¿RACIONAL O IRRACIONAL?
El caballo, astuto como él sólo, se lo hizo pasar muy mal a Rodrigo el día que su abuelo se detuvo a comprar tabaco en el estanco, mientras él, a lomos del penco, lo enfilaba en dirección a un vivero llamado el cuarterón, un poco más allá del primer cruce de caminos a la salida del pueblo, y a la izquierda. El abuelo le había hecho saber que el animal le conduciría con acierto, dejándole hacer.
–¡Rodrigo, al paso, llévalo al paso, nada de trotes ni carreras! –ordenó–. Te llevará hasta el fondo del criadero, y allí lo sueltas… él solo irá a beber.
Se trataba de una finca desconocida para Rodrigo, pues en las visitas que repitiera al pueblo, el abuelo acostumbraba llevarle a la huerta, donde le adiestraba en el método más sencillo para calcular la hora, mediante una apreciación exacta de la longitud y orientación de la sombra de un poste de la luz, o el cultivo de productos de la tierra, además de enseñarle el sistema de riego tradicional desde la alberca, las madrigueras de los conejos, los rincones donde los lagartos se amontonaban para tomar el sol, e incluso la predicción del tiempo. Y por las noches, cuando la bóveda celeste era un manto de luces sobrecogedor e infinito, el abuelo le enseñaba desde el mismo lugar, a orientarse, y distinguir numerosas constelaciones y algunos planetas, o la Estrella Polar, porque en su juventud, había pasado algunos años en la marina, a bordo de la histórica corbeta Tornado.
Las distancias en el pueblo no eran como las de Zaragoza, donde residía Rodrigo; en poco más de cinco minutos llegó al cruce de caminos, y ante su asombro, el caballo giró en sentido contrario al itinerario previsto: a la derecha. Estimulado por la seguridad que le transmitiera el abuelo, Rodrigo tiró de las riendas para corregir la dirección elegida por el animal, al que llamó por su nombre:
–¡A la izquierda, Judas!… ¡Vamos Judas, a la izquierda!
No consiguió el objetivo en el primer intento, tampoco en el segundo pudo vencer la resistencia de Judas, y mucho menos en el tercero. Todavía en la idea equívoca de ser él quien mandaba, y seguro de sí, bajó de la grupa de un salto atlético y limpio, lo cogió por la brida, e intentó una y otra vez reconducir a la bestia hacía el camino de la izquierda. Pero, inútilmente, más testarudo que él, Judas decidía otra opción: tomar el camino a la derecha, o no moverse del cruce. Impotente, desesperado y nervioso, habiendo agotado recriminaciones, exhortos y juramentos, decidió reubicar al caballo atacando por la culata. Se agarró a la cola, e instigando al animal en el infructífero intento de girar su orientación ciento ochenta grados, tiró con energía a uno y otro lado, lo que devino en error de principiante que el lector ya habrá advertido. La contundente y soberbia coz, acertada en el abdomen, y ligeramente por debajo del diafragma, lanzó a Rodrigo en una parábola perfecta, seis u ocho metros más allá del camino, yendo a caer sobre una acequia de agua tan fría como debe esperarse en los últimos días de un crudo mes de diciembre.
Cuando Rodrigo se levantó embarrado hasta los ojos, viendo estrellitas de mil colores e intensidades, palpándose el cuerpo y reconociéndose entero, aunque todavía sin resuello, decidió abandonar la empresa, y ató al animal a un árbol, sentándose sobre una piedra. Persuadido de la imposibilidad de sacar al caballo del cruce de caminos, y afligido, decepcionado, entumecido y con sensación de vértigo, lamentaba la adversidad de su destino, y evitaba -porque los hombres no lloran- las lágrimas que amenazaban deslizarse por las ateridas y enrojecidas mejillas.
Después de una breve aunque ansiosa espera, le consoló la llegada del viejo.
Rodrigo, que apenas podía contener la emoción, contó atropelladamente el incidente sufrido, y el abuelo rápido en la intervención, deshizo el nudo de las riendas, se quitó la chaqueta, y poniéndola sobre la cabeza del cuadrúpedo tapándole los ojos, le condujo sin resistencia por el camino del vivero. Ya en marcha y a continuación, hizo poner a Rodrigo la prenda, para aliviarle la friolera, y le explicó:
–La semana pasada llevamos a Judas en dirección contraria, para aparearlo con una yegua, y ha querido volver allí porque se ha enamorado. Sin duda a todos los animales mueven inclinaciones primarias que determinan el camino a seguir: hoy el amor, mañana otras imperiosas carestías o insinuantes deseos. Siempre dependemos de algo o de alguien, en ello consiste la esclavitud de las pasiones, o la servidumbre a las necesidades más elementales... No sé si me comprendes…
–Creo que sí, abuelo, pero me lo pintas oscuro.
