miércoles, 21 de marzo de 2012

Animales (1)


La Autoescuela A. GONZÁLEZ

El profesor de la autoescuela apagó el puntero de rayo láser, y sentándose cómodamente, dio un giro al enfoque de la clase, haciendo una entrada en su experiencia personal como conductor de automóviles.

–Como consecuencia de los intermitentes e interminables viajes, a que la actividad profesional me ha obligado durante muchos años, no han sido una, ni dos, las ocasiones que la Guardia Civil de Tráfico me ha detenido. Excesos de velocidad, maniobras poco ortodoxas, adelantamiento de un vehículo invadiendo la raya continua, zig-zag producidos por altas tasas de alcohol, o ausencia de luces de cruce en el momento oportuno advertida por los agentes, han contado como causas justificadas. Excuso decirles que  me defendí con el arma de la palabra… pero hay algo más importante: la manipulación de la conciencia de la autoridad de turno, llevando a cabo un ritual de magia blanca, infalible, para mitigar su severidad.

La atención del auditorio correspondía a la franqueza con que el profesor exponía, y la sequedad  de su voz pareció impregnarse de tonos cálidos al entrar en el terreno de las vivencias directas, que iba a derivar en interesantes apuntes.

–Lo aprendí leyendo “El mono desnudo” de Desmond Morris, un trabajo concienzudo, estudioso de la conducta humana con rigor zoológico y perspectiva evolucionista, publicado en España el año 1969. El libro, en su día, bordeó límites de la censura  causando un impacto considerable, pues el criterio científico darviniano en aquellos tiempos, se tenía por réplica contestataria de primer orden, y la estima del hombre como animal, increíblemente, repugnaba a muchas conciencias. Del contenido de ese ya clásico libro de divulgación, que no ha perdido un ápice de interés por su espíritu trasgresor, ni la importancia para el conocimiento de nosotros mismos, apliqué algunos consejos: la práctica de tres reglas de oro, propias del instinto animal y efectos balsámicos, cuando el Agente de Tráfico nos obliga a detener el vehículo en los márgenes de la carretera.
–¿Tomamos nota? –preguntó el más cercano de los alumnos.
–No lo creo necesario, son sencillas de memorizar –respondió comenzando a realizar un ejercicio de papiroflexia con un folio–. Mirad, la primera es abandonar el automóvil: nuestra propiedad. Renunciar al asiento y salir del dominio territorial del vehículo, para acudir al dominio territorial del agente en pie y sobre el asfalto, es tanto como reconocer su autoridad, y nada extraño en la conducta del simio, quien somete su voluntad a la del macho dominante. Si el gesto va acompañado de un cierto relajamiento corporal como señal de modestia, mejoramos el recurso. La segunda regla exige pedir disculpas sin humillarse, ¡nada de proclamar la inocencia y sacar pecho! porque la defensa a ultranza de la inocencia pone en entredicho la observación del agente, y en duda su capacidad de juicio. Por tanto, muy peligroso, equivale a descalificarlo provocando la reacción contra el  infractor al que juzgará con dureza: “¡Valiente chulo… cree que la policía es tonta!” dirá entre dientes el guardia, si el conductor tuviera origen madrileño.

–Y la tercera, decirle que aligere en cumplir el trámite de la sanción, –le                    interrumpió ironizando un aspirante a sacarse el carné–  ¡menuda forma de protestar! 

–¡No! –continúo el profesor–. La tercera regla, profundizar en el lenguaje no verbal: rascarse la cabeza sin ostentación, como si fuera un acto inconsciente o espontáneo; hacerlo estimula sentimientos de compasión. Al chimpancé, por ejemplo, da magníficos resultados ante el tiránico jefe, pues se trata del gesto de sumisión o subordinación del vencido ante el vencedor. De ningún modo y en semejante situación, favorecería al mono, ni al hombre, la actitud contraria: comenzar a golpearse el pecho alternativamente con ambos puños cerrados, y gritar como Tarzán.

Los alumnos guardaban un silencio absoluto, y el discurso culto del profesor de teórica, parecía agradarles. Ni siquiera se levantó un rumor cuando apurando un vaso de agua, suspendiera la alocución, recuperando la palabra, una vez iniciara unos  pasos entre las mesas que dividían el aula en dos partes iguales.

–Consecuentemente, las apariencias engañan, el cálculo estudiado de los gestos, los hábitos, las formas y no el fondo, y cuantos trucos podamos prever, son causa suficiente para influir en el ánimo y los actos de los demás, con sorprendente eficacia. De lo que hacemos, a lo que decimos o pensamos, con frecuencia hay un abismo infranqueable, una distancia sideral, merced y con frecuencia, a sibilinas artimañas. Pero esta cuestión debemos relegarla, porque deslinda nuestros propósitos limitados, exclusivamente, a la consideración del método a seguir para reducir o anular la cuantía de las multas de tráfico.

