestaba un uniforme. Así consta en los archivados de los
departamentos policiales para quien se sienta tentado a saber de ellos;
permítame pues el lector, que la cercanía a
un caso espectacular, y no conocido en nuestro país por la opinión
pública, me mueva a contarlo aquí y ahora.
El plan lo
llevó a cabo mi abuelo a finales de la década de los años 40. Y no cansaré al
curioso con el relato, seré corto y prudente, reservaré datos e
identificaciones innecesarias, por elemental discreción y respeto a la ley, sin
entrar en lo que da en llamarse materia reservada porque se revolvería contra
mí.
La historia
comienza el día en que se rubricó la venta de unos terrenos propiedad del
ejército, a una fábrica de vehículos a motor. Las firmas fueron estampadas por un General y el Consejero Delegado de la fábrica de
automóviles; con ellas, 190 hectáreas de terreno pasaron a pertenecer a la
empresa automovilística, a cambio de 50 millones de pesetas de la época,
depositadas en un céntrico banco de Madrid, en una cuenta corriente abierta a
nombre de las fuerzas armadas. No hay nada que reprochar a nadie, todo fue
perfectamente legal, y si el lector busca indicios de corrupción, se equivoca.
Por entonces mi
abuelo paterno, al que nunca tuve el privilegio de conocer, diligente y excéntrico,
bien informado y vividor aventajado en ambiciones, trabajaba en una oscura
oficina del ayuntamiento madrileño. Leía diariamente el periódico y fumaba en
pipa. Contaba con 45 años de edad y un bigote que le daba el perfil entre heroico
y cortesano, tres hijos casaderos, una mujer sacrificada, y la nómina tan
escasa que del billete de 500 pesetas hacía un mito.
Probablemente
mi abuelo, un ejemplo de cautela, descendiente sin embargo de una saga
reconocida de dudosa honorabilidad y frecuentes querellas judiciales, había
participado en empresas como la que voy revelar a continuación, aunque de
escasa importancia, pero nadie lo sabe. Estamos al corriente, sin embargo, de
que apenas tres días después de la firma del contrato entre la industria automovilística y las fuerzas armadas, ponía
en práctica una temeraria acción. Mis allegados, con los que consulté para
escribir esta aventura, aseguran que el abuelo hizo una visita al Rastro donde
compró un traje militar, al que cosió en las hombreras la estrella de cuatro
puntas que le reputaba como General de Brigada, aunque tengo oído a mi abuela
que lo guardaba desde tiempo atrás. Poco o nada aportaría conocer el detalle,
nos preocupa más la acción, y saber que a primera hora de un sábado del mes de
agosto, vestido de General de Brigada, y asegurando que iba comprar todas las
series de un número de la Lotería Nacional, excusó su ausencia del hogar.
Mentía. A la
puerta de su casa, a bordo de un jeep lo esperaba un individuo de indudable
planta alemana con falsos galones de
sargento, al que llamó por su nombre.
–En marcha
Wilhlem… ¡Vámonos!
El General de
Brigada D. José Zaragoza y Huesca,
Los soldados no
podían evitar sonrisas de satisfacción que encubrían ante el rostro pétreo del
falso General, quien les miraba desde la profundidad de unos ojos escrutadores
y severos, o detallaba breves indicaciones del trabajo a realizar, desde la altura de una abrumadora y dominante voz
de barítono. Después se dirigieron a la entidad bancaria en que había tenido
lugar la operación entre la fábrica de automóviles y el ejército, donde el aparente sargento, adelantándose secundado
por los tres soldados, anunció la llegada del General con una voz desgarrada y
potente:
–¡Va a hacer la entrada en esta oficina el
General D. José Zaragoza y Huesca!
El gesto bastó
para que la nómina de empleados en su totalidad se levantara de los asientos
adoptando la posición de firmes, frente a un quinteto de militares que por la envergadura
hubiera pasado por ser la selección de basket americano. Una vez en su
interior, mi abuelo fue conducido hasta el despacho del director a quien mostró
un pergamino al que no faltaban sellos, ni firmas, ni otras formalidades
supuestamente legales, y solicitó que se
le entregara el dinero ingresado por la fábrica de automóviles tres días antes,
al objeto de transportarlo hasta las cámaras acorazadas del Cuartel General, en
Madrid, junto a la plaza de Cibeles.
