En mi memoria no se apagará nunca una
vivencia como aquella… ¡Nunca! Residía en Kampala por razones de mi pertenencia
a lo que entonces era el balbuceo primario de una ONG, al que prestaba mis
servicios de forma altruista, cuando a la propuesta de mi compañero Onofre
Ladrón de Guevara, aventurero amante de la ciencia, me uní al proyecto
entusiasta de visitar una reserva natural en la vecina Ruanda: el Parque Nacional
Nyungwe Forest, lugar privilegiado de especial significación para los amantes
de la naturaleza y los animales, al que llegaríamos en viaje organizado pagando
los costes en cómodos y ventajosos plazos.
Atravesábamos los mediados años sesenta, era
una actitud revolucionaria creer en la evolución de las especies y temerario
aceptar la evolución humana; los libros sobre la materia eran codiciadas
pepitas de oro, y las escuelas donde se toleraban tales ideas, raras y mal
vistas. Arrastrados del viento contestatario vanguardista, y económicamente
pobres, culturalmente éramos apasionados e inquietos darvinistas de trinchera,
que a despecho de las autoridades hubiéramos arriesgado cualquier cosa por
hacer aquella incursión a la zona más peligrosa de la selva, con el secreto
interés de descubrir al eslabón perdido en su hábitat natural.
Ya en el
interior del parque, oída una vez más la visión pesimista del guía de
raza negra, aseverando la imposibilidad de supervivencia humana en la selva
virgen, y decididos a traspasar la línea roja, nos bajamos del vehículo. Nos despedimos del grupo de expedicionarios del
safari, con un escueto “hasta luego” o del centenar de negritos
desnutridos y semidesnudos que nos asediaban, prometiendo que traeríamos una
pieza de caza y lo celebraríamos con un festín, y nos pusimos en marcha.
Abandonados los compañeros, afrontábamos
el reto nada aconsejable a urbanitas neófitos de un medio salvaje, y en
consecuencia nos esperaba una dura jornada. Introducidos en el sotobosque,
solos y durante más de dos horas, sin más recursos que una cantimplora de
aluminio llena de agua, que extraviamos en los primeros minutos, y pertrechados
de afilados machetes abriéndonos paso entre la densa e impenetrable maleza,
caminamos sin aliento con enormes dificultades en la dirección que el guía nos
asegurara la existencia de numerosas familias de primates, rodeadas de
dispersas y peligrosas bestias propias del lugar. El sol enviaba sus rayos
verticalmente sobre el follaje, produciendo una canícula insoportable. Los
animales en sus guaridas sesteaban y, exclusivamente, en la ocasión en que una
serpiente nos hiciera frente haciéndonos perder minutos preciosos, la tentación
de arrepentirnos ablandó nuestra voluntad, haciéndonos dudar de la conveniencia
de persistir en el avance.
Recuperados del sobresalto, atravesamos
una zona boscosa cuyos árboles cubiertos de epifitas llenaban nuestros ojos, y
de aromas sutiles e indescriptibles nuestro olfato: helechos, líquenes,
orquídeas, bromelias, musgos… un estallido de belleza, fragancias y sensaciones
coloristas edénicas, imposible de traer hasta aquí: una flora de arrebatadora
sensualidad que por sí misma hubiera justificado el atrevimiento de la empresa.
Le sucedió un espacio de jungla de exuberante espesura silvestre, y lobelias
inmensas, temperatura templada y agradable humedad, donde la luz no llegaba al
suelo cubierto de vegetación, que nos
obligaba a desbrozar el camino hasta agotar nuestras fuerzas y reducir
sensiblemente el filo de nuestras armas blancas.
Llegamos por último al término inhóspito para
el hombre, hallado al seguir el río hasta el comienzo de un meandro, que
ocultaba a decenas de simios en las enredadas copas de un esplendor arbóreo
inigualable. Muy cerca de nosotros pasaron dos gorilas de sexo masculino, a
juzgar por la mirada de completo desprecio que nos dedicaron, ante los que
adueñándose de nosotros un sentimiento de espontáneo acato, inclinamos la
cabeza humildemente por imperativo categórico. Apenas levantados los
ojos y desaparecidos los póngidos, una hembra de chimpancé interrumpía el camino escalando el primer
tronco con habilidades circenses, perseguida por un individuo de sexo
contrario, babeante, prodigando agudos alaridos y embestido de una hemorragia
incontenible de espermatozoides, que le inyectaba los ojos y nublaba el juicio.
