Era domingo,
anochecía y en las pantallas acústicas se oía la sonata Claro de Luna de
Beethoven. Libres de obligaciones ambos hermanos, concentraban la atención en la disputa de una
reñida partida de ajedrez sobre el tablero que descansaba en la mesa del
escritorio, campo de batalla incruento para dilucidar una vez más la primacía en
el juego. Con las blancas, y aparente ventaja en material, jugaba el sacerdote
de la parroquia, un hombre popular y despierto, exitoso, jovial, comunicativo, treintañero,
muy querido por los vecinos, y participante activo en actos festivos y
deportivos de la villa, junto a los mozos y como uno más.
Frente a él,
Rodrigo, su hermano mayor y concejal del ayuntamiento en la oposición, golpeaba
su frente con la mano derecha lamentándose, movía un alfil en dirección
ascendente hacia la izquierda, y capturaba un peón bromeando con el hecho de
que las piezas que imitaban obras maestras del Renacimiento Italiano, le
proporcionaban la misma satisfacción que comerse un cardenal ataviado con todos los ornamentos
del cargo. Acto seguido el sacerdote, que no pudo ocultar la sonrisa que
traiciona una falsa humildad, anunció a su hermano:
–¡Jaque mate en
dos movimientos!
Después salió
del despacho dejando a Rodrigo aligerándose el cuello de la camisa y mesándose
el cabello. Y tras recorrer el corto pasillo que conducía a la cocina, abrió la puerta del frigorífico, extrajo la
botella de un vino blanco con denominación de origen Xaló, tomó dos copas para
retornar frente al tablero de ajedrez, y se dirigió a su hermano
aleccionándole:
–Rodrigo:
pagas caro un error en la apertura que no puedo perdonarte. Me ha sido más
fácil ganar esta partida que explicar a los feligreses de la parroquia, convincentemente, el sentido de la vida.
–Sí, me ha
traicionado un impulso irreflexivo, me he precipitado –asintió Rodrigo
recolocando las piezas con ánimo de tomarse la revancha– veremos en la próxima
partida si…
–¿Y te dejas traicionar por tus impulsos,
gozando de libre albedrío?
–Bueno, ya
sabes que no me cuento entre quienes creen en el libre albedrío… esas son cosas
de la Iglesia… ¡cosa vuestra!
–Vaya, eres
determinista.
–Siempre te lo
he dicho. Si no puedo controlar a voluntad mi tensión arterial, ni dotarme de
la capacidad intelectual deseable, ni interrumpir el ritmo a que envejeceré
inevitablemente, ni cambiar los instintos por la razón… Si ni siquiera he
podido elegir al nacer, ser hombre, ser mujer, o ser un león africano; ser
rubio y alto en vez de moreno y bajo; nacer en París o Nueva York en vez de en
Albacete… la libertad es una ficción tan ilusa como la esperanza de
reencarnarse en el Cid Campeador –contestó Rodrigo irónicamente.
–No lo veo
así, Rodrigo. No he elegido ninguno de tus presupuestos y soy libre.
–Hermanito,
yo diría que adaptado y sumiso a Roma, cosa muy distinta. Y te diré otra cosa:
ni siquiera te conviene serlo y exponerte a sus riesgos, porque un ser libre
podría hacer cualquier barbaridad y no lo que la gente espera de él… quiero
decir que no tiene por qué someterse a las convenciones sociales ni a sus costumbres; el ser libre es un ser imprevisible,
no se debe a nada ni a nadie, como resultado de ello no depende de la dictadura
de la moral de vía estrecha… y ya sabes que la ocasión la pintan tentadora y hace
al ladrón.
–No comparto
tus valores materialistas… El libre albedrío y el amor, el amor y el libre
albedrío son las bazas más valiosas a nuestro alcance –abundó el sacerdote
exhibiendo una condescendiente sonrisa.
–¡A mí me vas
a hablar de amores! Enamorarse tampoco es una decisión libre, se enamora un
instinto que te arrastra y tratará como un pelele, condicionará tu vida, y en
ocasiones para hacerla imposible. El amor es una fiera que se niega a ser
domesticada… un trastorno irracional.
El sonido del
teléfono interrumpió la oratoria del laico que guardó silencio, y escuchó al
sacerdote responder con monosílabos intermitentes, afirmativos, y en tono
contenido y visiblemente emocionado. Acabada la conversación colgó el aparato,
y comunicó a Rodrigo la improrrogable necesidad de salir de inmediato para
atender, en los últimos auxilios, a una mujer enferma a las puertas de la
muerte. Atacado por un inusual estado de nervios, recogió una voluminosa bolsa
preparada al efecto, y salió precipitadamente de la residencia seguido de Rodrigo,
quien le preguntó si deseaba que le acompañara
obteniendo una respuesta negativa:
–Gracias por el
ofrecimiento. No necesito acólitos y debo de ir solo. No conviene provocar una innecesaria
atención de la vecindad, a veces incluso no es más que una falsa alarma.
–¿Se trata acaso de alguna personalidad?
–Sin duda, muy importante –asintió el
sacerdote.
–Por aquí hay
familias nobles… ¿Pertenece a la nobleza? –insistió Rodrigo.
–Así es, pertenece a esa clase que tú denominas
anacrónica y decadente.
–Bueno,
créeme yo también sé apreciar los valores individuales cuando los hay.
