La Autoescuela A. GONZÁLEZ
El profesor de la autoescuela apagó el puntero de
rayo láser, y sentándose cómodamente, dio un giro al enfoque de la clase,
haciendo una entrada en su experiencia personal como conductor de automóviles.
–Como consecuencia de los intermitentes e
interminables viajes, a que la actividad profesional me ha obligado durante
muchos años, no han sido una, ni dos, las ocasiones que la Guardia Civil de
Tráfico me ha detenido. Excesos de velocidad, maniobras poco ortodoxas,
adelantamiento de un vehículo invadiendo la raya continua, zig-zag producidos
por altas tasas de alcohol, o ausencia de luces de cruce en el momento oportuno
advertida por los agentes, han contado como causas justificadas. Excuso
decirles que me defendí con el arma de
la palabra… pero hay algo más importante: la manipulación de la conciencia de
la autoridad de turno, llevando a cabo un ritual de magia blanca,
infalible, para mitigar su severidad.
La atención del auditorio correspondía a
la franqueza con que el profesor exponía, y la sequedad de su voz pareció impregnarse de tonos
cálidos al entrar en el terreno de las vivencias directas, que iba a derivar en
interesantes apuntes.
–Lo aprendí leyendo “El mono desnudo”
de Desmond Morris, un trabajo concienzudo, estudioso de la conducta humana con
rigor zoológico y perspectiva evolucionista, publicado en España el año 1969.
El libro, en su día, bordeó límites de la censura causando un impacto considerable, pues el
criterio científico darviniano en aquellos tiempos, se tenía por réplica
contestataria de primer orden, y la estima del hombre como animal,
increíblemente, repugnaba a muchas conciencias. Del contenido de ese ya clásico
libro de divulgación, que no ha perdido un ápice de interés por su espíritu
trasgresor, ni la importancia para el conocimiento de nosotros mismos, apliqué
algunos consejos: la práctica de tres reglas de oro, propias del instinto
animal y efectos balsámicos, cuando el Agente de Tráfico nos obliga a detener
el vehículo en los márgenes de la carretera.
–¿Tomamos nota? –preguntó el más cercano
de los alumnos.
–No lo creo necesario, son sencillas de
memorizar –respondió comenzando a realizar un ejercicio de papiroflexia con un
folio–. Mirad, la primera es abandonar el automóvil: nuestra propiedad.
Renunciar al asiento y salir del dominio territorial del vehículo, para acudir
al dominio territorial del agente en pie y sobre el asfalto, es tanto como
reconocer su autoridad, y nada extraño en la conducta del simio, quien somete su
voluntad a la del macho dominante. Si el gesto va acompañado de un cierto
relajamiento corporal como señal de modestia, mejoramos el recurso. La segunda
regla exige pedir disculpas sin humillarse, ¡nada de proclamar la inocencia y
sacar pecho! porque la defensa a ultranza de la inocencia pone en entredicho la
observación del agente, y en duda su capacidad de juicio. Por tanto, muy
peligroso, equivale a descalificarlo provocando la reacción contra el infractor al que juzgará con dureza: “¡Valiente
chulo… cree que la policía es tonta!” dirá entre dientes el guardia, si el
conductor tuviera origen madrileño.
–Y la tercera, decirle que aligere en
cumplir el trámite de la sanción, –le interrumpió ironizando un
aspirante a sacarse el carné– ¡menuda
forma de protestar!
–¡No! –continúo el profesor–. La tercera
regla, profundizar en el lenguaje no verbal: rascarse la cabeza sin
ostentación, como si fuera un acto inconsciente o espontáneo; hacerlo estimula
sentimientos de compasión. Al chimpancé, por ejemplo, da magníficos resultados
ante el tiránico jefe, pues se trata del gesto de sumisión o subordinación del
vencido ante el vencedor. De ningún modo y en semejante situación, favorecería
al mono, ni al hombre, la actitud contraria: comenzar a golpearse el pecho
alternativamente con ambos puños cerrados, y gritar como Tarzán.
Los alumnos guardaban un silencio
absoluto, y el discurso culto del profesor de teórica, parecía
agradarles. Ni siquiera se levantó un rumor cuando apurando un vaso de agua,
suspendiera la alocución, recuperando la palabra, una vez iniciara unos pasos entre las mesas que dividían el aula en
dos partes iguales.
–Consecuentemente, las apariencias
engañan, el cálculo estudiado de los gestos, los hábitos, las formas y no el
fondo, y cuantos trucos podamos prever, son causa suficiente para influir en el
ánimo y los actos de los demás, con sorprendente eficacia. De lo que hacemos, a
lo que decimos o pensamos, con frecuencia hay un abismo infranqueable, una
distancia sideral, merced y con frecuencia, a sibilinas artimañas. Pero esta
cuestión debemos relegarla, porque deslinda nuestros propósitos limitados,
exclusivamente, a la consideración del método a seguir para reducir o anular la
cuantía de las multas de tráfico.
