“Otra mentira que se ha
repetido tanto, que ya pasa por cierta, es ese mito de la mala suerte como
destino. Nunca te dejes embaucar por tal patraña. La mala suerte que impide, ya
de entrada el triunfo, no existe; es una invención de los pesimistas. Ya sabes,
esos tipos que cuando tienen que elegir entre dos males, siempre eligen los
dos….” Sergio Sergio Coello Trujillo
La
cita pertenece a la interesante comunicación de Sergio en el acto académico
celebrado en el salón de actos del Campus de Rabanales, en la mañana del 5 de
Octubre de 2013. Un inteligente poema en prosa que me gustó, y aplaudo, del que
esta perla merece un debate por su capacidad provocadora. Disculpad la
extensión que dedico a ese fin.
En tiempos en que
la ciencia era poco más que el dictado intuitivo de las mentes más claras,
atribuyéndose a la Oración, la Fe y los méritos, o el Ángel de la Guarda, el destino de las
personas, el ingenio pesimista de Maquiavelo sostuvo que:
“La suerte
decide la mitad de nuestras vidas”.
Tal vez no se
equivocara. La suerte está en el origen y el camino de la vida humana. Comienza el momento en que un espermatozoide
entre millones, tropieza con un óvulo. De los 23 pares de cromosomas de que
ambos están compuestos, a cada uno de ellos les basta aportar 23 unidades para
formar de nuevo un modelo de 23 pares: ¡la célula germinal que eres tú! Aquella
célula contenía impresa la información genética que hace posible la formación
de la estructura cerebral, la inteligencia, el instinto, el color de la piel,
el sexo… y hasta la gana o la desgana de trabajar. En ella iba también el
proyecto de las particularidades esenciales para dotarte de unos pulmones de
capacidad extraordinaria, un potente corazón y músculos fuertes que harían de
ti un tipo capacitado para correr 100 metros en 10 segundos. O quién sabe si la
dotación propia del obeso al que engorda mirar los alimentos, sólo apto para
rodar en un plano inclinado.
Nuestros
antepasados tenían más que fundadas sospechas del innatismo del carácter de
todo de lo vivo, buscaron en la selección
de las semillas los frutos más provechosos en cantidad y calidad para la
supervivencia humana y, en el cruce de unos animales con otros, la mejora de
sus dotes para el trabajo, o la
idoneidad para la obtención de mejor lana, huevos o leche. A propósito,
permítaseme incluso la licencia de decir que, supuestamente, la promiscuidad
sexual de la nobleza, apañando matrimonios de cercana consanguinidad, tenía,
nunca mejor dicho, un noble fin: impedir la degradación del color azul real
de la sangre, al mezclarla con linaje plebeyo. ¡Así lo creían!
Hoy, dando un paso
adelante, vamos más allá. Se anda a la búsqueda del cromosoma que contiene el
gen favorable a la inclinación de unos individuos por el fervor religioso, en tanto la observación
de la misma realidad hace de otros irredimibles paganos de conciencia
escéptica. La bioquímica investiga qué hace del ser humano un artista, un
espécimen psicópata sin entrañas, o un ejemplo de sensibilidad exquisita para
los placeres del espíritu. Y se indaga sobre cualquier otro carácter distintivo
e intransferible, incluidas enfermedades o malformaciones y anomalías
congénitas y martirizantes, cuyos nombres llenarían un libro. Sabemos de los
métodos de que se vale el medio en que habitamos para transmitirnos las costumbres,
o los valores morales y culturales dominantes, que se aprenden. Pero hoy se
buscan en el seno de los cromosomas, los genes que predisponen a la adopción de
las virtudes que no se aprenden, como la solidaridad y la compasión, la
inteligencia, la voluntad… Es decir, se persigue el conocimiento de la génesis
de los valores más animales pero más humanos, con los que se nace, sin que aún
sea posible insuflarlos, artificialmente, caracteres envidiables.
Desde
esa perspectiva, que Diderot ya atisbaba en un tiempo del que somos herederos,
se permitió una sentencia de la que en alguna ocasión me he servido escribiendo
en este mismo foro:
“La virtud es
una buena suerte”.
O lo
que es igual: las cualidades positivas son
productos de que dotan los genes, sin que quepa al agraciado atribuirse
ningún mérito. Ellos prestan gratuitamente perfil físico y psicológico, belleza
o fealdad, virtudes y defectos sin previa solicitud. Y juegan al azar con el
destino humano haciéndonos creer eternos, o guardando el mecanismo secreto que
nos hace crecer, madurar y someternos al envejecimiento, cortando los hilos de
la vitalidad hasta decidir inmisericorde y fríamente, la hora del último
minuto.
Ahora bien, las sociedades no son proclives
al reconocimiento de esta concepción determinista de la vida, que acepta la
variabilidad natural y propicia la tolerancia. La sociedad no acepta las
disculpas de quien se equivoca, limitándose a responsabilizar al individuo de
lo que Es, como si el individuo hubiera elegido el Ser a capricho. No obstante
y a modo de limosna al perdedor, se le darán alientos optimistas con indulgente
candidez, que al golpear con los nudillos suenan a hueco:
“Ánimo… ¡no hay mal que cien años dure!... ten confianza en
la providencia”
Pero los consuelos
que nos enseñan en la infancia y primera juventud, junto a un paquete
consignatario de dogmas sociales políticos y religiosos, se acompañan del
pragmatismo que hace tabla rasa. Con semejante objeto, la escuela erigida en
juez, selecciona las calidades de los individuos a la manera en que se
clasifican los hongos. Y Separa a los “malos” de los “buenos” atribuyéndoles un valor exacto
entre “cero” y “diez”. Los sobresalientes, con frecuencia destinados a recibir
en términos dinerarios mucho más de lo que merecen por su trabajo. Y muy al
contrario los suspensos, con el trauma
bajo el brazo, condenados a recibir mucho menos y escuchar la estúpida
cantinela de que los ricos no conocen la
felicidad, y sólo tienen dinero. Todo ello, y por si el “malo” tuviera
la tentación de dudar, acompañado de un veredicto con sabor a reprobación:
“La suerte no existe. Todo depende de tu libre
voluntad, y te has ganado a pulso el suspenso”.
¡No es así! Contra
la sentencia de culpabilidad, la vida es una suerte de suertes. ¡Una lotería en
la que participamos involuntariamente! La primera piedra del individuo fue una
suerte genética que hizo posible sus luces y sus sombras, su raza, arquitectura
física y mental, su voluntad… Le sucedió
la suerte del entorno en que nació, la
suerte de la familia, la educación, la alimentación y la escuela, el siglo, la
geopolítica, el país que le tocó vivir… o la suerte de la salud o la
enfermedad. Y no es descartable que fulmine su vida el azar de un fenómeno
meteorológico, una catástrofe natural, un accidente de circulación, o la
calamidad de una plaga bacteriana mortal.
Pese a todo y por fortuna aunque no siempre,
la vida da oportunidades, entre otras, dicen los germanos jocosamente a los
pobres: la de casarse con una mujer rica. ¿Hay algo en la vida humana tan decisivo
como la suerte?
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