 Comentarios de todo tipo se extendieron por la sala, rompiendo el silencio hasta entonces completo, y multiplicaron los grupúsculos en ameno debate de las medidas apuntadas por el profesor, quien con habilidad endiablada seguía dando forma al planeador, con el folio que tomara entre sus manos. De la credulidad al asombro, las caras de los oyentes reflejaron todos los niveles posibles de conformidad,  hasta que el profesor elevando la voz y recuperando la atención del auditorio, prosiguiera:

–¡Por favor, déjenme terminar!... En conclusión y a la hora de hacer balance, no miento si afirmo que me fue muy bien, evité sanciones muy fuertes, y en ocasiones recibí disculpas de la policía en un giro de ciento ochenta grados, triunfal para mí. No es otro el motivo por el que les llamo a reflexionar. Cometida una infracción, que es lo más usual cuando el Agente de Tráfico nos da el ¡alto!, disponemos de dos opciones razonables, si es que  adoptamos la vía del diálogo: comportarnos como primates e inteligentemente, y aplicar las tres reglas reduciendo cuanto menos un 50% la multa, o comportarnos como bípedos e implumes, exteriorizando orgullo e insolencia, clase social, méritos personales, o título universitario, para pagar, religiosamente, el 100%.

–¿Profesor, y a eso lo llama magia blanca? –alegó alguien sentado en las últimas filas del aula.

–En efecto lo llamo así, porque lo es. Cambiamos la actitud de una persona con habilidades mentales. Imagine usted que es viernes, y su jefe le anuncia una subida anual en el sueldo de treinta mil euros, a partir del próximo lunes. No quiero ni hablarle de la felicidad que experimentaría el fin de semana, ni la desilusión sufrida si el lunes supiera que le ha mentido. Suponga ahora lo contrario: el viernes, es informado por su médico de que morirá en el plazo de tres meses, al objeto único de gastarle una broma y amargarle los próximos días… la desesperación podría conducirle al suicidio. ¿Acaso cree que la magia consiste en hablar con los muertos, o levantar piedras con la mirada? Si lo supone así, se equivoca; ni telequinesia, ni percepción extrasensorial, ¡la magia radica en hacérselo creer!... ¡Es el verdadero poder de la psique!

El profesor subió de nuevo al estrado, y dirigiéndose a los alumnos para dar por acabada la clase, sujetando entre las manos el ingenio aéreo de papel, ya rematado, añadió:

–Hoy hemos dado una introducción al método blando de conducta ante la policía,  “a una mala ya veremos” –complementó dejando en el ambiente la expresión coloquial, que hacía evidente su origen aragonés–. Los próximos días nos concentraremos en las  técnicas para reducir al agente, o hipnotizarle y abandonarlo dormido en la carretera, antes de huir a marchas forzadas.

–¡Profesor!... –interrumpió un oyente–. ¿Me podría decir si aprenderemos algo para defendernos de los automovilistas? 

–Naturalmente que sí: les iniciaremos en el uso de daga y fusta, armas cortas de fuego, katana, artes marciales y defensa personal, manipulación de explosivos, bombas de racimo, técnicas de supervivencia, y… hasta rudimentos fundamentales sobre agentes bióticos agresivos. Saldrán ustedes de la Autoescuela ATILA GIMENEZ,         preparados para superar toda contingencia adversa, y recibirán un traje de camuflaje y chaleco antibalas. ¡Va incluido en el precio de la matrícula! Entrar en el asfalto es entrar en combate, lo fácil es conocer el código de la circulación, porque es de dominio público y está al alcance de un niño.  A la Autoescuela ATILA, –enfatizó– venimos para preparar la entrada en un mundo de adultos que compiten a cara de perro, un mundo en el que hay que vérselas con lo peorcito. Nos avalan los resultados, ninguno de nuestros alumnos ha perecido en la carretera, ni aún chocando contra un tren de mercancías… Muchas gracias…, la clase ha terminado.

Dirigiéndose a la puerta, el profesor lanzó el avión de papel hacia el interior del aula, y cerró tras de sí. Durante más de veinte minutos, el planeador comenzó a dar vueltas y más vueltas alrededor de la sala,  dibujando en el espacio figuras caprichosas e inverosímiles, y ascendió una y otra vez hasta el techo, o bajó hasta rozar las cabezas de los congregados, que le seguían con la mirada en su vuelo giratorio, oscilante e interminable. En el momento en que alguien abrió la puerta, el avión acertando a dar con el hueco, describió primero una pirueta de doble lazo, y en quebrados movimientos salió a la calle ascendiendo en rápida inclinación, perdiéndose en el horizonte y dejando atrás el pertinaz e insistente zumbido del vuelo de un moscardón.

Escépticos, creyentes, y dudantes, alumnos de la autoescuela, se preguntan todavía hoy, qué tipo de magia contemplaron.
 

1 comentario:

  1. Magnífica alegoría. Se echan en falta relatos divulgativos y amenos. Como éste.

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