La
Evolución
Toda la historia del progreso humano se reduce
a la lucha de la ciencia contra la
superstición.
G. Marañón
De cuando en cuando, en Calpe, y en un determinado punto
junto al Mediterráneo, mido con la vista el agrandamiento paulatino de un
agujero en la roca, por el que sale agua
a presión impulsada por el oleaje. Lo que hace siete años apenas era una
minúscula abertura del diámetro de una uña, hoy supera el de un enorme puño.
El
hecho es insignificante comparado al fenómeno del Gran Cañón del Colorado, en el estado americano de
Arizona: la erosión del terreno, excavado hasta una profundidad de 1.600
metros, en un recorrido de 450 kilómetros, y una anchura en los estratos
superiores de entre 6 y 29 kilómetros. ¿Cuántos millones de años han hecho
posible esa herida de extraordinarias dimensiones, en la superficie terrestre?
Si tal como calculaba el obispo James Ussher en el siglo XVII, la Tierra
hubiera tenido 4.004 años de existencia al nacimiento de Cristo, verificados a
partir de las generaciones pasadas por las Sagradas Escrituras, eso no hubiera
sido posible. El planeta contaba con muchos millones de años, y el obispo
erraba, como erraba mi abuelo al predecir la victoria en el canódromo, del
galgo con el dorsal número 7, que le hizo perder una fortuna. Al lector, o al
autor de este artículo, les resultaría difícil hacer el cálculo de la edad del Gran
Cañón, pero sumamente fácil la somera aproximación a la antigüedad de la
Tierra, porque ateniéndonos a la genealogía de San José, a la que el evangelio de Lucas, III 23-38, emparienta
con Adán y Eva en sólo 75 generaciones,
lo facilita. Sin embargo, en nuestro siglo, una elemental y racional desconfianza,
nos impediría sostenerlo.
El efecto del río Colorado creando
el Gran Cañón, todavía debiéramos
considerarlo un hecho de escaso relieve, porque hay fenómenos geológicos
como la deriva de los continentes, incomparablemente más sorprendentes.
Veamos.
En
el año 1610, Francis Bacon sugiere que las semejanzas en el perfil de la costa
este de América del Sur y la costa oeste africana, requieren de una hipótesis
atrevida que la explique. Alexander Humboltd ya terciado el siglo XIX, cree
encontrar la explicación en la invasión por las aguas oceánicas, de un vasto
valle que uniría ambos continentes. Antonio Snider en 1858 aventura muy posible
su rotura y la posterior separación, y Frank B. Taylor es tomado por
catastrofista cuando expone la tesis de los movimientos de los continentes, a
gran escala, con argumentos de racionalidad verosímil. A éstos y algunos otros
predecesores se debe una avanzada presunción, pero es el alemán Alfred Wegener
en 1912, tras presentar una espectacular cantidad de pruebas paleontológicas,
geográficas, paleoclimáticas, biológicas y geológicas, quien formula la teoría
de la deriva de los continentes afirmando que 600 millones de años antes
habían estado unidos en un supercontinente al que se da el nombre de Pangea. La
resistencia firme desde algunos campos de la ciencia a la teoría de Wegener, no
es un asunto que merezca ahora atención, pues el tiempo se encargaría de hacer
más sólidos y convincentes los argumentos apoyados en nuevas técnicas de
exploración, mapas topográficos suboceánicos, u otras aportaciones, que hoy hacen
de ella un modelo científico único para la evolución geológica del planeta
Tierra.
Lo que la común insistencia de los defensores de la tradición a ultranza, quieren vendernos hasta la impertinencia, es que nunca pasa nada, y los fenómenos que acompañan al planeta en su traslación y giro en torno a su propio eje, el sistema solar, las galaxias, el cosmos, o simplemente la vida en la Tierra, son inamovibles, inalterables, estáticos y sin historia. La analogía con un ser que naciera, viviera cien años, y muriera sin cambios en la esencia, en el fondo o en la forma, se ajustaría a esos parámetros de un orden inmutable determinado, eternamente, por la causa prima. Ahora bien, la selección artificial llevada a cabo por el hombre durante siglos, manipulando especies vegetales para obtener variantes, calidad y cantidad dedicadas a la alimentación, o la intervención con fines interesados en el cruce de animales, para rentabilizar la producción de carnes, leche o lana, solamente son anecdóticos ejemplos de lo que la naturaleza es capaz de hacer, por sus propios medios, a lo largo de millones de años.