A media
altura acomodados sobre ramas amplias de un árbol, llamó nuestra atención una
pareja de simios en paciente actitud, que parecía descansar. No sabría decirle
al lector, si fuimos nosotros los que descubrimos a los simios, los simios los
que nos descubrieron a nosotros, o el hallazgo fue mutuo y simultáneo. Lo
cierto es que desinhibidas las bestias, se miraron entre sí y comenzaron a
hablar de los hombres, en términos que mi memoria ha retenido y no olvidará
jamás. ¡Jamás!
–¡Ahí los
tienes… dos animales humanos! –comenzó el mayor de ellos lanzando un escupitajo
hacia abajo, que esquivamos en la última fracción de segundo.
–Dicen que
en el lecho del río hay metales preciosos, apostaría a que están aquí con el
propósito de buscarlos –replicó el más joven de los primates.
–A mí, sin
embargo, me parece que estos son de los que traen otras intenciones.
–¿Buenas o malas?
–De un tiempo acá somos objeto de la
atención humana insolente; los hombres aseguran ser parientes nuestros, nada
menos que descendientes –respondió el primate de la voz cantante, reubicándose
en la rama y preparándose para defecar sobre nuestras cabezas, después de
dirigirnos el salivazo que en esta ocasión impactó sobre mi rostro.
Vistas las perversas intenciones del mono,
Onofre y yo nos emboscados detrás de un tronco enorme al que rodeaba una densa
frondosidad de anchas hojas, y emitiendo una gruesa maldición me limpié la
saliva de la cara con la manga, aligerando
hasta la respiración para evitar ser detectados de nuevo. Inmóviles y
expectantes afinamos el oído, y asistimos deslumbrados a la conversación
mantenida entre los chimpancés, que probablemente nos dieron por evadidos, y
hablaron con despreocupación ante nuestro asombro, en un extraño lenguaje que
comprendíamos sin dificultades, y traduciré
a continuación, a riesgo de que el lector tome la historia de una
experiencia única apasionante, por un guión fantástico y surrealista.
–Escucha… ¿de
verdad los hombres descienden de nosotros, somos los monos su origen? –le
preguntaba un simio al otro simio mientras pelaba un plátano procediendo a
devorarlo sin ninguna delicadeza.
–En realidad presumen que
descendemos de un ancestro común. Ellos son los desarrollados y nosotros los
primarios. Es una idea exótica y extravagante, un rumor que amenaza convertirse
en opinión dominante entre los hombres.
–¿Y cómo combatirlo? –quiso saber el joven.
–¿Y cómo combatirlo? –quiso saber el joven.
–De ningún modo. Todo lo que halague o
adule a una especie tan vanidosa como la humana, reúne condiciones para
imponerse como doctrina.
–Te veo bien informado…
–Pasé años dramáticos encarcelado en la
jaula de un zoológico de Berlín, donde los humanos me trataron como a un
animal, y les escuché afirmar esas y otras herejías.
–¡Qué barbaridad! ¿Y a nosotros nos
interesa que vayan por ahí proclamándolas?
–Francamente no, –respondió el otro mono
después de soltar una espontánea carcajada histérica– lo que los hombres
afirman es que los seres vivos evolucionan, es decir, queman etapas en tanto
ascienden verticalmente
perfeccionándose, lo cual nos deja malparados y bajo su nivel… ¡es
inaceptable!
–Te comprendo. De admitirlo, adoptaríamos
la prioridad de superar nuestra condición actual. Acomplejados arborícolas, no
viviríamos felices pensando en bajar a la tierra y andar sobre dos patas.
–¿Quieres decir en ser como ellos?... ¡desgraciada
superación!
