La
mendicidad y la pobreza son lacras que no hemos podido vencer, ni en los
momentos más brillantes de nuestra historia, y hoy han crecido de manera
alarmante. Lo han hecho hasta el punto
en que la rutina de su presencia, en las calles, ha producido en nosotros la
penosa saturación de la compasión. ¡Parecemos resignados, ausentes de sentimientos e inconmovibles! O
los indigentes se han vuelto transparentes e incorpóreos, o lo extraordinario
convertido en habitual nos ha dejado a las puertas de la indiferencia y la
abulia. Y sin embargo no vemos más que la punta del iceberg; ya nadie pone en
duda que, al modo en que la Ciencia Física sostiene la hipótesis de la
invisibilidad del 90% de la materia o la realidad, el 90% de la pobreza también
es invisible. La situación, salvando las distancias políticas, recuerda la
pintada aparecida en las calles de Santiago, del Chile de Pinochet, en la que podía leerse un titular que
destilaba amarga ironía:
“Combata el hambre y la pobreza… cómase
a un pobre”
No hace tantos días paseaba yo con un
amigo, que a la vista de un menesteroso famélico y harapiento, manco y
arrodillado en la acera pidiendo auxilio, me desaconsejó socorrerle, y le
pregunté por qué. Mi amigo respondió que se trataba de un tipo que escondía
habilidosamente el brazo para despertar la misericordia de la gente, y que
sobrado de recursos para vivir, disimulando, aquel miserable acostumbraba a
emborracharse con wisky o visitar los clubes de alterne más caros. Después
prosiguió contándome estúpidas e increíbles fábulas que hacen de los más
humildes, paradigmas de la felicidad y el bienestar. Quiero decir que quiso
persuadirme con palabras que anestesian la conciencia, pero no remedian los
problemas, razón por la que concluyó haciéndome ver que los pobres están
adaptados, son felices y no cambiarían por nada la bendita suerte de vivir en
un país soleado, en el que incluso la Semana Santa festeja el sufrimiento a lo
grande, con derroches y alharacas.
Mi amigo trataba de que lo creyera, pero a
la manera de Santo Tomás, si no toco no creo, opto por tomar conciencia directa
de las cosas; soy un soñador de mis sueños diurnos, y no de los sueños y
caprichos nocturnos ajenos. No cabe en mi cabeza la existencia de mendigos o
pobres por vocación, porque el orgullo epicúreo del hombre sano es un
sentimiento mucho más fuerte que su contrario. Lo que el entorno antepone a
nuestras narices, huele que apesta: familias cuya calidad de vida, y a pesar de
vivir de una nómina, es inferior a la calidad de vida de muchos animales de
compañía. Hay quienes mueren de ingestas sobreabundantes, en el marco de lujos
occidentales que ya quisieran gozar los ricos de Oriente, mientras otros viven
en zulos, manteniéndose con el mínimo indispensable, quizá con menor gasto de
lo que vale desparasitar al primate de un zoológico. La diferencia abismal guillotina nuestros deseos, y la separación
entre ambos grupos de humanos, y de sus destinos, es apreciable por el barniz y
la adaptación social que facilita el dinero. Lo que nos hace distintos, a unos
hombres de otros hombres, no es la naturaleza animal, el amor a la vida y los
sentimientos, la pasión por la música, la codicia sembrada en los cromosomas,
la esencia o la calidad humana. ¡Nos hace distintos el club social al que
pertenecemos… el nivel económico! Hoy, a pesar de que no sería posible decir
con Pio Baroja que, la ley como los perros solamente ladra a los que van mal
vestidos, porque el mal gusto en el vestir impera en todas las clases y los
perros satisfechos no ladran, la ley discrimina al individuo por su
posición social, poniendo a la espalda del pobre cartas de perdedor: todo un
código penal de armamento artillero suficiente para empapelar a cuantos
atrevidos se salgan de la linde.
Decenas de
miles de años de civilización o largos siglos de creencias comunes y educación
religiosa, no han sido suficientes para contagiar a la sociedad de una
sensibilidad humanista, capaz de asegurar la cobertura de las necesidades
mínimas de los individuos. La actitud hipócrita de conceder derechos sociales
sin contenido, no ha dado a todos los ciudadanos una vida digna, pan que comer
o techo donde cobijarse, por el contrario, ha enriquecido a los legisladores.
Siglos y siglos de cultura y desarrollo de las artes, las ciencias, la
agricultura, el maquinismo y la tecnología, apenas nos ha servido para hacer
llegar a los más débiles, y con cinismo, una consigna para edulcorar sus
lamentos: el consuelo del ideal ascético, o la esperanza de otra vida en la que
ellos van ocupar lugares preferentes, donde por fortuna los últimos serán
los primeros. Hemos predicado cualquier cosa menos la justicia o la
igualdad, porque en el hombre predomina la voluntad del interés individual y,
hasta la Teología ha decretado en el cielo la existencia de privilegios, clases
o castas: ¡Nueve coros de ángeles debida y rígidamente jerarquizados, desde los
elitistas y privilegiados Serafines, a los Ángeles comunes de inferior
categoría!
Tal vez sea un
mal sueño esperar la superación de las concepciones ancestrales de la sociedad.
Hace muchos años que leí un libro que se planteaba la hipótesis de un cambio
radical en el mundo antiguo. Y aseguraba que si Espartaco y los 120.000
esclavos que le secundaban, hubieran logrado derrotar a los ejércitos de Roma,
habrían establecido una organización social diferente… ¡dando la vuelta a la
tortilla! O lo que es igual: ascendiendo a los esclavos y gladiadores a la
condición de amos y patricios, y destinando amos y patricios a ser esclavos y
gladiadores… ¡El mundo al revés!
¡A continuación
la guerra hubiera comenzado para restablecer el orden anterior!
Las leyes son como las serpientes, solo muerden a quienes van descalzos.
ResponderEliminarUna espléndida exposición de un tema tabú.
Y ya, en plan espartaquista: ¡ Salve Mariano !
Por el mismo "Anónimo" :El comentario anterior se ha escrito a las 0,15 horas del dia 20. Algo
ResponderEliminarno funciona bien en Dinamarca.