No basta que en el año 1947 la
Iglesia Católica Romana admitiera que el Génesis relata la Creación en sentido metafórico y simbólico, y hoy la
razón está en condiciones de explicarlo científicamente. No basta que haya
incluso sacerdotes que trabajen en el campo de la antropología biológica y los
yacimientos, con restos de homínidos. No basta, no. Tampoco es suficiente saber
que los autores de los documentos de la antigüedad, conocían de sus antepasados
menos de lo que conocemos nosotros, y poseían un dominio del medio, las artes o
las ciencias, muy primitivo, y sin duda inferior al nuestro. Desde un incauto
eternalismo, y en el empeño de confundir lo antiguo con lo bueno, o lo arcaico
con lo verdadero, más papistas que el Papa, algunas sectas fundamentalistas
persisten en presionar sobre una teoría,
que más que una simple teoría, es un hecho incuestionable: la evolución de las
especies, y en consecuencia la evolución del Hombre. Una realidad de la que se
ha dicho que nos devuelve al lugar de donde nunca debimos salir: la naturaleza.
Hoy el cálculo del obispo irlandés,
Ussher, que dataría el origen del mundo conocido o desconocido en 6.017 años de
antigüedad, no goza de mucha salud. La ciencia a quien gusta estudiar, historiar
y fechar los hallazgos que desvelan misterios que se remontan a la noche de los
tiempos, nos ofrece los resultados de una larga serie de descubrimientos,
que permiten estimar que la Tierra tiene
4.500.000.000 años. La vida en la Tierra, 3.000.000.000. El género Homo,
2.500.000. Pobladores de Siberia atravesaron el estrecho de Bering, pasando a
América entre 15.000 y 17.000 años atrás, durante la última glaciación. El
hombre practica la agricultura y se sirve de los animales hace más de 10.000. Y
los primeros escritos conocidos de sumerios y egipcios datan de 5.000 años
aproximadamente.
Entretanto la evolución cósmica, la evolución geológica,
la evolución de las especies y la evolución humana, la evolución cultural o la
evolución del lenguaje, no se detienen,
si bien pasan desapercibidas o son negadas desde la antigüedad, hasta la
llegada del Charles Darwin, a la sazón escéptico y antiguo estudiante de
Teología del King’s Collage de Cambridge, facultado en éste para ejercer
de pastor en la Iglesia Anglicana. El acontecimiento tiene lugar a la salida de
la imprenta, en 1859, de “El origen de las especies”, que hace de la
selección natural y la lucha por la supervivencia, el motor más importante del
proceso evolutivo. El impacto de la publicación es inmenso y las
controversias agrias, por la desautorización que comporta para la tradición
religiosa, pero Darwin se abstiene de participar en el debate, y continúa con
su labor investigadora como única prioridad, al objeto de hacer público “El
origen del hombre”.
En esta brevísima exposición, no
entraremos en el cúmulo de precursores, ni en el de las personalidades que
acompañaron su aventura. Y a partir de aquí quedaría insertar un resumen de la teoría, y las aportaciones
importantes, siempre insuficientes de la antropología biológica y de todas las
disciplinas científicas implicadas y comprometidas con la evolución. Pero siendo
mi intención escribir un breve alegato, interrumpiré el discurso para insertar
el árbol genealógico de la especie humana, reduciendo en lo posible la jerga
técnica a lo indispensable. Un esquema elemental, como muestra de lo que
finalmente es un complejo e incompleto cuadro.
Definiremos primero qué es Especie
y Género tal como lo aprendimos en la escuela, o debiéramos haberlo aprendido
de poner la atención suficiente.
-La
Especie se define como conjunto de individuos capaces de procrear hijos que puedan
tener descendencia fértil.
-El
Género lo compone un grupo de especies afines: la cebra, el caballo y el burro
son de distinta especie pero del mismo género.
El
hombre pertenece a lo que la antropología llama ateniéndose a las evidentes
diferencias morfológicas, género Homo, cuyo origen está en nuestro
antepasado más antiguo: el Australopithecus afarensis, primate
bípedo erguido sobre dos patas, y ascendiente que sucedió a los que tenemos en
común con el chimpancé. Y al género Homo le distinguen al menos tres especies,
a saber:
-Homo habilis: Vivió entre
2,5 millones, y menos de 2 millones de años atrás.
