(Relato)
El pueblo al que llegué mantenía intactos los encantos rurales, o el sello agro y campestre del interior de la península por el que no cruzan carreteras, ni ríos ni ferrocarril, ni ha sido alterado por el paisaje industrial. Muchos años atrás había pisado sus calles D. Miguel de Unamuno, que al tomar conciencia de las artes de que hacían gala sus habitantes para supervivir, o llevar a cabo el profuso inventario de tareas agrícolas y primarias, exclamara reconociendo su calidad humana:
“¡Qué cultos son estos analfabetos!”
Aquella expresión de contrastes había
dejado en el lugar un regusto indudable por el relativismo, además de una placa
junto a la puerta del ayuntamiento en recuerdo del prestigioso e irrepetible
pensador, y un culto profano y popular a su figura.
Me
había llevado hasta allí el deseo de acompañar en el dolor a mi amigo Alberto,
al fallecimiento de su padre en el hospital de la capital de la provincia, tras
una grave enfermedad, y para cuya salvación del alma se celebraba una misa en
la iglesia que presidía la plaza mayor.
En realidad,
cumplía con un deber moral exigido por la estrecha relación de muchos años con
Alberto, hasta entonces Director Administrativo de la empresa en que yo
trabajaba. Y el encuentro con él tuvo lugar a la llegada al templo donde lo vi
afligido, ocultando sus ojos tras unas
gafas negras, y respondiendo con desgana a mi interés por conocer las
circunstancias de su muerte:
–Por lo que
he podido escuchar murió,
afortunadamente, sin sufrimiento –le dije.
–Te han mentido. De la vida no te sacan nunca
con una invitación amable, ni con disculpas por el daño que te causan… lo hacen
a traición. La vida te la arrebatan o expropian de la forma más cruel, te
expulsan a patadas de aquí, como si estorbaras –me respondió Alberto con
involuntario acento premonitorio, y cierta amargura.
–No me valen
los peros. Nos morimos poco a poco, y no hay más consuelo que el de saber de
males peores… o el mal de muchos…
Soporté como
pude el inacabable torrente pesimista de
Alberto, quien a renglón seguido me
pidió que no revelara su verdadera identidad, porque no era el momento de
presentarse como único heredero de un hombre rico, apareciendo como una
estrella rutilante para ser venerado. También me confirmó que, en los últimos
días de la enfermedad de su padre, había renunciado a sus cargos en la
empresa que prestábamos ambos nuestros servicios
profesionales, para comenzar una nueva etapa en el pueblo dinamizando los
negocios paternos. Alberto, que aparentaba humildad, no podía ocultar el
orgullo en una sonrisa velada que adiviné en su rostro, al escucharme hablar de
la importancia de llevar a cabo el sueño de dirigir un emporio empresarial
propio.
Continuábamos en la entrada del templo, y a
punto de dar comienzo la misa de córpore insepulto, nos precipitamos hacía el
interior avisados por un individuo corpulento, calvo y de mediana edad que
resultó ser el acólito de la parroquia, y pareciéndome muy numerosa la cantidad
de asistentes al homenaje religioso, me atreví a sugerírselo en voz muy baja.
–Disculpe señor, hay mucha gente aquí
¿verdad?
–¡Ya lo creo, está todo el pueblo! Este
entierro es un acontecimiento. Pero los acompañantes, con cada uno de los
cuales tiene cuentas pendientes el difunto, podrían estar en una boda si se
celebrara simultáneamente. Ya sabe, todo es relativo –me respondió
interesándose a continuación por saber quienes éramos Alberto y yo mismo.
–Bueno, –mentí azorado– somos los
fabricantes de la lápida del mausoleo.
En las bancadas del lado derecho de la
iglesia se sentaron los hombres, y nosotros lo hicimos en la última fila, no
pudiendo evitar que la feligresía al completo girara sus cabezas, para mirarnos,
en un gesto de extrañeza y curiosidad más que de reconocimiento. Y comenzado el
ritual seguido por el vecindario, nos aplicamos en imitar respetuosamente su
actitud y pasar desapercibidos
poniéndonos en pie con algún segundo de retraso, o sentándonos con un
retraso semejante.
En un momento determinado de la ceremonia,
el sacerdote ilustró brevemente la vida del difunto, elogiándolo y apuntando
que en el mundo corrompido en que vivimos, había navegado con la brújula de la
conciencia por timón, dando la espalda a toda suerte de frivolidades y
libertinajes. Glosó su figura aseverando que había sido un gran alcalde, o que
el señorío de cuna es un designio concedido a pocos hombres, y, añadió el
sacerdote con un tonilla intencionado:
–Se negó muy especialmente a secundar el
deísmo ecologista, y el relativismo laicista que socava los cimientos más
hondos… de este pueblo. Por eso representó dignamente la alcaldía, y sus
negocios florecieron además de…
A la pronunciación de las últimas
palabras, y en ambos lados de la nave del templo, un difuso rumor espontáneo
creció hasta ser apagado por orden del oficiante:
–¡Silencio por favor, estamos en la casa
de Dios!
