–Hay tres rutas por las que llegar… ¿Prefiere
alguna?
–No conozco la ciudad, decídalo usted…
es el profesional.
–Entonces lo haremos por la más corta.
Además, y si no le molesta, aprovecharé para recoger las entradas para una
ópera, en el teatro “Las Valquirias”.
El taxista, un hombre de entrecejo
poblado y esquiva mirada, no opuso resistencia alguna a la solicitud de fumarme un cigarrillo en el interior, me pidió que abriera la ventanilla para
aligerar la densidad de humo y aceptó gustoso el que le ofrecí. Después
excusándose por carecer de cenicero, pidió que tirase la ceniza al suelo, y
aseguró que la circulación era lenta en cualquiera de las rutas que hubiéramos
elegido.
–Desde que los pobres tienen coche, el
tráfico es un caos. Iremos despacio.
Puestos en marcha, abandonamos la plaza
en la que no parecía existir vida humana,
bordeamos un cementerio, y entramos en el parque de arbolado de hoja
caduca donde un rebaño de cabras, que pastaba rastrojos de escasos y sucios
hierbajos, era vigilado por un pastor al que la intención de fornicar con los
animales parecía estar escrita sobre su cara. De tanto en tanto, en los
márgenes de la calzada que dividía el lugar, familias enteras parecían tener su
residencia sin más techo que los altos y aborregados cirrocúmulos. Al ruido del
automóvil, media docena de buitres carroñeros empleados en extraer las vísceras
de un animal envuelto en alguna prenda textil, levantaban el vuelo, y el
taxista comentó algo que me sobrecogió hasta el espanto, y no pude creer:
–Todavía les quedan restos por devorar
de esa misma pieza. Se están comiendo el cuerpo de un soldado muerto, un paracaidista
caído accidentalmente sobre el lugar, esta misma mañana. Bien visto es un
trabajo ahorrado a los servicios funerarios de la ciudad.
Miré severamente al taxista y callé
pensando que estaba loco o pretendía que lo tomara por tal. Un poco más
adelante, y atravesada la zona verde, tomamos una arteria bulliciosa, empedrada
y llena de colorido. Una verdadera galería de inacabable diversidad, salas de
fiesta, grandes escaparates, música callejera, predicadores, excentricidades
originales y espectáculos populares, en la que no circulaba un solo coche.
Mendigos con cara de hambrientos, descuidados de barba larga y chaquetas
raídas, sentados sobre algunos bancos de hierro fundido a la puerta de una
iglesia cerrada a cal y canto, pedían una limosna que nadie les daba. Tres borrachos con sendas botellas metidas en los
bolsillos de sus chaquetas, cantaban canciones obscenas y de ningún respeto a
la autoridad humana o divina, y dos fornidos mozalbetes se burlaban de una
señora a la que golpeaban en la cabeza antes de robarle el sombrero, y alejarse de allí con grandes risotadas.
Eran los prolegómenos de una carrera en
la que yo, sentado junto al taxista, comencé a
inquietarme al comprobar que, éste miraba con frialdad e indiferencia
una escena como aquella, ante la que me sentí obligado a comentar:
–¡Qué falta de respeto!... Hoy la
juventud ha perdido la vergüenza.
–Sí, –respondió el taxista– en vida del
Caudillo no pasaba esto.
–Tampoco en tiempos de Don Pelayo –repliqué.
El automóvil pasó un largo espacio con
bancos, obstáculos e irregularidades en la calzada, que obligaron al conductor
a reducir la velocidad considerablemente, y en algún momento llegué a temer que
no pudiera continuar circulando. A la derecha, y en un sucio portal de vecinos
pobremente iluminado, un anciano sodomizaba a un joven muchacho, un espectáculo
que sin pasar desapercibido para ambos simulamos no ver.
Junto al primer kiosco de prensa, el
tipo que llevaba una cabeza humana bajo su brazo derecho, y andaba publicitando a viva voz una velada de lucha
libre, no podía ocultar la satisfacción de quien exhibe un trofeo, y adoptaba
posturas culturistas haciéndose valer frente al puñado de prostitutas, que
provocaban a los transeúntes escandalosamente promiscuas, realizando
insinuantes movimientos de caderas.
Apenas un palmo más allá se
amontonaban sobre la acera cantantes de rap, trileros, camellos, carteristas y
rufianes, crápulas fracasados y vividores, hedonistas recalcitrantes y tatuados,
alcahuetas, proxenetas y gentes tan raras que arrancaron de mi boca,
irremediablemente, un comentario desdeñoso:
– Sodoma y Gomorra juntas, contaban con
menos corruptos que esta calle.
–Si esto llega a oídos de Dios, no deja
de ella piedra sobre piedra, –zanjó el taxista antes de ironizar–: ¡Nunca me he
creído que el hombre sea un animal racional!
