domingo, 9 de septiembre de 2012

Cuentos célebre de animales (2 de 3)


¿Volverá otra vez ese tiempo en el que no temíamos a las utopías?
                                                                                                                    Elias Caneti.

EL SEGUNDO cuento seleccionado tiene un sentido moral,  la importancia y belleza de su mensaje le hace inmortal, y su texto ha de buscarse en el libro sagrado de los musulmanes: El Corán. Supe de él hace ya muchos años por un buen amigo de nacionalidad turca, rasgos orientales y de nombre Talay, que era cristiano para vestir, cosaco para beber, confucionista para pensar, musulmán de nómina, e interdisciplinario de costumbres.

 Hijo de madre china, y diplomático turco de Anatolia Central destinado en Madrid, Talay tenía a gala confesarse relativista por educación, y de exquisitos y afectivos sentimientos tan a flor de piel, que era incapaz de molestar a una pulga aunque ocupara su cama. Vegetariano naturista convencido, Talay padecía un conflicto personal que dirimían su razón y su estómago, aunque bebía con prudencia todo cuanto ponían a su alcance, desde agua mineral hasta alcohol isopropílico. A él escuché exponer, un día cualquiera  tomando té negro en un vaso de cristal en forma de tulipán, la duda de si los elementos vivos más insignificantes de la naturaleza, tienen, o no tienen conciencia de si mismos, y decir parafraseando a Elias Caneti, que si en consecuencia, aplicáramos el respeto a la naturaleza que nos inspiran los sentimientos, deberíamos de comer y beber, llorando.

He recordado siempre a Talay haciéndome ver las semejanzas y diferencias de las culturas distintas, y lo que es mucho más importante, las ventajas de seguir al pie de la letra leyes no escritas: las que están impresas en los pliegues del subconsciente individual y el subconsciente colectivo, allí donde los valores éticos y naturales, libres de los condicionamientos de la tradición o la educación, e independientes de los intereses ideológicos, nos igualan, hermanan, y brillan con luz propia. Así se expresó el día que aposté por saber un poco más de lo que dejaba ver a simple vista, cuando todavía a falta de la confianza en el trato que más adelante fui adquiriendo, ataqué frontalmente el discreto cerco en que se envolvía,  preguntando sin permitirle evadirse:

Talay, has conocido de cerca y de primera mano varias doctrinas, un privilegio envidiable y poco común, que  permitiéndote elegir, posiblemente te haga dudar.




¿Dudar o… estar más seguro? –alegó calculadamente vacilante–. Las doctrinas son casas de muchas esquinas, y las gentes suelen tomar de ellas sólo una parte, la más útil y ventajosa a sus intereses: la que necesitan. Por ello, más que en las doctrinas, busco las convicciones íntimas de los individuos que  se mueven desde  la jactancia de creerse en posesión de la verdad, al enfoque austero de pensar que la verdad es inaccesible.

Vamos al grano, no espero una respuesta compleja, mi pregunta no es tan complicada… ¿tú que eres?... Todo el mundo quiere identificarse con un ideal o con una denominación de origen, todos queremos ser algo…

Yo también quiero ser algo, y lo soy –me contestó Talay.

¿Qué?

Humano. Humano y responsable. ¿No es suficiente?

Sí –le dije yo supongo que sí.

 Después se explayó profundizando en el sentido que lo hacen las líneas que anteceden al diálogo, y no vienen mal a la introducción conveniente a este cuento. Y aunque supongo la literalidad de esta narración, alterada por la deformación producida en la transmisión oral, sin duda el sentido es fidedigno, y los textos entrecomillados, cabales.

                                         -La vida-
SE TRATA  de la historia que contara el profeta Mahoma del nómada perdido en el desierto, que exhausto y al borde del agotamiento, tras muchas horas de desorientación y temores, muerto de sed, llega al oasis que anuncia un cambio a su suerte. Reconfortado por la sola idea de encontrar el agua que calmará su ansiedad desesperada, acelera el paso los últimos metros al encuentro del pozo que divisa en la distancia, hasta correr. De un breve salto asciende al brocal del mismo, y desde allí valiéndose de pies y manos, desciende hasta el nivel del agua de la que se sacia generosamente antes de zambullirse y refrecarse, para subir después no sin esfuerzo y costosas artimañas, satisfecho y restablecido, sintiéndose un hombre nuevo.

Fuera del pozo se arrodilla, y tras de agradecer a la divinidad la suerte inmerecida de su auxilio, y confesar la necesidad perentoria de aliviar su hambruna, se encarama a una palmera datilera y recoge el fruto que introduce en la talega colgada al hombro, antes de sentarse a su sombra.

Se siente bien tras haber devorado los dátiles con placer y uno a uno; el sol sestea implacablemente abrasador, y apetece seguir descansando y dormir. Nuestro hombre estira las piernas, apoya la cabeza en el tronco del árbol, y a su espalda percibe un ruido que le hace saber que no está solo: el de la respiración agitada de un perro que extenuado y anémico, merodea sediento y con la lengua fuera, sin encontrar modo alguno de calmar la espantosa angustia. Removido por la compasión el hombre se levanta, hace descansar  la talega junto al tronco de la palmera, acaricia al animal al que con sus atenciones devuelve la esperanza, baja de nuevo al pozo, y valiéndose de uno de sus zapatos, asciende con el agua de la que el perro bebe hasta hartarse.

Llegado a este punto del relato, interrumpe a Mahoma un oyente que quiere saber, y pregunta:

“¿Maestro, tiene premio defender a los perros?”
A lo que, Mahoma, replicó conciso:
“Tiene premio defender la vida.






1 comentario:

  1. Magnífico cuento que ya hubiera querido para sí el mismísimo Paulo Coehlo, pero el autor de el Alquimista se pierde últimamente en supercherías y cursiladas. Excelente tanto el tema como su narración.

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