–¡Tal como es! Si no necesitamos de la naturaleza, necesitamos de los hombres… nunca estamos completos, y tanta dependencia nos hace sufrir. E incluso sufrimos por las necesidades ajenas. Es un mal negocio esto de ser sensibles… a eso y solamente a eso, se reducen con frecuencia imaginarios enigmas indescifrables del alma humana –añadió con medido laconismo.
Rodrigo, asintió entendiendo a medias las palabras del abuelo, y encontró la oportunidad de hacer valer lo meritoriamente aprendido en el Instituto, resarciéndose de la derrota ante Judas. Y demostrando aplicación diligente y sobresaliente como alumno de bachillerato, entró al trapo retomando la primera parte del discurso del abuelo, en el que vio un resquicio por donde penetrar.
–Abuelo, en las inclinaciones que dices nos diferenciamos los hombres de los animales irracionales, nosotros usamos la cabeza.
–¿Acaso los caballos usan las pezuñas para ese fin? ¿Tú crees que Judas tomaba el camino de la derecha porque no tiene cabeza? ¡Qué va! Cuando digo todos los animales, quiero decir: ¡todos los animales, sin excepción! –replicó enérgico sin vacilar, y concluyó dejando anonadado a Rodrigo–: ¡No creo que haya animales irracionales!
–Abuelo, los animales no son inteligentes –objetó Rodrigo.
–¡Si hacen lo que tienen que hacer, no veo por qué! No son inteligentes para algunas cosas, para otras sí… ¡cómo los hombres! Por ejemplo, el pájaro sabe volar, pero no puede hacer calceta como tu abuela, porque no tiene manos. Incluso hay hombres más inteligentes, y hombres menos inteligentes: ¡cómo los animales!
–¿Te lo enseñaron así en la escuela del pueblo, abuelo?
–preguntó boquiabierto Rodrigo, con ingenuidad y sin atisbo de insolencia.
–Es que pasé por allí muy poco tiempo, lo justo para aprender las cuatro reglas, a leer y escribir. El maestro no tuvo oportunidades de inculcarme lo que puede aprenderse mejor observando la naturaleza, y la racionalidad de todo lo vivo. Y si nos hubiera dicho a los muchachos de Alcaporra del Obispo, que los animales no son cuerdos… ni lo hubiéramos creído –concluyó el abuelo, esbozando la sonrisa del gato que ha espantado al perro.
En aquel momento la suerte vino a auxiliarlos, un acontecimiento insignificante zanjaba la cuestión. El pastor, cuidador del rebaño que campeaba a unos centenares de metros, metiéndose dos dedos de la mano derecha en la boca, sacó de ella un silbido limpio y potente que puso al perro en alerta; al segundo silbido iniciaba a la carrera una curva cerraba y envolvente, a la búsqueda de las ovejas dispersas del rebaño. La sola advertencia del animal, al que los rumiantes percibían por los ladridos, impulsaba a éstos a moverse con rapidez integrándose en la manada.
El abuelo, que llevaba el caballo de las riendas y caminaba junto a Rodrigo, de pronto se detuvo, y poniéndole la mano sobre el hombro le sugirió observar.
–¡Atención… Rodrigo, mira!
Hasta el momento el muchacho no había perdido de vista al perro, ni la acción del reagrupamiento del ganado, pero la invitación del abuelo extremó su vigilancia.
A mitad de su carrera, el perro de carea encontró a una oveja junto a un neonato, minúsculo y lento corderillo, remisa a unirse a la mayoría; la madre protegía al pequeño acomodándose a su lentitud. El Pastor Belga Tervuerense de color marrón carbonado, resuelto a atacar, aceleró en dirección a la pareja decidido a ordenar su integración en el rebaño; la oveja, indisciplinada, giró sobre sus patas traseras, encaró al sabueso en actitud desafiante, y ambos cara a cara, se miraron de igual a igual. El enfrentamiento parecía irremediable, pero el perro dudó entre dos alternativas: el deber de aglutinar a la manada, o la obligación moral de respetar a la madre y su cría. Y predominante el sentimiento de compasión, removida su conciencia canina, decidió la segunda, hacer una excepción, y continuar con la misión encomendada de concentrar al resto de lanares.
Aquellos pocos segundos de absorta expectación, pasaban a formar parte de una experiencia significativa e inolvidable de Rodrigo, ahora comprometido a responder, desconcertado, la pregunta que el abuelo le hacía con tono sarcástico.
–¿A quién de los dos calificarías de irracional, al perro o la oveja?
–Estoy perplejo abuelo, se han comportado civilizadamente, ¡como si tuvieran sentimientos!
–Sí, –respondió el abuelo brevemente– son casi humanos… casi humanos.
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