El director de la
oficina tomó el teléfono y mantuvo una breve conversación con el vicepresidente
de la entidad, al que informó de la presencia de un General que reclamaba los
50 millones de pesetas. El alto ejecutivo, que se disculpó repetidamente de la
falta de tiempo y el exceso de trabajo, respondió al otro lado de la línea con
firmeza:
–Cumple usted con
su deber al poner en mi conocimiento el movimiento de una cantidad de dinero
tan elevada, pero por favor… ¡no le ponga objeción alguna nada menos que a un
General… ellos son quienes tienen en su mano los destinos de España!
El director
trasmitió la orden correspondiente a los subalternos, y relajó el gesto. Unos
segundos más tarde confraternizaba con el General y pasaba a realizar un
sumario reconocimiento de la dura y sacrificada vida del militar de carrera, o
de la responsabilidad menos meritoria de la suya, para terminar por solicitar al General
algún favor personal, que éste dijo
poder conceder probablemente al concluir su misión, saliendo del despacho a
esperar junto a los soldados en la zona común de la oficina.
El tiempo
pareció congelado durante los quince minutos siguientes; las funcionarias,
inactivas e inmóviles parecían atrapadas por la apostura de un militar de alta
graduación, que apenas si reparó en ellas mirándolas fugazmente desde su metro
y noventa centímetros de alzada; los empleados, en una anormal y estúpida
posición castrense, no habrían la boca, y si lo hacían era para alegar
invariablemente “Sí mi General, sí mi General” a todo comentario, tuviera o no
tuviera razón de ser. Por lo demás, imperó un conveniente y estricto orden
alterado por un conato de diálogo
establecido entre una secretaria y el aparente sargento alemán que pareció
gallear inoportunamente, cortado de raíz por mi abuelo al dirigirle una mirada
de reprobación y algunas palabras:
–¡Sargento,
compórtese! –le dijo, atrayéndolo con un ademán significativo e insistiendo
apenas en un susurro: –No es momento de conquistas fáciles, no olvide que somos
como el gato que va a zamparse de un bocado a todos los ratones.
El alemán cambió
su actitud como el gallo que ha sido golpeado en toda la cresta, y el
General permaneció inmóvil, en
inalterable estado de ánimo hasta ver salir la maleta que inspeccionó breve y
visualmente, constatando que en su interior se apilaban los billetes
ordenadamente, antes de firmar el convenido documento de recepción. No se
perdió un segundo más. Puestos en marcha, el director recibió la confirmación
del ingreso de su hijo, de forma inmediata, en la academia militar de Zaragoza, y en agradecimiento se cuadró ante mi abuelo en señal de respeto;
mi abuelo cerró la puerta de la oficina, a su espalda, y siguió a los soldados
que introdujeron la maleta en el jeep.
Después y sin pérdida de tiempo se dirigieron al Cuartel General del
Ejército, junto a Cibeles, y detuvieron el automóvil en las cercanías de la
puerta principal, donde mi abuelo anunciando que habían llegado al destino
ordenó a los soldados abandonar el vehículo. Sacó del bolsillo trescientas
pesetas que les entregó sugiriéndoles la conveniencia de gastárselas en
comprarse un traje, les recomendó presentarse tres días más tarde en ese mismo
cuartel, con el documento que les había
firmado, y regaló seis entradas para ver un
acontecimiento irrepetible: la corrida de toros, del día siguiente 8 de Agosto de 1948, en la Plaza de Vista
Alegre de Madrid, y por vez primera recogida en pruebas de retransmisión
televisada. El obsequio que pareció excelente a los soldados fue recibido con
emoción, y un tímido comentario:
–Gracias
mi General, no es necesario tanto, sería suficiente con tres entradas.
