jueves, 23 de febrero de 2017

Experiencias de Máximo Maldía en la U.L. de Córdoba. 9.- DOS HOMBRES, DOS DESTINOS

Muchos años después de salir de la Universidad Laboral, no había podido olvidar las controversias escuchadas de labios de una peculiar pareja de amigos en permanente debate, y en el centro del cuadrilátero de las ideas: los protagonizados entre el profesor de tecnología Luciano Gavilán y el padre Jesús, el primero un escéptico interesado por los misterios de la vida y la muerte, el segundo la personificación de la fe rayana en la porfía.
Al profesor Luciano hacía destacarse a distancia la notable estatura o una cabeza grande adornada de leonada melena oscura, y de cerca un indudable don de gentes o la simpatía natural. Y a su replicante, padre Jesús, caracterizaba la capacidad semejante para relacionarse con los demás, la escasa talla, la cabeza pequeña de frente despejada, la barbilla leniniana adelantada al rostro, y los ojos de una profunda oscuridad coronados de pestañas dispersas.

Los contendientes representaban partes de un todo, destinos distintos y adyacentes: un ejemplo pedagógico y vivo de la España del siglo XX, la España real en una sorda y profunda crisis de la conciencia religiosa, ignorada por los alumnos. Ambos actores a los que hoy, abusando de una larga perspectiva y de mi madurez, recuerdo como jóvenes entusiastas de la cultura plenos de vitalidad, se dejaban ver con frecuencia charlando amigablemente nadie sabe de qué, aunque mi objetivo es hacerlo saber: entrar en cuanto unía o separaba a los protagonistas de esta historia, a los que vigilé estrechamente.

Del modus operandi disimulado y sistemático de que me valí para captar sus disputas diré lo imprescindible, desde ocultarme tras de una cortina dentro de la cafetería y junto a la mesa donde acostumbraban sentarse, hasta aplicar la oreja a la puerta del despacho del sacerdote, podría contarle al lector mil artificios. Llegó a traicionarme la suerte el día que, escondido bajo la amplia mesa sobre el estrado del aula vacía de alumnos, y cuando se acaloraban defendiendo tesis incasables, acabé saliendo de allí disculpándome y diciendo que estaba regulando una pata para evitar la cojera de la misma. Tal vez me creyeran, pero sus caras estupefactas parecían escépticas.

Difícilmente podría olvidarme de la ocasión aprovechada en que fui a sentarme  a la espalda de los asientos que ocupaban en el autobús, en la línea que llevaba desde el paraninfo al centro de la ciudad. El sacerdote soltó un exabrupto cuando en un frenazo imprevisto y seco, su cabeza fue a estamparse contra la testa del conductor del autobús; mil disculpas no borraron la primera imprecación, que proferida en tono bajo había llegado con nitidez a mi oído. El incidente puso fin al debate del que yo, deslizado sobre el asiento hasta ocultar la cabeza, no perdí palabra. La conversación entre ambos había girado en torno a las pretensiones del profesor de abandonar la educación, e ingresar en la Academia Militar de Zaragoza, porque su verdadera vocación consistía en continuar la tradición familiar castrense de más de un siglo, y cuando el profesor agotó el objetivo de comunicar sus marciales inquietudes, la iniciativa quedó en manos del sacerdote.

Antes de sentarse el padre Jesús había recogido del asiento “El Caso” abandonado por el anterior usuario, un semanario de contenido luctuoso y éxito popular, divulgador de un sólo crimen por número, aunque a bombo y platillo. Y allí encontró motivo suficiente para la disputa, porque se dirigió al profesor haciendo una lectura escueta de la noticia destacada en la cabecera:

    UN PRESO FUGADO DE LA CÁRCEL DE CARABANCHEL VIOLA A UNA JOVEN ESTUDIANTE, ANTES DE ASESINARLA

–¡Espeluznante! ¡Increíble! –se alarmó el profesor Luciano agitándose en el asiento– me horroriza pensar en la condición humana capaz de cometer tal crimen. Jesús, permíteme calificar a ese pobre hombre de desgraciado, porque en último término cumple con las crueles determinaciones que el destino ha puesto en él.
–Luciano, lo que llamas destino tiene un nombre: ¡Dios! Y Dios provee de la razón para que distingas el bien del mal; te hace responsable tanto como libre.
–¡Eres un optimista incorregible, Jesús! El psicópata no es libre, está conformado por la condición bioquímica para matar sin remordimiento ni zozobra… es un títere que responde al sinsentido de la naturaleza exenta de principios morales.
–Las tentaciones diabólicas están para que el hombre las rechace, no para sucumbir a ellas. El mal instiga, pero el hombre decide libremente –apostilló el sacerdote.
–¡No, Jesús… el hombre que no nace, no se hace! Es prisionero de su naturaleza animal. Hay una causa psíquica, o biológica, cuando no educativa o ambiental, que escapa a su control… Y si como alguna vez me has dicho, debemos remontarnos al origen de todas las causas, el resumen es sencillo: la responsabilidad no es de ese desgraciado asesino, sino de ese origen determinante que decide el destino o la suerte del individuo…

