Nunca
se arredró. Desde catador de vinos a sepulturero de perros atropellados en la
vía pública, de afilador de cuchillos a guardaespaldas de personajes de vida
misteriosa, o de tratante de ganado lanar a subastero en lonjas de pescado, mi
padre no dejó nada por hacer ni camino por abrirse durante el largo periodo de
tiempo vivido en Cataluña.
Yo atravesaba la preadolescencia y corrían años de la década de los cincuenta, en los que mi padre se distinguió por una actividad y ritmo desenfrenados, el pluriempleo, o los viajes a Francia, cuyas fronteras pasaba clandestinamente porque carecía de pasaporte, para traer de contrabando piedras de mechero, hierbas de Provenza, bolas de petanca, o libros perseguidos por la censura. Hombre práctico y de hechos consumados, ávida inquietud y muy pocas palabras, sin duda, las cosas no le iban tan mal cuando se permitió cumplir la vieja ilusión de adquirir una flamante motocicleta de pequeña cilindrada, sólo al alcance de la aristocracia obrera para arriba, entrampándose hasta las cejas al comprometerse a pagar letras de cambio a lo largo de un interminable lustro.
Se servía del mosquito motorizado, o
artefacto de producir ruidos espantosos, para los desplazamientos diarios al
cementerio en el que trabajaba en horario nocturno, cincelando en recuerdo de
los difuntos, inscripciones sobre lápidas de la última morada, para perpetuar
su memoria con mensajes tan rutinarios como “tu esposa e hijos no te
olvidan”. Una actividad laboral sin motivaciones suficientes, e incapaz de
satisfacer a un carácter crítico irresignable, que le forzaba a entregarse en
otras ocupaciones, y en este caso, conducido por el atrevimiento y la
disconformidad con el rendimiento de la motocicleta, a acometer la aventura creativa
de alterar sus características mecánicas y diseño estético, sometiéndola a
reformas incesantes en los escasos ratos libres de que disponía.
Manos a la obra, provisto de lápiz y papel
cuadriculado, y sobre la mesa de la cocina, dibujó y acotó a mano alzada cada
elemento mecánico, tantas veces como necesitó hacerlo, hasta obtener los
resultados teóricos convenientes a la mejora de aerodinámica y potencia.
Piñones de diente hipoide, cadenas duplicadas, excéntricas desmodrónicas,
metales duros, casquillos antifricción, racionalización meticulosa del par
motor y cambios radicales en el aspecto y ornato, daban la vuelta a la
concepción del vehículo de principio a fin.
Rematados los planos, y a la vista del
éxito en la optimización teórica, creyó oportuno enviar al fabricante italiano
el plan reformista, solicitando a cambio una compensación económica negociable,
hecho finalmente desestimado atendiendo a la voz desafiante del prurito
personal, que le retaba a desarrollar el proyecto en solitario.
Llevado a cabo sobre papel el ideal de lo
que debía ser frente a lo que era, y aprovechando
herramientas o recursos internos y externos del taller del cementerio,
modificó: carburador y tubo de escape, frenos, depósito de combustible,
cadenas, carenado y motor; bajó el centro de gravedad y subió notablemente la
altura del manillar; aumentó el diámetro de las ruedas, las ensanchó y dotó de
amortiguadores; incorporó la marcha atrás; reforzó el chasis; y habida cuenta
la cercanía al mar, o la oportunidad del precio de saldo, acopló un velocímetro
con lectura en millas náuticas. Por su cabeza rondó la idea de ensamblar alones
al artilugio, haciendo el primer ultraligero de la historia, un plan que
abandonó presionado por la familia, temerosa de que castigado por su
imprudencia y evidente deseo de notoriedad acabara como el sastre de Ulm.
Concluida la metamorfosis, o
transformación del vehículo en otra cosa, puso la mano sobre él, y a la manera
en que Miguel Ángel Buonarroti tocando la cabeza del recién esculpido Moisés
dijera con voz profética, ¡habla!, mi padre ordenó: ¡arranca! La
motocicleta enclenque de cuerpo por más que enjaezada de carcasas, estremecida
y agitada dio los primeros y broncos rugidos. Y apenas realizadas las
atropelladas pruebas iniciales de compresión, aceleración, frenada y cambios de
marcha, comenzó a provocar comentarios de aprobación en observadores y curiosos
del barrio, que la cercaban noche y día, incluso cuando se encontraba atada con
doble vuelta de cadena al tronco del árbol plantado frente a la puerta de mi casa.
Aún siendo innegable el aumento de
potencia y robustez de la máquina, pesaba y consumía combustible en demasía,
dejaba a su paso enormes humaredas, y apenas superaba la velocidad inicial en
un diez por ciento. Sin embargo, su poderosa sonoridad metálica parecía salida
de cavernosas profundidades infernales, y su alzado y presencia despertaban
envidia en los pocos propietarios de motocicletas convencionales, o la admiración
sincera de peatones y usuarios de bicicletas.
