El libre
albedrío
A la salida de la escuela raro
es aquél principiante de la vida al que no hayan seducido sus maestros con
algunas ideas esenciales, que estampadas en la cabeza, han de servirle como
muletas elementales con las que andar. Pero no siempre las muletas prestadas
satisfacen las inquietudes o necesidades personales, o permiten andar con
soltura, y a veces hay que adquirirlas en otro lugar. Ni siquiera es descartable que Walter Benjamín tenga razón cuando asegura que: La parte más importante de la educación
de un hombre, es aquella que el mismo se da. E incluso que, en las
antípodas, Santo Tomás de Aquino esté en lo cierto al advertir animando
a buscar más allá de lo que quieren enseñarnos: Teme al hombre de un solo
libro.
El caso es que tal vez por mi
falta de atención y un sentido escaso de la obediencia, me cuento entre
aquellos que al abandonar la escuela, sintió la necesidad de complementar las
clases previstas por la educación reglada y obligatoria, con voluntarias
lecciones de las más extrañas disciplinas. Me lo recordó, hace ya unos pocos
meses, la página de Pablo Neruda insertada en este mismo foro, y que
hacía referencia al libre albedrío. ¡Nada menos!
En el siglo pasado, como en este siglo, la
orientación de las instituciones en cualquiera de las sociedades occidentales,
era y es muy semejante; todo hace pensar que nosotros hemos entrado en la
posmodernidad, pero la posmodernidad no ha entrado en nosotros. Con
independencia de las ideologías políticas, la educación acepta la doctrina del libre
albedrío, es decir, la creencia que nos asegura que los hombres podemos
elegir, autoforjarnos y tomar decisiones propias, en definitiva la difícil e
increíble misión de decidir nuestro destino, o el triunfo personal de hacerse
uno a si mismo.
A propósito y en esa dirección, vamos a
leer a continuación la síntesis recogida de la página de Pablo Neruda,
con un sentido que en poco o nada diferiría de las tesis de San Agustín,
u otros padres de la Iglesia, con ideología u orígenes, opuestos.
“Acepta la responsabilidad de
edificarte a ti mismo, y el valor de acusarte del fracaso para
volver a empezar corrigiéndote.
Recuerda que dentro de ti, hay una
fuerza que todo puede hacerlo, y reconociéndote a ti mismo más libre y más
fuerte, dejarás de ser un títere de las
circunstancias, porque tú mismo eres el destino, y nadie puede sustituirte en
la construcción de tu destino. Nunca pienses en la suerte, porque la suerte es
el pretexto de los fracasados”
El mensaje, moralmente exigente, y de una
intencionalidad evidentemente positiva, es un discurso que insufla confianza
por los cuatro costados. Y predica que basta con el deseo ardiente de una cosa
para que su realización sea un hecho
consumado. ¡Si quiero, puedo! ¡Si quieres, puedes! Tal es la doctrina, positivista
y animosa, pero… ¿dice la verdad, o dice lo que nos complace oír?
Hay formulaciones literarias, morales,
políticas… con la virtud de generar sentimiento de poder, que nos cautivan
desde que se nos enseñan, y han sido repetidas tantas veces que parecen
impresas en la naturaleza, o que germinan en la tierra como la simiente. ¡Y
este es el caso! Uno de los grandes humanistas del Renacimiento, Pico della
Mirandola, para nuestra vanidad, incluso tenía una halagadora interpretación del Génesis, una versión
libertaria que detallaba la promesa solemne que Dios le había hecho al hombre:
“No te he dado una forma ni una
función específica, a ti, Adán. Por tal motivo tendrás la forma y función que
desees… tu definirás tus propias limitaciones de acuerdo a tu propio libre
albedrío”.
Su lectura eleva nuestra autoestima, mas con
frecuencia los negocios humanos, por rentables que sean, no dan tales
rendimientos. El enunciado reverberante de optimismo, que hace creer que hemos
encontrado la piedra filosofal que va a procurarnos tanto como necesitamos,
tiene su contrario que paradójicamente brota de la razón con la misma
naturalidad. Descartes, en una sentencia muy apropiada advertía
que:
Apenas hay algo dicho profundamente
por unos, que no haya sido refutado profundamente por otros.