–Razón no te falta. El orgullo de los
hombres no proviene de lo que son, sino de lo que fueron. Concedan una importancia
desmesurada a su cuna, adornándola de títulos, glorías, apellidos, escudos,
blasones y música celestial. Pero como la mayoría carece de historia, y está
más preocupada por el pasado que por el futuro, pretende compensar su
insignificancia apoyándose en supuestos y nobles orígenes: ¡las raíces
simiescas que justificarían la superioridad humana!
–Pues no se explica como han degenerando y
perdido agilidad, rabo, viveza, y naturalidad, además de las
mejores virtudes de un ser tan inteligente como nosotros.
–Han perdido todo lo bueno, pero conservan
intacta la vanagloria y la ambición. Me recuerdan a las torpes y mostrencas tortugas
que sueñan con ser airosas águilas. ¿Les resultará rentable afirmar que tienen
nuestro mismo origen?
–Esa es mi pregunta, tú eres el que
conoces bien este asunto –aseveró el joven.
–Nunca se sabe, la jugada es perfecta.
Sosteniendo el parentesco se permiten fantasear con estar en dos lugares a la
vez: en nuestra piel y en la suya. Asumen una vida sofisticada y amoral, como la
humana, con la tranquilidad de saberse seres superiores, es decir: conciencias
incorruptibles de naturaleza simia... integridad razonable que ni sabe de donde
viene, ni hace preguntas que no puede responder.
–Especulan, por lo que estoy oyendo.
–Mucho. Los hombres especulan mucho y se
creen transcendentes… ¡el colmo!
Lo que a todas luces comenzaba siendo una
incursión metafísica, nos atraía de manera especial; Onofre y yo hubiéramos
ofrecido un dedo de la mano derecha por continuar escuchando aquella conversación,
pero no debíamos mantener una situación temeraria jugándonos el pellejo. Los
animales de la selva parecían haber despertado de la siesta y merodeaban, en el
entorno cada vez más cercano, felinos de frondosas cabelleras y cara de hambre,
o tal sagacidad en la mirada que nos
parecía humana. De tal manera que,
aconsejados por la prudencia decidimos no perder un segundo más, iniciando la
retirada del lugar que comenzaba a ser un cerco de mamíferos carniceros y
rugientes, moviéndose inquietantemente
excitados.
Arrastrados y reptando, cuchillo en mano,
nerviosos, y armados del valor que en el ejército se supone a los soldados, nos
despojamos de las chaquetillas de camuflaje que nos hacían sudar
abundantemente, liberándonos de buena parte de la causa que atraía a las fieras
seducidas por el olfato. Nuestro torso desnudo ahora se confundía con la
naturaleza, y provocaba que numerosos animales nos vieran como a iguales, y nos
respetaran. Apercibidos de ello, un poco más adelante nos desprendimos de pantalones y calzoncillos,
y proseguimos en la búsqueda del camino abierto a machetazos en la ida,
rehuyendo a cuantas bestias veíamos cercanas, y evitando exteriorizar con
carreras a la desesperada, el miedo cerval que vertiginosamente iba adueñándose
de nuestro interior.
Nos habíamos liberado de los leones, mas
nuestro cuerpo despojado de ropa parecía atraer irresistiblemente a los
insectos. ¡No hay acción imaginable sin contradicciones! A la defensiva,
movíamos los brazos como aspas de molinos de viento, intentando evitar cuantas
picaduras de parásitos era posible, con éxito escaso. Y si en repetidas
ocasiones creímos oportuno acercarnos a la orilla del río para aliviar la sed, o los terribles
escozores proporcionados por las picaduras, a pesar del sigilo premeditado de
nuestros pasos, las enormes y amenazantes cabezas de los cocodrilos levantadas
sobre la superficie del agua, evidenciaban lo quimérico de la tentativa. Una
situación adversa creciente, y resuelta parcialmente al servirnos de los
machetes y las armas del ingenio que presta la necesidad, para arrancar la piel a un tigre al que
hallamos muerto, usándola como protección de hombros y parte de la retaguardia,
tras disputarnos el cadáver en una lucha sin cuartel con multitud de
carroñeros: zorros, buitres, marabús de hasta tres metros de envergadura… u
otros animales a los que no sabría poner nombre.