Había pasado un año desde que comprara la
moto. Alentado por el éxito, y me atrevería a decir que movido por la ambición
del reconocimiento, decidió asistir al concurso nacional de inventores y
jóvenes promesas, que premiaba las iniciativas y prototipos en vehículos a
motor. Pero no debió moverse con acierto por los pasillos de la Administración
Pública a la hora de resolver la inscripción, pues las gestiones mal orientadas
o prejuicios del funcionariado contra la soberbia de un innovador, que apenas acreditaba
la garantía de haber recibido cursos de mecánica por correspondencia, fueron
razones sobradas para que su demanda de participación se rechazara en las
instancias previas. La comunicación oficial cayó sobre mi padre como un jarro
de agua fría, mas pocos días después, sobrepuesto de la frustración, resolvió
burlar toda formalidad, acudiendo con la motocicleta al concurso: ¡por las
bravas!
Desde que el agente de la policía
municipal entregara a mi padre la carta de su exclusión oficial en la prueba,
la espera no fue larga, tal vez no trascurriera un mes. Recuerdo como si fuera
hoy el momento de su partida camino de la exhibición. Mis vecinos le despedían
como si emigrara a la Patagonia para no volver jamás, mi madre chispeante de
alegría le auguraba suerte, mi abuela persignándose miraba hacia arriba demandando
favores divinos, y mi abuelo mirando hacia abajo parecía decir entre dientes: Éste…
se mata. Y me recuerdo a mí mismo más cabizbajo que feliz, después de
haberme sido negada por todos la petición de acompañarle, con la excusa de que
no acudía a un espectáculo para niños. Aquel día fue de los que separan el
antes y el después. Salió de casa vestido para la ocasión, con pantalones de
pana negra y chaqueta de cuero del mismo color; casco recién restaurado, resto
alemán utilizado en la I Guerra Mundial; gafas de aviador; botas de media caña,
punta cuadrada y piel de cerdo, y bufanda roja de algodón al cuello. La planta
de moto y motero era digna de un cuadro de vanguardia futurista, o de El Cid
Campeador sin espada, a la conquista de merecidos y justos laureles proporcionales
al acierto de las reformas.
Hasta la llegada al centro de Barcelona,
desde El Prat de Llobregat, la motocicleta soportó dieciocho o veinte
kilómetros sometida a constantes cambios de velocidad, frenazos y acelerones
producidos adrede. A fin de verificar resistencia y estabilidad, subió
escalones y planos inclinados temerarios, franqueó parterres, salvó medianas,
cruzó fuentes, superó bordillos y baches endiablados, y ni se inmutó al
atravesar, deliberadamente, enormes manchas de aceite derramadas en la calzada
por un camión averiado. Impasible como una apisonadora, aguantó los más
exigentes ensayos circulando por una ciudad desierta, salvo el circuito preparado
para el desfile de vehículos en el que se concentraban las fuerzas de seguridad
y orden público, vigilando hasta la respiración de los asistentes y protegiendo
a las autoridades de las más diversas instituciones: Ministro de Industria,
Gobernador Civil, Gobernador Militar acompañado de algunos generales de los tres
ejércitos, Presidente de la Diputación, Alcalde de la Ciudad, Presidente de la
Cámara de Comercio, Obispo de la Diócesis de Barcelona, Vicario General
Castrense, Rector de la Universidad, Secretario Provincial del Sindicato
Vertical, algunos procuradores en Cortes… y las esposas, o amantes con las que vivían
en concubinato, los notables civiles. El espectacular e inusual despliegue de
elementos antidisturbios controlaba hasta el último centímetro cuadrado de
terreno y, cuanto menos, igualaba al de las grandes paradas a las que asistía
el Generalísimo.
A lo largo de la avenida alumbrada por un
sol radiante de primavera, en centenares de mástiles, cuidadosamente
equidistantes, ondeaban las banderas de España, sonaban las marchas militares
en los equipos de megafonía amenizando con solemnidad festiva, y las gigantescas
zampoñas de los barcos emitían saludos graves y monocordes, prestando originalidad
al evento.
La organización había preparado la vía de
servicio para el paso de la caravana, y mi padre se incorporó oportunamente a
ella, en una curva, introduciéndose por una falla en la continuidad del
recorrido cercado, ocupando el primer puesto. Menos el suyo, todos los
vehículos exhibidos mostraban muy visible el preceptivo número de
identificación, en color azul, que acreditaba al participante. Mi padre, sin
embargo, llevaba únicamente en el pecho la convicción del reconocimiento de
público y jurado a la realidad innegable de su prototipo y, encajando la prominente
y cuadrada mandíbula, ardía en deseos de llegar a la altura de las tribunas, persuadido
de que obtendría un éxito rotundo.
Enfiló el Paseo de Gracia burlando a los
vigilantes de la organización, quienes avisados de la incorporación del intruso
intentaban en vano obstaculizar su marcha levantando los brazos. Impertérrito y
aprovechando la confusión, pasó delante de las cámaras del NO-DO ignorando al
director del noticiario cinematográfico, que gritaba histérico a los cámaras:
“¡Corten!... ¡Corten, o de ésta nos meten a todos en la cárcel!” Y en pocos
segundos, sin mirar nunca hacia atrás, desembocó en la Plaza de Cataluña,
alcanzando los primeros graderíos montados al efecto para la demostración, y
repletos de público que, dividido en opiniones, se rompía las manos aplaudiendo
o abucheando indignado.
