El hombre es el animal que está
un milímetro por encima del mono,
y un
centímetro por debajo del cerdo.
Pio Baroja
DEL TERCERO de los cuentos desconozco al
autor y no tengo memoria alguna, pero debe de haber sido llevado al papel. De
manera que en tanto algún amigo me remite su texto, lo rescribiré como suele
hacerse con frecuencia en este género literario, contribuyendo así a su
difusión. El cuento pretende enriquecer e ilustrar una vieja idea, el conocido
aforismo del filósofo griego Jenofantes, que postula:
“Si los toros creyeran en Dios, le
pintarían con cuernos”
El pensador griego presuponía que si los
animales tuvieran la capacidad reflexiva acreditada por el animal humano, se
afirmarían en la misma y equívoca percepción egoísta, que hace atribuirnos a
los hombres el privilegio de ser espejo donde todo se mira, o epicentro
exclusivo y meritorio de atención: niño en el bautizo, novia en la boda,
cadáver en el sepelio, o verdugo y hacha en el patíbulo.
Veinticinco siglos después de la muerte
del pensador griego, al autor de la ficción que traemos hoy a esta página, le
anima idéntica intención que al filósofo: poner de relieve el antropomorfismo
de la divinidad, valiéndose del viejo ardid de la humanización de los ratones.
Y todavía podemos ir más lejos; la idea de que lo Divino y lo Humano son una
sola y misma cosa, la extendió Hesioto veintisiete siglos atrás, y no ha
perdido vigencia desde que sentenciara “Vox populi, vox Dei”, para
disgusto y desautorización de emperadores, reyes y generalísimos, que con las
armas en la mano defendieron su derecho
a gobernar por designio divino. En el fondo se amparaban en la sentencia de
Jenofantes repetida cada generación una y mil veces, con muy distinta
intención, ansiando sino en el fondo sí en la forma, ganarse el marchamo de
originalidad. Ciorán, por ejemplo y casi ayer mismo, nos dejó el siguiente
aforismo coreando la misma letra:
“Toda versión de Dios es
autobiográfica. No solamente procede de nosotros, sino que es asimismo nuestra
propia interpretación”.
Relatos como el que a continuación vamos a
contar, que hemos leído reducido a una paráfrasis de veinte palabras, ilustran
el principio de que “el hombre es la medida de todas las cosas”, sostenido
por el presocrático Protágoras de Abdera, Aristóteles o Voltaire: algo
es bueno o malo, admisible o rechazable, grande o pequeño, porque en una
consideración subjetiva e interesada, -y con torpeza- lo medimos con escala de
proporciones humanas. Y aún más. Cada individuo aplica a los valores
universales más sublimes, las referencias particulares más banales e insípidas,
reduciéndolos a la condición de domésticos obedientes al servicio de sus
miserables e insignificantes conveniencias: “Gracias a Dios he encontrado el
cepillo de dientes”. El Ángel de la Guarda y Conseguidor, asignado al
agraciado, le parece a éste de muy baja condición y con tan mala prensa como el
Inspector de Hacienda, al que en consecuencia, y galleando si no le faltara
valor, debiera rechazar con buenos argumentos:
“Los impuestos que debo pagar
los acordaré directamente con el Jefe de Gobierno… ¡fuera intermediarios!”
Acaparador y aventajado utilitarista, en una
maniobra de distracción imperdonable, cada hombre puede hacer el milagro de que
lo Absoluto se ocupe de sus nimiedades y bagatelas más infames, mientras le
hace olvidar necesidades tan inaplazables, dramáticas y fundamentales como
detener el progreso galopante de la metástasis de células tumorosas que,
sistemática e implacablemente sanguinarias, martirizan hasta devorar cada día a
miles de seres humanos inocentes.
Una cultura milenaria inculcada por
especialistas consagrados a la misión de enseñar a los hombres, casi desde su
nacimiento hasta la muerte, aún no ha sido capaz de imponer el sentido común,
-si es que tal sentido existe- sobre los instintos más primarios. Un fracaso.
-El ombligo del mundo-
ENTRE EL CAMPO y la ciudad, nacidos en un
agujero inadvertido para sus enemigos, crecían dos ratoncillos que habrían de
madurar física y síquicamente antes de atreverse a compartir el peligroso mundo
exterior. De los adultos, que alimentaban y cuidaban a los pequeños ávidos de
sensaciones, aventuras y deseos de vivir, recibían oportunas enseñanzas,
posibilitando la pervivencia de la especie y el entendimiento entre sus
miembros, e incluían lecciones de moral que a los roedores bien nacidos,
permiten distinguir entre lo bueno y lo malo, lo superficial, o lo
trascendente, lo importante y lo accesorio. A la educación de la conducta, se
añadirían las creencias transmitidas de generación en generación, de que
ocupaban el mejor espacio y gozaban la suerte de la mejor tierra, el ambiente
más propicio, las hembras más hermosas, o el queso más exquisito. Y escucharían
de labios de mamá, la fábula atribuida a Esopo, y su moraleja a favor del medio
agrario frente al mundanal ruido de la ciudad: “Más vale una vida de modesta
paz y sosiego que todo el lujo del mundo lleno de peligros y preocupaciones”.
Y de su padre, la advertencia del probable peligro de una visita a sus feudos
del monstruo agresivo e infernal, al que no llamaba lobo, sino: gato.
–¡¿Gato?! –interrogaron exclamando
los pequeños, a dúo.
