Somos distintos. La mujer podría dar la
vuelta a España visitando tienda por tienda para comprar una camiseta, un peine, o un abrillantador de
zapatos; el hombre, perder el tiempo en lugar de ganarlo, viendo partidos de
fútbol ante un televisor y durante treinta días con sus correspondientes
noches, e ininterrumpidamente.
Ante tan distinta sensibilidad, algunos
ponen en solfa la condición femenina e incluso la salud mental de su propia
esposa, olvidando el inteligente proverbio egipcio que previene:
“Antes de poner en duda el buen juicio
de tu mujer, fíjate en quien eligió para casarse”.
La perspicaz amonestación despierta los
deseos de entender las razones femeninas por las que hemos sido elegidos, es
decir, de saber qué cualidad nos distingue de los demás. Y desde el lado
opuesto, es lícito que nos preguntemos: ¿Qué atractivo femenino atrapa al varón
hasta aletargar su conciencia, transformando en marioneta enamorada al que fue
un hombre autónomo, inteligente y sano?
Las respuestas que explican éstos, u otros
cualquiera de los sentimientos del animal humano, nos exigiría entrar en denominaciones biológicas difíciles
de entender por el profano, mas por fortuna las ciencias han confirmado aquello
que los filósofos y los poetas intuyeron mucho tiempo atrás, de suerte que para
el caso bastará recurrir a autores que, en cortos textos, auxilian nuestra
ignorancia.
Schopenhauer, hablando del amor, decía que
es una pulsión biológica visceral e incontrolable, de ningún modo voluntaria, y en muy pocas
palabras que:
“Lo que se enamora es el instinto, no
la inteligencia”
Y
Nietzsche, natural continuador del anterior, vino a precisar la importancia
de la sublimación de las inclinaciones
naturales, en el siguiente aforismo:
“El amor es la espiritualización de la
sensualidad”
Las citas no sugieren concepciones
idealistas que impliquen religiosidad o trascendencia, ni galimatías místicos,
y hoy pueden continuar sustituyendo a las nuevas aportaciones científicas y el
lenguaje de terminología psicobiológica. O lo que es igual, en materia de amor,
podemos permitirnos el ahorro de extrañas denominaciones que incluyen circuitos
neuronales, testosterona, estrógenos, serotonina… u otras sustancias de las que
da cuenta la bioquímica, y certifican la orientación instintiva animal que
acercan al individuo humano al sexo contrario. Quiere decirse que, la ciencia y
el pensamiento han llegado a idénticas conclusiones, y debiera de bastarnos, en
favor de la brevedad, conocer los sentidos básicos a que aluden cuando hablan
de la elección del objeto sexual.
Según aquellas conclusiones, el varón, en
la selección del sexo opuesto, se sirve del sentido de la vista al que confía
el primer análisis de aprobación o reprobación. Como en la compra de un coche,
la carcasa, el señuelo del diseño, la chapa y la pintura, superficiales y
pueriles, son suficientes para atraer irresistiblemente al hombre que decide
profundizar en el trato con la mujer. En segundo término, el hombre, se dejará
llevar por sensaciones auditivas: léase por la voz femenina, cuya calidez,
delicado y suave erotono de sirena frívola, provocan y erizan fibras
sensibles de su inconsciente activando la afectividad más apasionada. La
imaginación o la carencia de raciocinio hacen el resto, adornando el objeto
deseado de virtudes y moralidad probablemente inexistente, o restando
imperfecciones hasta hacer pasar los deseos por realidad.
En pocas palabras, todo macho, por sesudo
superhombre que quiera parecernos, se
deja conducir por sus debilidades y no por su fuerza, claudicando ante la
insinuante y desmayada delicadeza femenina… ¡aunque nadie lo diría!
En cuanto a la mujer, a la que el talento
le viene de fábrica, sería absurdo pensar que es atrapada por el atractivo que ejerce el nudo de la
corbata, la estatura o los andares del hombre. Esa forma de elección no explicaría el hecho de
que a un rico noble, elegante e inteligente y guapo, le coloque un par de
cuernos sobre la cabeza, el miserable porquero a cuya vista se deshincharía una
muñeca de plástico. Hoy se sabe con certeza que la mujer realiza la primera
selección del varón al dictado de su sentido del olfato. Es decir, que posee la
facultad de determinar la compatibilidad o incompatibilidad del macho con su
propia naturaleza, en las distancias medias y al olor que exhala el cuerpo de
aquél, en un análisis instintivo para el que la genética la ha dotado. Por
desconcertante que nos parezca, y resultante de investigaciones en acreditados
laboratorios de psicología, sabemos hoy que el olor del varón determina el rechazo, o la validez de su
candidatura, al que se atribuyen, caprichosamente y de inmediato, facultades
sobrehumanas.
En conclusión, nada puede hacerse para
acotar la potencia innata e impetuosa de
las pasiones puestas en hombres y mujeres, a quienes lamentable e injustamente
se pedirán cuentas y responsabilidades. Y al respecto, Balzac, en una síntesis
perfecta, acentuó la misma idea con un lenguaje inspirado y propicio al más
elemental entendimiento:
“El amor es la poesía de los sentidos”.
El amor, y termino con ello, no es un sentimiento manipulable y de posible neutralización, sino la caprichosa y voluble voluntad de la Naturaleza que:
Avasallándonos decide nuestras emociones.
Manda y se impone sobre nuestra razón.
Ordena o desordena nuestra vida.
Resuelve futuro, nacimiento o muerte, y
algo mucho más importante. La Naturaleza hace copias de varones y hembras sin
importarle la calidad de las mismas, ni los errores cometidos al generar
anomalías genéticas monstruosas en su constitución: síndrome de Down,
neurofibromatosis, hemofilia, espina bífida, ceguera, enfermedad de canavan,
fibrosis quística, síndrome de turner, distrofia miotónica, talasemia, asma,
sordera… y centenares de enfermedades más, son producto del cacareado,
ilusorio, apócrifo y sabio orden natural. La naturaleza, en conclusión, fábrica
de producción intensiva y ajena al bien, el
mal, o las exigencias morales,
carece de sentimientos o se equivoca. Los mecanismos instintivos del amor, por
los que somos empujados vehementemente, fracasan en el cincuenta por ciento de
sus ensayos, dando lugar a divorcios costosos en términos económicos, y
dramáticos e incluso trágicos en términos emocionales. Y la pregunta es obvia:
¿Podríamos sustituir por la razón un
mecanismo instintivo tan arcaico?
¿No resultaría más favorable sistematizar,
matematizar, o aplicar la inteligente elección de la pareja por interés, tan
ancestral como las divinidades paganas?
¿No sería ventajosa la unión del individuo
a una pareja asignada por padres, sicólogos, agencias matrimoniales, amigos,
sacerdotes o maestros, es decir: la unión blindada por la experiencia, la
tradición y la sabiduría?
Sigamos el ejemplo de lo más elevado. El
derecho divino sustenta la legitimidad de la monarquía, y ésta sólo responde de
sus actos ante Dios. Pero los monarcas han seguido la tradición de uniones
matrimoniales endogámicas por intereses dinásticos, o egoísmos personales,
perviviendo contra viento y marea, ¿por qué los desheredados plebeyos y
vasallos, sin ningún derecho, privilegio ni prerrogativa, con frecuencia sin
luces, sin trabajo, sin futuro y hasta sin primogenitura, nos unimos por amor? …
¿No estaremos locos?
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