Y Ortega y Gasset, tanto o más perspicaz
aconseja a los maestros que usan del dogma como de una máquina de adocenar
hombres:
Cuando enseñes algo, enseña también
a dudar de lo que enseñas.
Pondré un ejemplo. El de la afirmación categórica
de Santa Teresa, una fórmula a considerar pensada para combatir cualquier
estado anímico dañino o depresivo:
A cualquiera que se le haya educado en
este principio, y sólo en él, probablemente no le quedará duda alguna de que es
la medida aplicable cuando se tiene un problema sin solución. ¡No preocuparse y
a vivir, que son cuatro días! El consejo resulta tranquilizador y persuasivo:
lo irreparable no debe hacernos perder un solo segundo. Sin embargo Marx,
ante la misma tesitura, aplica otro método en franca oposición al
conformismo, y contradice enérgicamente:
Si el problema no tiene solución…
¡preocúpate!
A la vista de conjeturas tan distantes
entre ambos autores, y que como el bien y el mal caminan enlazadas de la mano,
volvamos a la retórica impecable de Pablo Neruda que comienza diciendo: Acepta
la responsabilidad de edificarte a ti mismo. Bien, pues el determinismo,
que contradice el libre albedrío y esa afirmación, responde:
Nadie se hace a si mismo. Cada hombre se
comporta como es.
Y
La Biblia, en Jeremias capítulo 10, versículo 23 asevera
contradiciendo los enunciados de Pico della Mirandola y de todos los
optimistas que parecen haber estudiado en la misma escuela:
El obrar del hombre no está en sus
manos, ni está al alcance de nadie transformar o enderezar su marcha.
Lo que este modelo determinista, en sus
vertientes religiosa o laica, propugna
al margen de la influencia del medio ambiente y la educación de las que aquí no
hablaremos, es que a las personas nos caracteriza un perfil físico concreto.
Una estructura biológica y funcional, un color de la piel, una forma de la
nariz… o unas proporciones antropométricas personales e intransferibles, que
nos confieren una identidad tan peculiar que, quien nos conoce bien, nos
reconoce hasta por los andares.
Y de tanta importancia son las diferencias
físicas, que unos nacen para ser aplaudidos en los campos de fútbol o las
canchas de tenis, y otros, limitados por la libertad condicionada, para mirar y
remirar, o aplaudir rabiosamente su juego.
¡Se nace… y el que no nace, no se hace!
Y de la misma manera que poseemos un
perfil y unas cualidades físicas que pueden medirse, no es posible escapar a un
perfil psicológico que incluye la inteligencia, la voluntad y el sentimiento, y
determinan nuestro presente y nuestro futuro. Con tan mala o tan buena suerte,
que en función de esos caracteres físicos y psicológicos de los que es
responsable la bioquímica, nos aman o nos admiran, nos reconocen y envidian,
despertamos interés o curiosidad, levantamos pasiones, o por el contrario: pasamos
inadvertidos, nos odian, somos
víctimas impotentes e inocentes del
desprecio o la indiferencia de los demás… o carne para perros. En definitiva y si el rechazo de que somos objeto se derivara
del azar genético de la falta de virtudes, nos convendría asimilar lo que de
cierto hay en la sentencia de Diderot, que es mucho: Las virtudes no se
aprenden… la virtud es una buena suerte, un destino asignado y
que no se compra a ningún precio.
En lo personal y seducido por una
concepción cercana a este modelo, si
bien no olvidando la sentencia de Baroja cuando postula la conveniencia de dejar
que los idiotas saquen las conclusiones, viendo que mi destino exigía
trabajar mucho o de lo contrario no había modo de cuadrar las cuentas a fin de
mes, lo hice. Trabajé mucho y no me fue mal arropándome en Voltaire, a
quien gustaba decir que, el destino conduce al que cree en él y al que no
cree lo arrastra sin compasión.
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