–¡Tú no
sabes apreciar nada! –dijo, el sacerdote acelerando el paso para salir.
Unos segundos después, al cruzar la acera, daba
un traspiés golpeando el bastón de un invidente
que tanteaba con precaución rutinaria el terreno, y se excusaba insistentemente
a sabiendas de que lo hacía frente al vendedor de lotería, el ciego del barrio,
un hombre popular y cercano que reconoció al sacerdote por la voz.
–No, no ha
sido nada y nada tengo que perdonarle Padre Anselmo… andar por la calle a estas
horas sólo se le ocurre a un ciego… la culpa es mía, deberían de prohibírmelo… –dijo
con tono de indisimulado sarcasmo.
–¡Por favor
Damián! ¡Por favor!... Usted no es culpable de nada, de nada, amigo...
–Entonces… –interrumpió
el ciego acentuando el sentido cáustico– siendo como soy un ser inocente, ¿ya
sabe quién es el culpable de que yo no vea nada, y el artífice de que usted lo
vea todo?
El sacerdote
que recordaba las acostumbradas trampas dialécticas del ciego palmeó su hombro
amistosamente, le aseguró que encontraría otro momento para discutir aquel
asunto, y al tiempo que arrancaba la motocicleta aparcada en la zona reservada de la vivienda,
partía como una exhalación sin más
formalidades.
Rodrigo asistió sin intervenir al cruce de palabras entre su hermano y el ciego con quien mantenía una amistosa relación. A la partida del primero le saludó cortésmente, y felicitándole por su ingenio tras verlo pasar palpando con el bastón el estado del pavimento, se introdujo en su casa pensativo y arrepentido de la terquedad con que combatía los principios de su hermano, jurándose atemperar sus actitudes radicales en las próximas oportunidades.
A la entrada
de la mañana del día siguiente las campanas de la iglesia, monótonas, tañían
con tono lúgubre emocionando las conciencias de la vecindad, y un crespón negro
oscurecía la bandera a media asta en el balcón del ayuntamiento. El pueblo
entero conmocionado, preparaba el funeral. La muerte de un ser humano es la
muerte de una parte de cada uno de los seres humanos del entorno, y el fatal
desenlace conmovía los cimientos y el corazón de los ciudadanos de la comarca.
Al anochecer
cinco religiosos de la diócesis, incluido el deán del cabildo catedralicio y el
obispo, concelebraban una misa de córpore insepulto, por la eternidad de su
alma. Lo hacían con el fondo de un lastimoso réquiem entonado por el órgano a
manos de un organista, traído a propósito desde la capital, acompañado de un
espléndido coro de voces masculinas.
La iglesia revestida
de solemnidad la abarrotaban gentes de toda condición social, y algunas de rara
asistencia a todo acto litúrgico. Llegada la homilía, el obispo y oficiante
principal de la misa, en un cálido y afectivo homenaje al cuerpo presente, hizo
un canto al espíritu de sacrificio altruista; un elegíaco canto a la actitud
pastoral del sacerdote que, en la madrugada de un día cualquiera del frío
invierno, volviendo de cumplir con la sagrada administración de los últimos
sacramentos a quien sufría, a bordo de una motocicleta impactaba brutalmente
contra un vehículo agrícola parado en el arcén, y como consecuencia
desangrándose sobre el asfalto de la carretera, fallecía.
Plantado en
el discreto extremo lateral de la nave de la iglesia, inmóvil, permanentemente
en pie, abstraído y ausente, Roberto evocaba los últimos minutos que viera con
vida a su hermano, grabados en la memoria como se graban las historias
inconclusas, que por sus velados enigmas nos inquietan hasta encontrar una
solución acertada.
Ante la insaciable curiosidad de los
asistentes al ritual, en la primera fila de bancos y a la derecha del féretro
que contenía los restos mortales del sacerdote, permanecía sentada la joven
enferma a la que quiso auxiliar in extremis. Su presencia concitaba
todas las miradas. Pálida, oculta tras de unas gafas negras, y
afortunadamente restablecida de la
dolencia terminal, milagrosamente, a juzgar por el rumor insistente que corría
por el pueblo, lloraba con un desconsuelo indescriptible e inenarrable; con la
aflicción translucida en el atuendo de riguroso luto, que no rompía la
delicadeza de sus naturales ademanes de clase.
–Hermanos: No disponemos de la
profundidad teológica y escolástica suficiente para escrutar los caminos
de Dios; los caminos de Dios son
inescrutables, y la fragilidad de la existencia humana traiciona los deseos más
sentidos… –oraba el obispo.
Las palabras
sonaban muy lejanas a Roberto, quien miraba fijamente a la joven rescatada de
los brazos de la muerte con la inocencia del hermano mayor. Desprovista de las
gafas que la ocultaron en los primeros momentos y realzada su delicada
elegancia, el óvalo perfecto de su cara, sus facciones de expresiva y seductora
sensualidad, sus pestañas infinitas, la belleza de unos ojos claros e
inconmensurables que reflejaban ingénitas ansias sentimentales y evocaban
nostalgias irreprimibles, le sugerían alternativas a la interpretación del
drama, en tanto la imaginación se negaba a apartarse de su hermano, y se decía:
–Los caminos
de Dios son inescrutables… algunas veces… señor obispo.
MARIANO MARTÍN S.E
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