Junto a la entrada de un despacho de
quinielas, un torero vestido de negro
desde las zapatillas a la montera, y con la muleta del mismo color, firmaba
autógrafos y vendía fotografías que reproducían algunas de sus mejores artes.
Apiñados, decenas y decenas de turistas extranjeros o ciudadanos del país que
deseaban saludar personalmente al diestro, lo asediaban.
–Naturalmente. Es el matador retirado
Lucerito de Torquemada, y tuve la oportunidad de verlo en la célebre corrida de
Nimes, en Francia. Toreaba a un toro blanco, dando muestras de su habitual
extravagancia, y le cortó en vivo las dos orejas paseándolas triunfalmente por
el coso, llamando la atención de los
espectadores con una insolencia detestable. El hecho pareció irritar la
conciencia del animal, que derribó a Lucerito, y tras voltearle repetidamente
haciéndole caer al suelo como a un muñeco, terminó por humillarle del modo más
indecente: orinando y defecando sobre su cuerpo, tendido en la arena mientras
protegía la cabeza con las manos, antes de babearle. Más que otra cosa
sorprendió a los espectadores que, los integrantes de la cuadrilla del torero
aplaudieran al toro sin intentar en ningún momento auxiliar al maestro.
El taxista, cuya sensibilidad parecía
conservadora, rió abiertamente al escuchar una historia que ya conocía, y
añadió que al toro le habían levantado un monumento en la Plaza Mayor y dejado
de semental en una prestigiosa ganadería de Salamanca, pero suspendió el
comentario cuando interrumpidos por una
manifestación detuvo el vehículo. Algunos centenares de manifestantes
atravesaban la calzada enarbolando banderas de diversas nacionalidades y una
pancarta escrita en un idioma que no
entendí. Les seguían un nutrido grupo de personas con notables dificultades
motoras, entremezcladas con decenas de mutilados, mendicantes e indigentes, o
sordos de tan indignada actitud que parecían hablar. Creí que se trataba de
reivindicar atención sanitaria y pública para extranjeros sin papeles, pero
reservé mi opinión al observar que el séquito lo cerraba un grupo de
exlegionarios, de las guerras de África,
que desplegaban una pancarta con el retrato del general Picasso, protestando por las exiguas
pensiones recibidas del Estado.
–Oiga amigo, –le dije al taxista–
estoy confundido con el panorama humano tan peculiar que pone a mi alcance,
parece salido de un relato surrealista.
–Ya lo creo, surrealismo en la más pura
expresión– enfatizó el taxista indicándome el cartel informativo más cercano,
en el que podía leerse algo que me hizo temblar:
Seguíamos avanzando. En la calzada no
había más vehículo que el taxi, ni más obstáculos que un cochecito de bebé que
se llevó por delante, y una ordenada procesión de penitentes que portaban velas
de cera encendidas, aireando sus pesares
en el medio de un sepulcral silencio donde la calle se volvía umbrosa. Al son
de una carraca de timbre rocoso, agitada desde la cabecera de las columnas de
nazarenos, el espectáculo de inexpresable atractivo, estremecía. Cabizbajos y
solemnes, cargados de sentimiento de culpa y arrastrando los pies, los hermanos
de la cofradía vestidos de pardos y austeros sayones de tela de saco,
inspiraban una profunda y penosa tristeza, el dolor infinito del alma
torturada, o la pena que produce la incertidumbre que acosa al soldado raso
tras una batalla perdida. Las cuatro columnas de escrupulosa alineación y
formadas por orden de estatura, flanqueadas por curiosos mirones a ambos lados
de la calle, retuvieron el avance del
taxi al que hubo que parar el motor por la exigencia de una pareja de la policía municipal.
–Los nazarenos girarán en la próxima
travesía, a la derecha, por la Calle Devoción, y les dejarán el camino
despejado, –nos informó un agente de la autoridad– la espera será breve, pero
disponemos del tiempo suficiente para ponerle una multa reglamentaria, señor…
¡Circula usted por una calle peatonal!
–¡Maldita sea! No lo había advertido,
es mi primer día como profesional del taxi.
–Y será el último, aunque le dejo
continuar por respeto al pasajero que lleva. El informe que le extenderé
acabará con una carrera que nunca debió empezar.
El policía enmudeció, sacó una libreta y
garabateó sobre ella, no sin pedir los correspondientes permisos reglamentarios
al taxista, que firmó la denuncia en medio de acerbas críticas contra el
gobierno y la falta de libertades para los hombres con iniciativa. Unos minutos
más tarde, y despejada la calzada, el taxista hizo intención de arrancar el
vehículo, pero desistió enseguida dándome cuenta de que no funcionaba el motor
de arranque y deberíamos empujarlo. Abrí la puerta y salí al exterior respondiendo
a la petición del taxista, e hice inmediata intención de moverlo apoyando mi
hombro sobre la aleta trasera derecha. Un momento después un grupo de
individuos que semejaban muertos vivientes, vestidos de particulares y
andrajosos ropajes, con los ojos rojos como cerezas, los rostros descompuestos,
las barbas crecidas y descuidadas, vacilantes de andares y expresiones bocales
incongruentes, se aplicaban imitándome hasta conseguir ponerlo en marcha.