Cada segundo y cada metro avanzado entre
la vegetación. Cada mosquito ahuyentado o liquidado. Cada serpiente de las que
sembraban el camino burlada o descabezada de un tajo por nuestros cuchillos. Cada
tarántula, rata gigante u hormiga del
tamaño de una mano, rechazadas a puntapiés, amortiguaba nuestro desaliento y
representaba la conquista de un tiempo robado al destino, o la esperanza de que
ganando la batalla, en unas horas nos encontraríamos con los expedicionarios,
que nos habían acompañado por la mañana en la visita al Parque Nacional Nyungwe
Forest. El desesperado instinto de conservación, le gritaba a nuestra
conciencia animalista y sensible que, las despiadadas leyes de la naturaleza ofrecen sólo dos alternativas:
Pendientes de lo que pudiera sucedernos un
segundo después, momentáneamente arrepentidos de haber entrado en la selva
virgen, desesperados, sufrimos los momentos más espantosos de nuestra
existencia, y llegamos a experimentar la ridícula sensación de creer escuchar a
los papagayos burlarse de nosotros. Una razón, entre otras, para tomar la decisión
de desviarnos hacia las aguas pantanosas, evitadas en la ida, que bordeamos
peligrosamente ralentizando la marcha, y en cierto modo vía de riesgos
atenuados por la escasez de animales salvajes que las poblaban, a cambio de
soportar los nauseabundos, apestosos e insoportables olores, que a través de la
cavidad nasal pasaban por boca y garganta corrompiendo los pulmones.
Siete horas después de entrar, e
increíblemente, salíamos vivos y abortados de la maldita selva. Habíamos perdido la piel del tigre dejándola
abandonada para desviar la atención de un jaguar que nos vigilaba, y al
anochecer, completamente desnudos y cubiertos de sangre, sujetando con la mano
derecha el cuchillo, y con la izquierda las partes blandas de cintura para
abajo, agotados hasta la extenuación y confundidos con extraños espíritus
fantasmales, llegábamos al poblado.
La orientación en un lugar donde reina la
miseria, es sencilla, y tomamos la dirección del albergue donde nos alojábamos
los expedicionarios, secundados por la densa nube de polvo levantada por los
pies de una nutrida chiquillería de raza negra, para la que representábamos una
novedad festiva, un circo sin elefantes y sin carpa. A las puertas del albergue
y causando el estupor del guía del safari, que no nos esperaba vivos, recibimos
su sincera felicitación concluida con un lacónico comentario:
En efecto nos cercaba la algarabía
producida por los chiquillos de la etnia hutu, que seguía nuestros pasos
más necesitada de comer que los leones. Cantaban en suajili,
vitoreándonos como a verdaderos héroes, y compadeciéndose de la desnudez de dos
blancos que habían entrado en la selva virgen, y contra todo pronóstico
regresaban en el estado lamentable de los perdedores de una guerra. Se trataba
del mismo séquito al que prometiéramos traer del interior de la selva, sin
concretar, una pieza de caza, y a cuya vista nos atrapó el menoscabo de la
propia estima conscientes de faltar a la promesa. En aquellos momentos, y
cuando la aclamación a nuestras personas alcanzaba el arrebato, abrumado de un
sentimiento moral, crucé con mi amigo Onofre Ladrón de Guevara una mirada plena
de insatisfacción solidaria, y bastó para que éste, enarbolando lo que en su
conciencia quedaba de orgullo, respondiera al guía negro inmediatamente,
celebrando nuestra derrota, o haciendo del fracaso un éxito:
–¡Las promesas se cumplen, que preparen
comida para todos, pagamos nosotros!
