Blasco Ibáñez
EL CUENTO es el género literario más importante e influyente en la historia de la humanidad, porque su forma y brevedad es apto para introducirse bajo la epidermis de las conciencias más primarias, y transportarlas más allá de la realidad. Un vehículo de apariencia frágil sin pretensiones, pero dotado de la solidez del todoterreno y la ligereza del ala delta; un arma de hechuras inocentes, simple como la daga y arrasadora como la bomba nuclear; un excitante avivador de fieras, o un somnífero para morsas y paquidermos. Generación tras generación, nuestros ancestros nos educaron con cuentos, y en multitud de oportunidades la ambición del narrador astuto y sutil, nos vendió gato por liebre, haciendo pasar cuentos por historia verdadera, ya fuera ésta sagrada y venerable, o profana y laica.
Ya adultos y adeptos a su formato, de la
nutrida colección de cuentos heredada y suficiente para empapelar El Escorial
dos veces, arrumbamos en el baúl del trastero muchos de los ellos, y nos
entregamos a la lectura de otros, aquellos que renovaban nuestra sangre y
demandaba nuestra sensibilidad devoradora e insatisfecha. De estos quiero
hablar: de los cuentos, fábulas, narraciones breves y microrrelatos, que pesan
en nuestro recuerdo con efecto demoledor, y que leídos de un tirón y en corto
espacio de tiempo, impactados por su desenlace y ruptura radical, dramática,
inverosímil o humorística, con frecuencia pusieron un punto final a la jornada,
e impedido que iniciáramos otra lectura. En otras ocasiones y de distinto modo,
no llegamos a verlos impresos en papel: los escuchamos de viva voz. En
cualquier caso, los buenos cuentos exigen siempre tiempo para meditar, y aún
siendo cierta su carencia de complejos nudos a deshacer, maltratan la
conciencia, escarban el subconsciente, proveen de un sentido inteligente a la
duda, y tienen el mérito bien ganado de enseñar y sembrar, sin adoctrinar, o la
virtud de ayudarnos a despertar, y no a dormir.
En el fondo, e intencionadamente, los
cuentos célebres de animales que me
propongo recordar aquí, solapan valores y sentimientos humanos, con
instintos y conducta de los animales, y hasta abanderan una defensa a ultranza
de la vida de éstos. Y de ningún modo
son ajenos a la sensibilidad del pensamiento animalista; han sido seleccionados
pensando en el filósofo australiano de nuestros días, Peter Singer,
controvertido alentador del movimiento que se ha hecho ver por las calles de
Melbourne descansando sobre fardos de paja, y con un bozal cubriendo su rostro,
en el interior de una jaula; el Peter Singer que ahonda en la teoría del
utilitarismo de Jeremy Bentham, y su tesis de que los actos humanos deben
juzgarse en función de la utilidad que tienen, es decir, según el placer que
proporcionan o el sufrimiento que producen, y que dejándose llevar por la
sensibilidad favorable a la vida animal, aplicando el principio de minimización
del sufrimiento, concluye que: luchar por el derecho de los animales, es hacer
a los hombres más humanos.
Conveniente a la brevedad, dejo aquí el
preámbulo con que pretendo rememorar el primero de tres cuentos célebres de
animales, que en mi cabeza desafían al olvido.
-Fidelidad e instinto-
EL ORIGEN del primero de los cuentos, a cuyo
espíritu espero ser fiel, cuando menos pudiera remontarse a cinco siglos atrás.
Debemos su divulgación a un escritor de culto al que se llamó “impío
contumaz”: el valenciano y naturalista Vicente Blasco Ibáñez, quien lo
versiona e incluye en la novela Cañas y Barro.