El motor rugió despidiendo por su tubo de
escape un hedor diabólico, y abandonamos el lugar tras ocupar mi asiento junto
al conductor. Un par de centenares de metros más adelante, la cartelería
publicitaria del teatro “Las Valquirias”, especialmente brillante y luminosa,
anunciaba el estreno de una ópera rock cuyo título destacaba por el mensaje
subliminal: “Los amores de Belcebú”. Junto a la puerta del teatro, un individuo
agitaba los brazos, llamando nuestra atención. El taxista, que reconoció al
hombre, me anunció que se trataba del amigo y empleado del establecimiento que
le obsequiaba con invitaciones para el estreno de la obra, redujo la velocidad
y finalmente paró el vehículo a su altura. Abrí la ventanilla situada a mi
derecha, y adelantándome saqué la cabeza por el hueco para recibir al sujeto,
que indiferente a mi acción saludó brevemente al taxista entregándole las invitaciones.
Después… Nunca hubiera sospechado yo las intenciones que ocultaba aquel tipo,
porque el destino tiende celadas que nuestra ingenuidad no espera. Tengo un
recuerdo vago y oscuro del dramático momento por el que pasé, pero no me anima
ningún deseo de echarle literatura a un capítulo tan importante de mi
existencia.
La mano larga y huesuda de aquel sujeto,
una garra de férrea y salvaje contextura envuelta en un guante de látex, me
agarró del cuello apretándome tan fuertemente que me cortaba la respiración y
amenazaba estrangularme. Asido fuertemente por ella, que tiraba hacia afuera,
mis brazos y manos aplastados contra la puerta quedaban anulados para ejercer
ninguna oposición. La firmeza de la tenaza humana superaba mi leve resistencia,
y sus uñas rasgaban mi piel haciendo correr los primeros hilos de sangre que
sentía empapar el cuello de mi camisa. La angustia se apoderó de mí. Por un
instante, y en los primeros estertores que anunciaban la muerte, la película de mi vida, efímera y de proyectos
apenas esbozados comenzó a pasar por mi mente al tiempo que la entrada en un
túnel cegaba mis ojos, y a la salida me deslumbraba una luz envuelta en
sublimes acordes del Réquiem de Fauré en la apoteosis musical de trompas,
trompetas y fagotes. Comencé a experimentar un abandono absoluto de la voluntad
y el desprecio por el pasado. El retrovisor recogía mi rostro amoratado, mis
ojos sin expresión y la lengua afuera; la vitalidad se despedía de mi
conciencia, sin añoranzas, y terminó por invadirme el conformismo de quien
completamente derrotado abandona el mundo. Se consumaba la tragedia personal,
en tanto el taxista revelándose como un traidor, se dirigía al agresor
pidiéndole antes de sonreír de forma macabra:
–Aniceto, remátalo y echa su carne a los
buitres, pero recuerda que debe parecer un suicidio… ¡recuérdalo!
La advertencia produjo en mí una súbita
y formidable reacción, deseos sobrehumanos de volver del más allá. Giré mi
cabeza movido por la insaciable y desesperada ansia de respirar en un impulso
irrefrenable, atrapando con la boca la
mano asesina, y abrí los ojos: Junto a la cama del hospital, el cirujano
quejándose con ayes de dolor trataba de
sacar la muñeca de la mano derecha de mi boca, al tiempo que tranquilizaba mi
estado de ánimo con pronósticos esperanzadores:
–Todo va bien, la intervención
quirúrgica ha sido un éxito. Ha dormido usted tan profundamente como un niño, y
se repondrá pronto. Ahora vuelva aquí, a la realidad.
–Doctor…. ¿Entonces, de dónde vengo? –inquirí
sorprendido.
Mariano Martín S.E.
Ni Dante se hubiera atrevido a tanto. Lo he leído de un tirón ¿Por qué? porque no es un relato 'al uso', por ser diferente, original y con una ligera tendencia, fíjate que paradoja, a no tratar de gustar. Podría pasar por un buen guión para la saga apocalíptica de Mad Max ¡Pues, hasta veía a Mel Gibson dentro del taxi! Buen trabajo.
ResponderEliminarCervantes: Sinceramente me lo inspiraste tú cuando escribiste aquel sueño de la visita a la Universidad laboral. Un saludo y Gracias. Mariano Martín.
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