El responsable de la intendencia puesto en
marcha de forma inmediata, procedió a ordenar el sacrificio de una vaca para
satisfacer a la tropa que nos seguía, al tiempo que las despensas de la
residencia se vaciaban de todo producto nutritivo y bebidas alcohólicas. Anunciada la noticia de los fastos a través
de sonoros tambores hasta el último rincón del poblado, una marea humana y
famélica, un flujo en ascenso de mujeres y hombres hambrientos comenzó a tomar
posiciones en el albergue y su entorno. La alegría desbordaba toda previsión, y
a la luz improvisada de luminarias y hachones encendidos que se multiplicaron,
se iniciaba una fiesta multitudinaria, nocturna y a lo grande, cuya plenitud,
contra nuestros deseos, no pudimos gozar. Fue así porque al tiempo que el
hechicero del poblado aplicaba procedimientos sobrenaturales o ungüentos mágicos
en nuestras heridas, Ladrón de Guevara y yo intercambiamos algunas palabras
sobre el compromiso de pagar aquella orgía, comenzando a tomar conciencia de
nuestra insensata precipitación. La confianza ciega de Ladrón de Guevara en mí
o mi confianza total en él, carecían de fundamento, y confesada mutuamente la falta
de recursos económicos para hacerla frente, todavía a tiempo, consideramos la
conveniencia de huir del lugar prometiéndonos volver algún día a saldar la
deuda.
¡Dicho y hecho!
Tomamos un todoterreno, en el
momento más oportuno para nuestros intereses, y ocultos en la espesura nocturna
escapamos de nuevo en dirección de la selva virgen, que atravesamos en una
larguísima jornada a paso ligero, aprovechando la tranquilidad relativa de unas
horas en las que los animales salvajes dormían… o deberían dormir.
Entrar en pormenores del retorno sería
redundante, casi superfluo. Salimos vivos tras de realizar la hazaña
irrepetible, y ahorro al lector los detalles de la travesía que se nos hizo
eterna, y a mí mismo el ejercicio angustioso de recordar una noche penosa de
desventuras y reveses, épicos y duros sufrimientos en medio de una espantosa
oscuridad, y penitencia o expiación suficiente que no deseo ni a mis más
enconados enemigos. Dejamos la selva virgen aún con la capacidad de respirar
por los cinco sentidos, pero lesionados: mi amigo Ladrón de Guevara perdió el
pabellón auricular derecho, y yo tres dedos de la mano izquierda arrancados por
la sola dentellada de un jabalí.
Muchos años después, irreconocibles, con
treinta kilos más y mucho pelo menos por cabeza, tras de habernos hecho la
promesa de pagar la deuda ahorrando céntimo a céntimo el montante, que tuvimos
a bien estimar suficiente para cubrir incluso los debidos y lícitos intereses,
volvimos al Parque Nacional Nyungwe Forest en Ruanda. Para nosotros fue
sorprendente encontrar un mundo irreconocible, en el que las motosierras habían
deforestado a placer buena parte de la selva. Donde antes hubo aventureros
amantes de la naturaleza salvaje, ahora había curiosos turistas aburguesados.
Lo que fueran primitivas cabañas para atrevidos de escaso caudal, en las que un
día nos alojamos, habían desaparecido, y ocupaba su lugar un soberbio y moderno
emporio hotelero. Establecimientos de lujo y bungalow que ofrecían servicios de
calidad, o espectaculares centros de recreo con pistas de tenis y casinos,
rivalizaban por atraer a gentes del mundo entero. Compartían los espacios
severos estudiosos y científicos de disciplinas dispares, especialmente
antropólogos y naturalistas de nacionalidades distintas, que estudiaban mapas
al detalle y portaban cámaras fotográficas y filmadoras dotadas de prestaciones
sofisticadas, en pos del conocimiento de la conducta humana a través de la
observación de la conducta de los primates.
Y algo más sombroso e increíble, amigo
lector. Los turistas o viajeros americanos, japoneses, chinos, australianos,
europeos…. buscaban a dos hombres blancos que, según la nueva tradición hutu,
introducidos cuarenta años atrás en la selva virgen, e inexplicablemente
adaptados a la vida arbórea, se habían
emparejado con dos chimpancés y tenido descendencia con ellas. Ladrón de
Guevara y yo, asombrados, nos mirábamos atónitos porque… ¡hablaban de nosotros!
Para los aborígenes, ahora, éramos leyendarios, míticos hombres-mono de origen español
que saltábamos de rama en rama: postales, calendarios, pelotas, revistas y libros,
camisetas, ceniceros, bolígrafos y mil objetos más, estampados con nuestra
imagen juvenil desnuda y ensangrentada, se vendían como reclamo y souvenir en
todas las esquinas.
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