Si viviéramos en la Edad Media, y perteneciéramos a familia de noble ascendencia, dispondríamos del correspondiente escudo de armas policromado y tallado en bajorrelieve por un diestro artesano, entraríamos a formar parte de la orden correspondiente y, protegidos de casco y armadura de hierro, sobre un recio y orgulloso alazán, nos sentiríamos complacidos de acudir a la guerra armados hasta los dientes, y secundados por un escudero.
La defensa
de los valores entonces en alza, y el botín, justificaba la beligerancia, la
hostilidad y la ofensiva contra los enemigos, o contra los que sin ser enemigos
se daban por tales. Fama, Fortuna y Honor perseguidos apasionadamente, anidaban
tras los valores como la lealtad y el coraje predicados, porque sin Fama, sin
Fortuna y sin Honor, no hay gloria, y sin la gloria… ¿para qué vivir? Entonces,
y siglos más tarde, el manejo de las armas al servicio de Señores y Títulos
nobiliarios naturalmente bendecidos, reputaba popularidad, o en ocasiones
premiaba con una dama de hacienda y dote, importantes, con los que olvidar su
fealdad.
El manifiesto futurista |
“Queremos
glorificar la guerra como única higiene del mundo, y queremos glorificar el
militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas
ideas por las que se muere y el desprecio de la mujer.”
La mística de la guerra, insensible e
irracional, era la respuesta del vate al movimiento pacifista remozado a
finales del siglo XIX, y no puede introducirse más metralla en cartucho más
reducido.
Marinetti tuvo muchos años para hacerlo, y
murió el año 1944 de un ataque al corazón. La suerte, algunas veces justa y
otra injusta, no quiso aplicarle la medicina reservada a las masas que sucumbieron
en las dos guerras mundiales, por efecto de la metralla y el fuego, el hambre o
la miseria. ¡Dios le tenga en su gloria!
Hasta entonces el crecimiento abrumador,
del número de muertos en los conflictos armados, aumentaba escandalosamente y
debió haber satisfecho a Marinetti. En la antigüedad, y en razón de la escasa
población con que contaban las ciudades, las guerras tenían fin tras un
enfrentamiento en el que una parva de cadáveres de centenares de combatientes
hacía imposible continuarla.
Más tarde engrosadas las ciudades, y las
filas de los ejércitos con la caballería, las batallas serían más sangrientas,
y sacrificarían miles de partidarios de ambos bandos peleando bajo estandartes
que ensalzaban la única verdad, o el sagrado nombre de Dios y de sus
mandamientos… o eso juraba por vivos y muertos la tropa creyéndolo con bendita
y santa ingenuidad.
Después, fortalecidas por la artillería y
la mecanización, a las que se imputan el 60% de las bajas, decenas de miles de
combatientes… o centenares de miles de hombres, bañaban con sangre los campos
de batalla, con causa o sin ella.
Finalmente y para que se cumplieran las
expectativas del poeta italiano, en el siglo XX, dos gloriosas e higiénicas
guerras mundiales, amontonarían descomunales cantidades de cadáveres. ¡Maldita
gloria y apestosa higiene!: En una nueva dimensión del conflicto armado, el
animal hombre sumaba millones y millones
de víctimas militares y civiles, que no dejaron un palmo cuadrado de tierra sin
ensangrentar con generosidad.
En la primera, 15 millones de muertos y 20
millones de heridos.
En la segunda, y más trágica matanza de la historia, se produjeron entre militares y
civiles, de 40 a 70 millones de muertos. Destrucción y aniquilación. Vida de
hombres y mujeres, sangre de inocentes sin discriminación de credos. La muerte
llamó a todas las puertas, la monstruosidad no respetó una sola casa. No había,
en la Europa en guerra, ni una familia a la que faltara un miembro caído en los
campos de batalla, o con los brazos o las piernas amputadas, los ojos
condenados a no ver la luz nunca más, la conciencia perdida por un trauma
fatal… No había un solo hogar en el que no hubiera entrado la desgracia más
negra para humillarlo, ni en el que la utopía del pacifismo no hiciera justas
incursiones clamando la necesidad de decretar la paz.
La guerra adquirió forma de maldición
execrable y perdió el encanto romántico y poético, vehemente y novelesco, en la
que se busca Fama, Fortuna y Honor, para convertirse en atormentador azote y
única realidad que jamás debió de ser enaltecida y cantada. Contemplar las
dolorosas atrocidades, sentir la muerte en su expresión más horrible, cambió la
faz del continente europeo. Lo más amable que podía decirse de la guerra lo
escribiría el filósofo Alain, y brigadier francés, asegurando que en el frente
de batalla había vivido la esclavitud y el desprecio de los oficiales por los
soldados, a los que trataban como bestias. O el drama que nos contara Curzio
Malaparte Falconi, vivido en un Nápoles entregado a la infortunio más
espantoso, donde las madres acudían a un mercado sexual en el que prestaban a
sus retoños, a los soldados estadounidenses, al precio de 2 dólares el niño y 3 dólares la niña. El
Pacifismo ganó adeptos, comenzó a ser algo más que el sueño utópico de
Campanella, Tomás Moro, Victor Hugo, Proudhon o Kant, y a vencer sobre la
trágica estupidez de que la paz es la hija de la decadencia. Llenó las calles y
cundió entre nosotros porque es el único camino… ¡No hay otro! No hay otro camino
que la paz, y quienes la asesinan, esgrimiendo argumentos falaces e intereses
ocultos, son unos miserables, porque en la guerra la verdad es la primera
víctima, afirma la sentencia popular.
¿O es que hay alguien que cree posible
mantener la necesidad de la guerra, por Santa… o por Diabólica?
Plas, plas, plas... (aplausos)
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