-Homo erectus: Vivió entre 2
millones, y 1/2 millón de años atrás.
-Homo sapiens: Especie a la
que perteneció el extinguido Neandertal. O el Homo antecessor, cazador
recolector más antiguo de Europa con residencia y dirección postal en las
cuevas de Atapuerca, que anduvo españoleando por la provincia de Burgos
hace ya 800.000 años. O el hombre actual, emigrante africano aparecido
aproximadamente hace 100.000 años, al que llamamos Homo sapiens sapiens,
y que trajo consigo importantes aportaciones o instrumentos de piedra de mayor
precisión.
Por la trascendencia e importancia
de una nueva revolución copernicana, el darvinismo ha cosechado defensores y
detractores dado que establece que, la lucha por la supervivencia y el éxito
del más apto como elemento esencial de la selección natural, determina la derrota de los más débiles. Que en la
naturaleza reinan los principios del darvinismo, o que la lotería de la vida
premia o castiga a los individuos, aleatoriamente, debería estar asumido por
todos, pero el opositor, pertinaz, a la vista de las consecuencias desastrosas
para su ideología, ha encontrado el resquicio para combatirlo.
Y ha hecho correr ríos de tinta, propagando la idea de
que el evolucionismo es origen de todas las miserias humanas: el liberalismo
económico capitalista, el racismo, la hegemonía de los fuertes, la decadencia
del
sentimiento religioso, el nazismo, la
relajación de la moral y el crecimiento de las aberraciones, o el desembarco de
Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, aunque Darwin no compartiera los prejuicios
del racismo u otras lacras citadas. Por ello y ofuscados en la defensa de la
tradición y las buenas costumbres, los detractores que han usado del mecanismo
selectivo darvinista para beneficio personal, pero sin aplicarle la
denominación, han decidido la conveniencia de: ¡matar al mensajero! Ansían
silenciarlo porque el resultado de estudiar la naturaleza, y descubrir los
mecanismos que han sometido, someten y someterán al hombre con independencia de
que las acepten o denigren, no satisface su ideal, ni alienta sus sueños.
Todavía hoy se lleva a cabo una extraordinaria campaña apoyada en dólares
efectivos, en una cruzada inútil contra la ciencia, destinada de antemano al
fracaso, bajo la bandera que glorifica el diseño inteligente, con
juicios al darvinismo que lo califican, peyorativamente, de nueva religión.
Una crítica desprovista de sentido, pues idéntico desprecio podría dirigirse
contra los fundidores de metales, porque sus artes han hecho posible la
invención de armas mortíferas para la guerra; o de los agricultores que
cultivan la remolacha azucarera, presuntos responsables de la génesis de las
caries infantiles.
Por el contrario, a la trinchera de
los defensores se sumaron los débiles, en una consagración de la
trinidad humanista del siglo XX –Marx, Freud y Darwin– que no significó
precisamente su perdición. La cultura unida a las ventajas de la
asociación o unión de los débiles, a sabiendas de que la
naturaleza no era ventajosa a sus intereses individualistas, produjo una
reacción inmediata de simpatía por la evolución opuesta a la inmovilidad, o la
atonía. Desde el conocimiento de la realidad, y en la certeza de que el
caudillismo mesiánico no era pródigo, los débiles y las clases más
desfavorecidas, desplegaron y despliegan ingentes energías para vencer la
adversidad, seducidos por la convicción de que la evolución es la historia
de la vida, una esperanza de que el mundo se puede cambiar. Y también ellos
tienen, para con el nuevo creacionismo, una sentencia lapidaria:
El
diseño inteligente hace llorar a mi mono.
La brecha abierta por Darwin, era y
es algo más que un mero pasatiempo propio de intelectuales de salón, y no ha
sido superado, pasando a constituir una más entre las preocupaciones culturales
de las mayorías inquietas. Hoy ya no es posible sustraerse al hecho de que, si
bien los pensadores trabajan por explicar quiénes somos, la ciencia lo hace por
saber de dónde venimos. La evolución es un arma para indagar el origen y el
camino recorrido por el animal humano, que no sabemos adonde conduce. Lo demás,
es discutir lo evidente.
Mariano
Martín S.E.
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