Terminada la ceremonia, insistí a mi amigo
en las condolencias ofreciéndome para asistirle en cualquier necesidad, a lo
que contestó que me agradecía de corazón
el compromiso, disculpándome de la imposibilidad de asistir al entierro dadas
las seis horas de camino que me separaban de mi residencia habitual, y el apremio
de asistir al trabajo al día siguiente.
–Alberto, nos abandona tu padre, un verdadero hombre. Se va de este mundo un paradigma de la rectitud y el honor, –dije prolongando cada sílaba– pero la vida sigue y sé que para ti hay un anhelo esencial: continuar su obra. Eres un tipo con suerte, Alberto, todo te sale bien y ahora podrás hacer mucho por la gente de este lugar.
–La razón de
establecerme aquí, no es otra que perseguir ese
objetivo.
–En tal
caso, Alberto, tú también podrías ganar las elecciones a la alcaldía.
–Sí me
agradaría, yo imagino que gobernar debe ser bueno, aunque sea un hato de
ovejas –concluyó parafraseando a Sancho Panza.
Me
respondió como quien guarda celosamente un tesoro, y en sus ojos centelleó la
vanidad traspasando la opacidad de sus gafas. Le despedí con un fuerte apretón
de manos y, pregunté al acólito por la
hora a que iba a celebrarse el sepelio.
–Casi
inmediatamente, a las ocho y después del cierre de la gasolinera del pueblo,
temprano para la gente de aquí, a la que gustan los entierros nocturnos
–respondió.
A mi salida de
la iglesia anochecía, y hacía frío. Los cuervos graznaban posados sobre los
árboles mustios y sin hojas, y parecían anunciar el diluvio con que los grises
nimboestratos amenazaban. Un par de minutos más tarde, llegaba al improvisado
aparcamiento y arrancaba el coche dispuesto a volver a Zaragoza, dirigiéndome a
la gasolinera en la que un empleado se me acercó atentamente, mirándose el
reloj y diciéndome que eran las ocho y diez minutos, y estaba cerrada. Sin
embargo, a un gesto mío de súplica descolgó una manguera del soporte, y
suspendido el movimiento me preguntó por
el tipo de combustible y la cantidad que deseaba repostar.
–Me creo en
la obligación tratándose de un forastero… y a propósito… ¿que le trae por aquí,
si no es indiscreto preguntarlo?
–El funeral del padre de mi amigo Alberto
–respondí importunamente.
–¿Le conoció usted como persona? –me preguntó
vivamente interesado.
–Pues no… sólo tengo de él las referencias
ofrecidas por el cura durante la misa. Al parecer era depositario de un
carácter, una templanza e inteligencia admirables, y muy estimado aquí, aunque
viviera entre ustedes solamente los quince últimos años de su vida. Un hombre modélico,
de los que hay muy pocos…
–¡Y no debería haber ninguno! –me
interrumpió el gasolinero– No crea nada de lo que ha oído al cura, florea a los
difuntos como si fuesen divos de la ópera. ¡Era un crápula! En la comarca no había estafa ni desmán en los que no
participara. Entre nosotros, aunque no es momento adecuado para hablar… ¡No se
ha conocido un ejemplo de desaprensivo y caradura que abusara tanto de su
autoridad! Él y el enano, que ha sido siempre su lugarteniente y
vasallo, han obtenido finalmente la suerte que merecían: ¡una quiebra
definitiva!... Pero han tenido al pueblo siempre bien agarrado por las pelotas.
–Pues no es eso lo que hemos oído. Por
otra parte creo que la gente se revela ante situaciones de probada inmoralidad…
–interrumpí un poco sorprendido.
–Si fuera así no existirían las fábricas
de armas, una locomotora industrial que ocupa a químicos y metalúrgicos,
transportistas, intermediarios, administrativos o mineros, ninguno de los
cuales abandona su puesto aunque diga estar moral y definitivamente inclinado
por el derecho a la vida y el pacifismo…
–Debo decir que me sorprende que usted
trabaje sirviendo combustible… le veo muy despierto… –le dije.
–Bueno, tengo otras ocupaciones. Lo natural
en un autoempleado que lucha por la supervivencia. Soy propietario y único
servidor de la gasolinera; el negocio en este desierto no es suficiente, y lo
complemento con los oficios de sepulturero, cartero y electricista. Fui el
último pregonero; llevo mucho tiempo ejerciendo de sacristán en la iglesia y
tocando el armonium en los actos de especial solemnidad, aunque no soy
creyente; y cultivo algunos centenares de árboles frutales… lo mejor que tengo.
–Demasiado trabajo –le respondí.