Comentarios de todo tipo se extendieron por la
sala, rompiendo el silencio hasta entonces completo, y multiplicaron los
grupúsculos en ameno debate de las medidas apuntadas por el profesor, quien con
habilidad endiablada seguía dando forma al planeador, con el folio que tomara
entre sus manos. De la credulidad al asombro, las caras de los oyentes
reflejaron todos los niveles posibles de conformidad, hasta que el profesor elevando la voz y
recuperando la atención del auditorio, prosiguiera:
–¡Por favor, déjenme terminar!... En
conclusión y a la hora de hacer balance, no miento si afirmo que me fue muy
bien, evité sanciones muy fuertes, y en ocasiones recibí disculpas de la
policía en un giro de ciento ochenta grados, triunfal para mí. No es otro el
motivo por el que les llamo a reflexionar. Cometida una infracción, que es lo
más usual cuando el Agente de Tráfico nos da el ¡alto!, disponemos de dos
opciones razonables, si es que adoptamos
la vía del diálogo: comportarnos como primates e inteligentemente, y
aplicar las tres reglas reduciendo cuanto menos un 50% la multa, o comportarnos
como bípedos e implumes, exteriorizando orgullo e insolencia, clase social,
méritos personales, o título universitario, para pagar, religiosamente,
el 100%.
–¿Profesor, y a eso lo llama magia blanca?
–alegó alguien sentado en las últimas filas del aula.
–En efecto lo llamo así, porque lo es.
Cambiamos la actitud de una persona con habilidades mentales. Imagine usted que
es viernes, y su jefe le anuncia una subida anual en el sueldo de treinta mil
euros, a partir del próximo lunes. No quiero ni hablarle de la felicidad que
experimentaría el fin de semana, ni la desilusión sufrida si el lunes supiera
que le ha mentido. Suponga ahora lo contrario: el viernes, es informado por su
médico de que morirá en el plazo de tres meses, al objeto único de gastarle una
broma y amargarle los próximos días… la desesperación podría conducirle al
suicidio. ¿Acaso cree que la magia consiste en hablar con los muertos, o
levantar piedras con la mirada? Si lo supone así, se equivoca; ni telequinesia,
ni percepción extrasensorial, ¡la magia radica en hacérselo creer!... ¡Es el
verdadero poder de la psique!
El profesor subió de nuevo al estrado, y
dirigiéndose a los alumnos para dar por acabada la clase, sujetando entre las
manos el ingenio aéreo de papel, ya rematado, añadió:
–Hoy hemos dado una introducción al método
blando de conducta ante la policía, “a
una mala ya veremos” –complementó dejando en el ambiente la expresión
coloquial, que hacía evidente su origen aragonés–. Los próximos días nos
concentraremos en las técnicas para
reducir al agente, o hipnotizarle y abandonarlo dormido en la carretera, antes
de huir a marchas forzadas.
–¡Profesor!... –interrumpió un oyente–.
¿Me podría decir si aprenderemos algo para defendernos de los
automovilistas?
–Naturalmente que sí: les iniciaremos en
el uso de daga y fusta, armas cortas de fuego, katana, artes marciales y
defensa personal, manipulación de explosivos, bombas de racimo, técnicas de
supervivencia, y… hasta rudimentos fundamentales sobre agentes bióticos
agresivos. Saldrán ustedes de la Autoescuela ATILA GIMENEZ, preparados para superar toda
contingencia adversa, y recibirán un traje de camuflaje y chaleco antibalas. ¡Va
incluido en el precio de la matrícula! Entrar en el asfalto es entrar en
combate, lo fácil es conocer el código de la circulación, porque
es de dominio público y está al alcance de un niño. A la Autoescuela ATILA, –enfatizó– venimos
para preparar la entrada en un mundo de adultos que compiten a cara de perro,
un mundo en el que hay que vérselas con lo peorcito. Nos avalan los resultados,
ninguno de nuestros alumnos ha perecido en la carretera, ni aún chocando contra
un tren de mercancías… Muchas gracias…, la clase ha terminado.
Dirigiéndose a la puerta, el profesor
lanzó el avión de papel hacia el interior del aula, y cerró tras de sí. Durante
más de veinte minutos, el planeador comenzó a dar vueltas y más vueltas alrededor
de la sala, dibujando en el espacio figuras
caprichosas e inverosímiles, y ascendió una y otra vez hasta el techo, o bajó
hasta rozar las cabezas de los congregados, que le seguían con la mirada en su
vuelo giratorio, oscilante e interminable. En el momento en que alguien abrió
la puerta, el avión acertando a dar con el hueco, describió primero una pirueta
de doble lazo, y en quebrados movimientos salió a la calle ascendiendo en
rápida inclinación, perdiéndose en el horizonte y dejando atrás el pertinaz e
insistente zumbido del vuelo de un moscardón.
Escépticos, creyentes, y dudantes, alumnos
de la autoescuela, se preguntan todavía hoy, qué tipo de magia contemplaron.
Magnífica alegoría. Se echan en falta relatos divulgativos y amenos. Como éste.
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