En aquel instante, la motocicleta que
hasta entonces había rodado sin anomalías, pareció revelarse, asfixiándose y
cambiando de ritmo. Derrapó, hizo un inesperado movimiento en zig-zag, y le
siguió una extraña cabriola que desmontó a mi padre del asiento catapultándole
a quince metros, soltando media docena de agudas detonaciones, seguidas de una
explosión descomunal. Al tronar el último y seco estampido, correspondiente al
reventón del depósito de combustible, quedaba desguazada por completo provocando
el incendio inmediato de 20 coches aparcados en el entorno, y sembrando el
desconcierto y la desesperación entre los organizadores.
De inmediato, una inmensa aglomeración de
espectadores formó un corro irrespirable en torno a mi padre puesto en pie, interesándose
por su estado físico y la conveniencia de auxilio sanitario. Consciente de la
comprometida circunstancia, y por algo más que una intuición, deshecho en
agradecimientos hacia la concurrencia espontánea, se disculpó, rompió la
barrera humana circundante y, lanzándose a la carrera en dirección a la cercana
boca de metro, desapareció. Por encima del griterío caótico, a lo
lejos sonaban ensordecedoras las campanillas montadas sobre los camiones de los
bomberos, ululaban las sirenas de las ambulancias de la Cruz Roja, y bufaban los
agentes de tráfico completamente desbordados y enloquecidos.
Entretanto, la guardia urbana, la policía
nacional, brigadas antidisturbios y agregados locales de urgencia y rescate,
miembros de voluntariado ciudadano, la totalidad de los servicios de emergencia
de Cataluña, un centenar, o más, de periodistas de prensa escrita o hablada, y…
hasta los carteristas y trileros de la Rambla de Canaletas, iniciaban
precipitadamente y sin orden la persecución del intruso; magma humano que en el
fragor de la persecución, privado de voz única de mando, embarullado y
entorpecido por la caída de algunos de sus elementos, atascó la escalera de
acceso al subterráneo, propiciando involuntariamente su huída.
A
la bajada del segundo tramo, apercibido mi padre de la existencia del registro
de hierro fundido de la red de alcantarillado, levantó la tapa, y segundos más
tarde, oculto y seguro, sentado en los escalones acerados incrustados en la
pared del pozo, la recolocaba sobre su cabeza. Aislado del mundo, y agitado el
corazón a doscientas pulsaciones por minuto tras escuchar el paso en tropel de
los perseguidores, algunos de los cuales lo hacían con ánimo de lincharle,
procedió a limpiarse la frente con una manga de la chaqueta, porque sudaba copiosamente,
y respiró con hondura repetidas veces, serenándose. Sacó de un bolsillo del
chaleco el librillo de papel junto a la petaca de tabaco negro, lió un
cigarrillo que encendió con el mechero de mecha y, dejándose arrastrar por el
sentimiento de libertad, exhaló un suspiro de alivio.
Sus ojos se adaptaban a la oscuridad que
señalizaba la luz del pitillo, y soportaba el hedor, o los ruidos
distorsionados producidos por las aguas sucias en el trazado irregular de las
galerías, en tanto las sensaciones contradictorias se atropellaban en su
cabeza. Simultáneamente, acudían los primeros impulsos de resignación, porque
habiendo iniciado aquella aventura con la idea de salir de las cloacas, entraba
en ellas, o de conformismo, porque de la provocación de un desastre pavoroso,
por fortuna sin sangre, ninguna desgracia personal podía atribuírsele.
El lector conoce bien el final de esta
historia, tal vez mejor de lo que el protagonista podía pronosticar. De pronto,
una potente linterna se encendió a sus pies y, cuando sus ojos se adaptaron a
la luz, pudo ver las siluetas de una pareja de la Guardia Civil, que bajo los
tricornios le apuntaba con las armas de reglamento, espetándole inapelable:
– ¡Queda usted detenido por alteración del
orden público y siete delitos más!
El resto no lo contaremos hoy, bastará
asegurar que ni siquiera se molestaron en leerle sus derechos.
Amigo Martín-Sanchez Escalonilla:
ResponderEliminarYa había leído tu relato corto " El Prototipo " con anterioridad. Comentaba en aquella ocasión, si en el inicio del relato, se vislumbraba la posibilidad de que apareciera algún conocido de tu entorno que hubiera tenido forzosamente que pluriemplearse para poder ganarse unos dineros extras y poder sacar a su prole adelante, cosa que ocurría con frecuencia en los cincuenta y también en los sesenta.
Ahora no van a ir muy descaminadas próximas generaciones a tener que hacer algo igual y similar. Por lo demás el relato se lee bien, es muy ameno y en tan corto espacio abarca varios estamentos de la sociedad en aquel tiempo. Incluso el NODO.
Un abrazo Santiago Martín Castellano