–Pues bien, las otras tres las revendéis, y os vais de putas si es
vuestro gusto.
A continuación, sargento y General se
despidieron de los soldados
intercambiando un saludo militar de teatral escenografía, sus botas
levantaron esquirlas del pavimento y provocaron el entusiasmo espontáneo de más
de un centenar de peatones y curiosos, que merodeaban por la Plaza de Cibeles.
La operación había concluido. El
capítulo siguiente consistía en huir, abandonar el lugar, alejarse de la
ciudad, fugarse del país y hasta del continente europeo, pero no está en
nuestras manos pormenorizar o aportar detalles de la evasión del dinero y los delincuentes.
Todo salió bien. El destino
premia las mayores atrocidades si se llevan a cabo inteligentemente, ninguna
pista condujo hasta la recuperación de la voluminosa fortuna, y jamás aparecería el jeep, ni el aparente sargento de
impronta germánica que lo conducía, ni aparecería mi abuelo al que se dio
oficialmente por muerto, a todos los efectos, antes de que mi abuela contrajera
segundas nupcias.
El lector encontrará lagunas en un
relato cuyas únicas aportaciones son producto de la investigación de los míos o
de mi mismo, y en efecto persisten las dudas. Nadie dispone de pruebas que
aseguren que el conductor del jeep Wilhelm Voigt, (nieto de Wilhelm Voigt, el
afamado teutón que acometiera golpes idénticos a principios de siglo XX en su
país) fuera el cerebro, o lo fuera mi abuelo, heredero de una saga de diestros
y expertos carteristas de Madrid, asociado en este caso a un estimable
colaborador.
El atraco se mantuvo en el más
absoluto secreto, por decisión política, al objeto de evitar el efecto
multiplicador o el trago del ridículo público, y los informes policiales
permanecen clasificados como materia reservada en los archivos del Estado Mayor
del Ejército, a día de hoy.
En el seno familiar hay preguntas que no
podrán responderse, y consideraciones emocionales que el tiempo ha cambiado de
signo. Mi abuelo fue tenido por
sus descendientes por un tipo desleal, infiel, y falto de originalidad. Un
desertor de los deberes más elementales, y de pocos escrúpulos. ¡Un crápula! Lo
juzgamos con severidad y aplicamos los epítetos más crueles, le tildamos de
ladrón, antipatriota y derrotista; lo acusamos de soberbio pretencioso;
renunciamos a celebrar su aniversario pensando que rendíamos un homenaje a la
barbarie; e impusimos el silencio en el entorno familiar, eclipsándolo al tomar
conciencia por fundadas sospechas de que vivía espléndidamente en California.
Pero el destino y el tiempo vendrían a
desconcertarnos. 50 años después y desde California, vencidos innumerables
obstáculos legales, ayudados de abogados americanos cuyos honorarios
astronómicos hubimos de satisfacer, sus herederos nos repartimos una importante
fortuna, que ha puesto alas a nuestro
estilo de vida. Supimos al tiempo que él mantuvo con sobrada suficiencia
económica la casa de mi abuela, valiéndose de imaginativos artificios que nadie
sospechó, y tal conocimiento acabó por
determinar un cambio radical en la apreciación de su calidad moral. De
vilipendiado y maldecido por su descendencia, pasó a representar el modelo
ideal de hombre y… ¡ser venerado!:
Hemos mitificado a mi abuelo.
Extendido sobre el reparo de su moral un
manto de flores.
Pedido para su recuerdo el nombre de una
calle en Madrid.
Exigido al ejército el nombramiento de
General de Brigada.
Y montado sobre el pedestal que antes
perteneció a Napoleón, su busto en mármol, fumando en pipa, y esculpido por un
artista de la escuela de Rodin.
No deben ponerse reparos a las obras
bien hechas de mi abuelo, sino
admirarlas.
Mariano Martín Sánchez-Escalonilla.
Que jodío, tu abuelo.
ResponderEliminarSí, mi abuelo fue un sinvergüenza notorio.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarfue un regalo leerte gracias
ResponderEliminarfue un regalo leerte gracias
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