Relata la historia del pastorcillo que
apacentaba cabras, y paseaba orgulloso con una serpiente enroscada al cuello, a
la que en sus primeros días amamantó con leche recién ordeñada, y trató como a
un ser humano. Por brujo tenían las gentes de la Albufera al muchacho, y por el
mismísimo diablo, al ofidio al que llamaba Sancha, y en quien reconocían
a su protector contra los reptiles que poblaban una densa flora selvática. La
leyenda, endulzada con la mutua satisfacción en los juegos infantiles que
alegraban sus horas, o la reciprocidad del reconocimiento de los valores que
asienta las amistades sólidas, se pierde en el rumor persistente, inverificable
y mitificado, durante los años de su ausencia.
Siendo el cabrerillo ya un hombre, corrió
como la pólvora entre los habitantes de la Albufera la noticia de su estancia
en el ejército, en la guerra, y en tierras italianas al servicio del Rey. Los
ecos de su valentía en la lucha contra los enemigos del monarca, el rango
militar alcanzado con acciones heróicas, o la fidelidad a los compromisos,
hasta hacer de él una leyenda para algunos vecinos, y una farsa para otros, se
emparejaron al misterio de su personalidad inabordable. Y nadie ocupó su lugar
en el bosque; temerosos de las alimañas que lo frecuentaban, ningún rebaño osó
campear por aquellas pestíferas lagunas durante los años en que anduvo alejado.
Un día en que agostaba el verano, y diez
años más tarde, los vecinos vieron aparecer a un soldado. Botas robustas de
caña alta y punta vertical, barba descuidada, uniforme castrense y paso
marcial, le hacían difícilmente reconocible a las lugareñas semiocultas tras de
las ventanas, pero era el pastor que regresaba ansioso por reencontrarse con
sus mejores días, su entorno y añeja intimidad. Llegó hasta la llanura
pantanosa donde en otro tiempo cuidara del ganado, y llamó a la serpiente como
acostumbraba hacerlo con frecuencia en el pasado:
Le
respondió el silencio, por ello recurrió al silbido agudo y penetrante, el
último recurso, la contraseña de urgencia a la que el animal respondiera
siempre. Al silbido le sucedió un ruido irregular, misterioso y prolongado,
producido por el movimiento de la tupida maleza seca de los alrededores, que
precedió a la aparición del reptil. El soldado, sorprendido de su enorme
tamaño, dudó entre abandonar el lugar o esperar la reacción del animal, que
pareció reconocerle, ascendió serpenteante desde los pies hasta su cuello,
anillándose en torno al cuerpo, los brazos y la cabeza, y mirándole a los ojos
frente a frente, exhaló su aliento.
–¡Sancha, basta de bromas! –protestó
el soldado cada vez más angustiado por las caricias y la presión cada instante
más firme de la bestia. –¡No he venido a jugar, suéltame!– insistió
claudicante y con un hilo de voz ante la indiferencia del reptil.
Días después, la Albufera se vestía de
luto. Más veloces que el pregonero, las campanas del poblado en secuencia
lúgubre, extendiendo el mensaje que al vecindario sonaba a muerto, doblaban con
sombrío y melancólico ritual de honra fúnebre en series de doce badajadas. Las
mujeres reunidas en apretados grupos, cuchicheaban y se hacían cruces poniendo
en duda los méritos, las virtudes, y el respeto al dogma del difunto: “Que
el Señor se apiade del alma de ese hereje”. Unos pescadores habían
hallado el cadáver del soldado, decompuesto y triturado, víctima del
irresistible instinto salvaje de la vieja amiga.
No puedo estar más de acuerdo con el preámbulo con el que amenizas tu próxima entrega. Cuando a Borges le preguntaban acerca de su pasión por los relatos cortos o cuentos y del por qué no escribía una novela, solía decir:«Para que quiero escribir durante quinientas páginas si lo que deseo decir lo expreso en tres o cuatro».Y Julio Cortázar argumentaba:« En una novela el autor trata de vencer al lector por puntos, mientras que en un relato lo derriba por k.o.»
ResponderEliminarSigue con tu 'vena' divulgativa; con la prosa dinámica y sin ambages de la que haces gala, te viene como anillo al dedo. Además se nota que te gusta. Hasta la próxima fábula.