–Demasiado trabajo para que un timador me
engañe, señor. Y el padre de su amigo, al que llamamos patriarca, me engañó a mí y al pueblo
entero, comprando la cosecha de frutas de tres años, y de la que aún no ha
pagado un céntimo. También hizo desaparecer las aportaciones en metálico
destinadas a la reconstrucción del castillo y el ayuntamiento, o las campanas
de la iglesia vendidas por chatarra… o las puertas de forja del cementerio… y mil cacicadas más.
El hombre
marcó un número de teléfono y mantuvo con el acólito de la iglesia una breve
conversación, induciéndole a buscar entre la comitiva a un forastero que
respondiera al nombre de Alberto, presunto hijo del patriarca.
Seguidamente fue informado de que la comitiva caminaba hacia la gasolinera, con
el ataúd y de camino al cementerio, y cerró el teléfono haciéndomelo saber.
Acto seguido se dispuso a devolverme la vuelta del billete de cien euros. Miró
hacia atrás porque acababa de estacionar un automóvil, que llegó haciendo sonar
el claxon con exigente impertinencia, y
una mirada furtiva le bastó para reconocer al conductor del mismo, un individuo
del que me dio información de inmediato.
–Éste,
–apuntó manteniéndose de espaldas a él– es un espécimen de armas tomar. Un
personaje arrogante e intratable, de un incurable complejo de superioridad, al
que gusta imponer su ley… ¡El día que lo coja… le tengo unas ganas!
–Un tipo imponente –rematé.
–En efecto, lo parece por lo dicho… por el
contrario su aspecto no lo confirma, es el enano cretino socio del patriarca.
Dicho eso, el gasolinero se encaró con él
advirtiéndole que, no atendería más clientes por razones de horario y apremio
en la asistencia al cementerio. Pero el enano no aceptó la disculpa.
Bajó del vehículo, enfurecido, exigió atención inmediata alegando jugarse algo
importante, y después cogió una manguera haciendo intención de servirse.
El gasolinero, irritado, tomó un palo a
su alcance, y se dirigió al enano amenazándole con que estaba dispuesto a
llevar a cabo un doble enterramiento ese mismo día.
–Estos se matan –pensé.
Pero después de tomada la iniciativa, el
gasolinero se detuvo, levantó su mano izquierda, puso el dedo índice sobre sus
labios en actitud de escucha, y enarcó una ceja animándonos a poner atención.
En efecto, nos pareció oír un rumor que
transformado en griterío cada vez más fuerte, en solo unos momentos era un
tumulto, una algarada pública de voces airadas que se amplificaba más y más.
Anduve unos pasos, me asomé tras el
edificio de la gasolinera y alcancé a ver la perspectiva de la calle ocupada por
una marea humana. En primer plano y destacado
mi amigo Alberto corría a la desesperada, perseguido por la comitiva en
pleno que como una manada de búfalos hacía temblar el empedrado. En medio de la
inmensa polvareda, algunos perseguidores de Alberto recogían piedras de la
calzada que le arrojaban, en tanto la mayoría gritaba con desafuero:
–¡Hay que lincharle! ¡Cogedlo y le
colgamos junto al enano!
Mi aparición en la esquina, todavía
distante, fue descubierta por Alberto quien se quitó las gafas oscuras, las
arrojó al suelo y esbozó un rictus amargo de alivio, desesperación y necesidad de auxilio, acelerando su carrera
en un esfuerzo supremo de supervivencia. Retrocedí enseguida hasta mi coche, y abrí
ambas puertas delanteras a la espera de que Alberto llegara ileso. Medio minuto
más tarde, doblaba la esquina y me descubría agitando un pañuelo blanco para
hacerme ver. A punto de ser atrapado por los más rápidos de los perseguidores,
con los ojos desorbitados, jadeante, agitadísimo, rojo como un tomate y
asfixiado por la corbata, Alberto se introdujo en el vehículo, cerró la puerta
y gritó:
–¡Arranca!... ¡Vamos, arranca!... ¡Arranca
que nos jugamos la vida!...
Me hubiera gustado hacerlo con un
espectacular derrape y fundiendo el asfalto.
Pero no fue posible. Cuando quise
arrancar, una masa humana, una humana masa que rugía había levantado el
automóvil del suelo, como si fuera una pluma, agarrándolo por los bajos. Lo
volcaron con nosotros en el interior. Nos sacaron de él. Agarraron al enano
por el pescuezo, y nos dieron a los tres una paliza descomunal de la que
todavía no me he recuperado.
Después de humillarnos apaleándonos, nos
quitaron la cartera, nos dejaron desnudos como nuestra madre nos trajo al mundo
y nos rociaron generosamente de gasolina, pusieron de nuevo las ruedas del
automóvil sobre el pavimento, y, el enano, Roberto y yo mismo fuimos
introducidos en él a patadas.
Entonces lo arrancamos para no volver por
el pueblo jamás.
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