Para Adam
Smith, insigne economista y filósofo liberal del siglo XVIII, “El trabajo
es la fuente de toda riqueza”. Hoy nos parece un reconocimiento de
catón. Una obviedad. Mas el trabajo como
valor apreciado tiene en su origen un inconfundible sello burgués acuñado en el
mundo protestante, y connotaciones revolucionarias aplaudidas por la
modernidad. Pero ciertamente, el trabajo antes fue denostado por hidalgos,
nobles y conservadores del antiguo régimen, quienes anteponían la guerra, el
honor, la oración, el ayuno, el espiritualismo ascético o la aplicación del
cilicio, como méritos mayores.
También la cultura
grecolatina consideró el trabajo deshonroso y embrutecedor para el hombre
libre, u ocupación de esclavos desheredados y a precio de mercado. El trabajo
pues, es un valor del mundo moderno que, en progresos constantes ha ido ganando el respeto de tirios y
troyanos, y cuenta con la estimación, al menos aparente, de las ideologías más
dispares.
A los
liberales de la época de Adam Smith les sucedió y secundó Karl Marx, quien
afirmaba que se han buscado muchos elementos diferenciadores entre el animal
común y el hombre, pero que lo que distingue a uno del otro es: “El
trabajo como actividad creadora, transformadora de la naturaleza, y expresión física y mental propia
del hombre”. Esta concepción del trabajo que honra al que lo ejecuta,
era la mejor manera de dignificar y ennoblecer
al trabajador, dejando un espacio de duda sobre la condición de quien no lo era. Es decir, de ensalzar a
los asalariados de su época que, por prejuicios enquistados se daban por
miserables parias asilvestrados y sin derechos, o ganado humano sin educación,
sin cultura, sin méritos ni vergüenza, sin dignidad y sin futuro.
La
consideración del trabajo por liberales y marxistas tuvo tal éxito que, el
Vaticano que había introducido en el Catecismo la condena expresa de
Liberalismo y Marxismo, se alineó en este tema con sus enemigos. De manera que
en el año 1955, es decir muy tardíamente aunque oportuno y en abierta actitud
de reconquistar a la perdida clase asalariada, instituyó la Fiesta de San José
Obrero, precisamente, el día 1º de Mayo. Reparaba así una injusticia histórica,
reinterpretando el Génesis, en la que
hasta entonces no habían caído generaciones y generaciones de prelados, papas u
obispos. Y lo sustanciaría Monseñor José María Escribá de Balaguer asegurando que: “El
trabajo es una vocación inicial del hombre, una bendición de Dios, y se
equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo”
Pero la glorificación del
trabajo, contradice el espíritu de la Tradición, o el de las Sagradas
Escrituras en las que se entiende como una condena o maldición divina, impuesta
a Adán en el momento en que es arrojado del Paraíso, donde holgazaneaba ocioso
como un príncipe: “Ganarás el pan
con el sudor de tu frente”. Contra otra cualquiera versión que quiera
ofrecerse, ése, sin duda, es el sentido que han dado nuestros antepasados al
mito bíblico.
Claro que podría decírsenos, que el hombre
fue creado a imagen y semejanza de Dios, y que Dios descansó el 7º día, tras 6
de trabajo, dando ejemplo de obrero explotado eficiente y constante. Pero nadie
con la cabeza sobre los hombros pensará que Dios, infinito en poderes, es un
modesto artesano condicionado por la resistencia física o psíquica, acude
puntualmente al tajo y se fatiga, jura en arameo sudando como un negro, madruga,
es explotado laboralmente y precisa de recuperar el aliento un día cada semana.
No, no es razonable que Dios venda su
fuerza de trabajo y se canse, porque un ente perfecto no puede sufrir y mucho
menos experimentar cansancio. Y como todo lo escrito por los hombres está
sujeto a interpretación, el pasaje del Génesis nos invita a pensar del autor que,
pinta a Dios como una réplica de si mismo: con inteligencia, fuerza física,
voluntad, y sentimientos idénticos a los humanos, en un compasivo homenaje a
nuestra humilde condición animal, sujeta a la tiranía de la naturaleza, la
necesidad, la enfermedad, el drama de la vejez… y la muerte.
Pero un
liberal como Adam Smith, el barbudo
Marx, o Monseñor Escribá de Balaguer retorciendo el cuello al Génesis como a
una gallina, por más que significativos, no fueron la excepción. Definir el trabajo
atareó, y atareará a muchas cabezas empeñadas en sentenciar, a su favor, aunque
ya no se entiende que comporte la realización de agotadores esfuerzos. Las
intensas revoluciones industriales y tecnológicas han cambiado el mundo:
haraganes y zánganos de todo tipo son tomados por trabajadores, y actividades
perezosas o festivas vienen a considerarse actividades laborales. ¡Un fraude! Y
no sorprende que el trabajo haya dejado de exigir el desarrollo de tareas
productivas provechosas para el individuo y la sociedad, pasando a ser labor de
actores y parásitos que venden humo, miran con desidia cómo lo hacen otros,
roban, timan, malversan, especulan, traicionan, sangran, imitan, se
prostituyen, practican la usura, disimulan… El trabajo pues, ya no se sabe qué
es, aunque se tiene por cierto que casi todos lo temen
o rehuyen, que continúa mirándose con desconfianza si no requiere pensar, o que
es tan temido como el diablo, odiado como los enemigos y remunerado en
proporción inversa al esfuerzo que exige su práctica.
Muchos, en efecto, adulan hipócritamente
el trabajo y halagan al trabajador, pocos lo abrazan por vocación, y se quejan
demasiados de un peso que no soportan. En algún lugar me hablaron de una
leyenda popular, que cuenta la historia de un burgués y alcalde de una ciudad,
cuya multiplicidad de tareas le obligaba a exprimir el tiempo y simultanear dos
actividades: las ocho horas de trabajo con… ¡las ocho horas de sueño reparador!
No parece que estemos tan distantes de esa historia, y en opinión de
Santiago Ramón y Cajal, “El ideal del español de buena parte de la clase
media es jubilarse tras breves años de trabajo,
y si es posible, antes de trabajar”. ¿Quién no ha tropezado con
padres orgullosos de los méritos de sus hijos, a los que bendecía la lotería de un buen salario, y un puesto de trabajo en
el que… ¡no trabajaban!? ¿Cuántos de aquellos muchachos, en efecto sueñan, con
la ganga de un asiento burocrático y sin obligaciones, con la plena conciencia
de que trabajar mucho no deja tiempo para ganar dinero?
El
trabajo, en fin, es una dependencia de la que escapan quienes son
extraordinariamente ricos, o pobres abandonados a las puertas de una iglesia y
gentes con suerte. El trabajo no es una bendición de los cielos, ejercido en
libertad, sino una palanca de rendimiento variable que a unos produce
dividendos generosa y abundantemente, y a otros… ¡mantiene en la más estricta
miseria! El trabajo, como el dinero, no es un
objetivo en si mismo, sino el instrumento para conseguirlo; el medio, o el
mal menor que posibilita al hombre alcanzar los fines que
se propone.
Pero al Cielo le es
indiferente que trabaje o se aliste en las oficinas del paro.
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