–Un bicho tan perverso como el
búho, horroroso y con ínfulas de independencia. Cazador ágil, y carnívoro,
dotado de notable olfato y afiladas zarpas, con frecuencia sordo, dormilón por
antonomasia, y sin embargo, merodeador nocturno y explorador a la búsqueda de
oportunidades a la garra. Toda la actividad, amabilidad y perseverancia que
sobra a la hormiga, le falta al gato: felino de salón, asesino despiadado que a
nosotros nos ha declarado la guerra sin cuartel, y huye cobardemente del perro
como de la muerte. Lo veréis como doméstico lacayuno de brujas y magos en
fiestas orgiásticas y lujuriosas… no se pierde un aquelarre; a ese parásito
vividor, refugiado a cada momento en el sol que más calienta, no le avergüenza
ser un oportunista y desgraciado acólito servil del hombre –abundó el ratón,
padre de familia.
– Papá, ¿quién es el hombre?
–inquirió el más crecido de los hermanos.
–¡Un mastodonte! El más salvaje, cruel
y peligroso entre todos los animales, el rey del caos ordenado, dotado de las
determinaciones suficientes para cambiar el equilibrio ecológico del planeta,
haciéndolo irrespirable e imposible de habitar…
–¿Trabajan? –interrumpió el
benjamín.
–Algunos y con poco provecho…
¡trabajan hasta la extenuación! Otros se abstienen de hacerlo aunque sean los
que mejor viven… No lo parece, pero este animal gregario, con el gato y los de
nuestra especie, tiene muchas cosas en común, incluidas las enfermedades: es un
simple mamífero. Los ratones le burlamos con facilidad, y en la ciudad vivimos
en libre albedrío enteramente a su costa. El hombre no es consciente de su
insignificancia, y no sé por qué se cree tan inteligente. ¡No lo sé!
–¿Cómo le distinguiremos de cruzarnos
con él? –se interesaron.
–Miradle las extremidades
superiores, las maneja bien y cuenta con cinco dedos en cada una, uno más que
nosotros, aunque el más pequeño de ellos no le sirva para nada. Tened en cuenta
el color de la piel: hay hombres blancuzcos, negruzcos, amarillentos… carecen
del color “gris ratón” envidiable y aterciopelado, distinguido, aristocrático y
vistoso, que nos hace estéticamente únicos. Y ¡atención!: envuelven su cuerpo
con trapos de distintos colores, sin orden…
–¿Por qué, de colores? –le
cortaron.
–Lo ignoro, aunque supongo que por
envidia del camaleón. Dejadme continuar…. el pelo les cubre la cabeza en forma
de bola, andan torpe y lentamente sobre dos patas, gorjean para entenderse
entre sí, y honran a sus congéneres después de muertos, aunque los vilipendien
y difamen a lo largo de la vida… Son animales extraños, altivos y verticales,
que cuando no pueden mandar sobre otros, se compran un perro.
–¿Podemos llegar a entenderlos?
–Sí, podemos llegar a entender lo
que piensan, son tan grandes que lo evidencian gestos y movimientos de su
cuerpo. Pero nos resulta incomprensible saber por qué juran o prometen una
cosa, piensan otra distinta, y a la media vuelta contra todo pronóstico, hacen
la contraria. ¡No son de fiar! Carecen de los méritos suficientes para que
depositemos en ellos nuestra confianza, aunque lo intentan haciendo creer que
proceden del rancio y noble linaje del mono.
En fin, en la formación de las criaturas,
contaba el adiestramiento práctico para adaptarse a la realidad, o reconocer a
los amigos y los enemigos. Tampoco, y conforme al pragmatismo conveniente,
faltaban supercherías y prejuicios preponderantes en el mundo de los ratones,
cuya inteligencia para las ciencias exactas, o las especulativas,
calificaríamos los hombres de rudimentaria e instintiva, o sin pies ni cabeza.
Una noche sin luna, amparados por los
consejos maternales, los ratoncillos se aventuran a salir de la ratonera
protegidos por la oscuridad, con decidida intención de conocer el entorno y
respirar aire limpio. Dos pasos adelante y uno atrás; la cautela en el
movimiento se corresponde con el precavido temor a lo desconocido, y el
contacto entre ellos, caminando muy juntos, produce una indispensable sensación
de mutuo y solidario amparo. Apenas franqueada la puerta del seguro habitáculo,
en la que cuelga un rabo de gato porque proporciona buena suerte, con los
sentidos despiertos, la emoción dibujada en la cara, y pleno el sentimiento de
libertad, miran hacia arriba y descubren el espectacular manto infinito de
puntos brillantes que titilan incansablemente. Reconocen lo que ven: el largo y
ancho firmamento desde donde las almas incandescentes de los ratones muertos,
iluminan la noche.
–Ha prometido mamá que, en las
próximas noches, nos acompañará para identificar a nuestros abuelos entre las
luces más brillantes –le dice un
ratoncillo al otro señalándole las estrellas.
En el aire, sin esperarlo y como salido de
la nada, algo extrañamente veloz atraviesa el campo de visión de los pequeños
roedores, que atónitos, con los ojos de para en par, prestan atención absoluta.
Parece un ser vivo en trajín aleteador,
surca la oscuridad en imaginativo y quebrado movimiento describiendo
rápidas, gráciles, indescriptibles y arriesgadas parábolas sobre sus cabezas, y
es un murciélago. Fascinados ante la inesperada aparición de un ratón al que
adorna el privilegio sobrenatural de volar, irradiando entusiasmo los
ratoncillos corren hasta el interior del hogar, mientras con entrecortada voz
gritan desaforadamente, y palmean locos de contentos:
–“¡Un ángel, un ángel!… ¡Mamá, mamá,
hemos visto un ángel!”
que largo
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