En aquél instante, el chirriante frenazo del vehículo puso punto fin al diálogo, y al cura, que sufrió en la frente el coscorrón contra el conductor, no le quedaron ganas de renovar el combate. El autobús llegó a su destino, y me bajé por la puerta trasera aconsejado por la cautela.
De las ocasiones múltiples en que escuché rivalizar a profesor y sacerdote, debemos recoger algunas muestras que conservan el espíritu de los contendientes. Un día, oculto tras de unas cortinas ornamentales del bar pude oír con nitidez una larga conversación, que acabó en el debate sobre la libertad del alumnado para decidir acudir, o no, a ritos y ceremonias religiosas.
–Los jóvenes están en formación, y nosotros asumimos la responsabilidad de enseñarles el Dogma por su propio bien, u obligamos como un compromiso moral a que asistan al sacrificio de la Santa Misaen la mañana de cada domingo.
–¿No te parece extraño que Dios tenga tanto empeño en obtener reconocimientos, y súplicas masivas, cada festividad? –preguntó el profesor y prosiguió– A quienes agradan los homenajes, o ser venerados, es a narcisos exhibicionistas y todos aquellos a los que gusta desfilar: deportistas de elite, toreros, gallos de pelea, actrices y coristas casquivanas, legionarios, políticos, dictadores, play-boys…  ¿pero a Dios?
–Luciano, donde nosotros tenemos la fe, tú pones frialdad intelectual.
–¡Jesús, yo soy profesor, y califico a mis alumnos por su aplicación a la asignatura, y nunca porque me acosen un día cada semana mendigando un aprobado. Supongo a Dios sabiendo a quien debe gratificar, con independencia de que le tiren insistentemente de la levita.

Recuerdo al profesor excitado, visiblemente, tanto como las respuestas del cura, pero también mi urgencia por salir de allí, de forma que agradecí se levantaran de las sillas partiendo hacia la barra del bar, pues unos minutos después comenzaba el examen de Física al que yo no podía faltar.
Entre las cuestiones importantes, primordiales para la forma de entender del joven de entonces, la moral brillaba con luz propia. El padre Jesús defendía tesoneramente la búsqueda del bien en función de la salvación humana y recuerdo haberle escuchado decir:
–El hombre rehúye hacer el mal buscando la clemencia divina, es decir, el premio que recibirá en justicia por su rectitud. El terror al castigo rectifica la orientación de los instintos humanos. ¿Qué crueldades y desmanes no seríamos capaces de perpetrar los hombres, de carecer del temor de Dios? ¿Quién frenaría nuestras inclinaciones perversas si no hubiéramos de dar cuentas a nadie?... Luciano, recuerda que te preste un libro que lo razona muy bien…
–¡No hombre, no! Los que desean hacer mal y lo reprimen persiguiendo un premio, no lo merecen: aunque encubran sus instintos, son canallas disfrazados de honestidad. ¿Quién les va a premiar?... Considera la sentencia de Cicerón que dice: “Si hacemos el bien por interés, seremos astutos, pero no buenos” Yo me rijo por principios distintos y también hay libros que lo enseñan. Defender causas honestas me hace feliz, aunque no espero ningún premio. 
Vittorio de Sica
–¿Entonces, tú que deseas ser militar, amas a tus enemigos? –preguntó el P. Jesús.
– ¡Ni yo amo a mis enemigos, ni tú a los tuyos! Eso es tanto como amar la sarna. Aunque a decir verdad me acometen serias dudas después de haber oído decir a Vittorio de Sica que, hay que amar a los enemigos como a los amigos, porque seguramente son los mismos”respondió el profesor con indisimulado sarcasmo.
–Luciano, tu moral deja mucho que desear. No obstante, mi intención es echar un vistazo a los libros que lees, y si tengo tiempo, preparar una tesis aplastante para combatir una simplicidad argumental y dañina espiritualmente… Seguramente serán libros de escritores ilustradosy gentes así…

En esencia, cura y profesor polemizaban sobre cuestiones que me resultaban de enorme interés, y hoy, en el siglo XXI, importan poco a las nuevas generaciones, tal vez porque las han resuelto… o porque la indiferencia ha hecho tales progresos que no procede debatirlas.
 Un día, en situación comprometida para mí, el profesor me abordó al salir de clase, una sonrisa intrigante y sutil apenas esbozada delataba astutos propósitos, y mientras pasaba los libros de una mano a otra, procediendo más tarde a sacar la solapa del bolsillo derecho de la chaqueta, me preguntó a bocajarro:
–¿Y tú qué piensas, Máximo Maldía, estás conmigo o contra mí?–preguntó pronunciando nombre y apellido con cierta sorna.
Sin duda mi persecución había sido detectada. Se me subieron los colores a la cara, y atrapado, tartamudeé saliendo del compromiso valiéndome de evasivas referenciadas al temario de su asignatura, y arropándome en mis amigos, los hermanos Abel y Abundio Marchamalo, apenas a un paso de mí. Pero aquella pregunta reforzó tanto mi cautela que, obligado a mantener las distancias, la suerte no volvió a favorecer mi curiosidad.


Salí de la Universidad Laboral, pero nunca olvidé la situación embarazosa vivida frente al tecnólogo ni algunos de los debates que tuviera con el sacerdote, y,más de treinta años después todavía no había calmado la ansiedad, aún rememoraba momentos cruciales del choque entre polos opuestos. Tanto es así que, guiado por la admiración y respeto sentido por aquellos hombres, maduro para afrontar el pasado y disculparme, me propuse localizarlos. Corría el año 2004, y entregado a la labor de recuperar el tiempo perdido, la investigación a fondo a la búsqueda de sus paraderos fue dando los resultados esperados. Provisto de un teléfono y el impulso emocional necesario, el deseo de encontrarlos convertido en pesadilla obsesiva, resolvió mis desvelos unos meses después de iniciar la investigación y marcar centenares de números. Logré al fin poner al aparato al profesor, y le di el trato respetuoso que había dispensado al sacerdote en un contacto telefónico, pocos días antes.
–¿Hablo con don… don Luciano Gavilán? –interrogué nervioso.
–Sí, dígame, ¿a quién tengo el gusto de saludar?
–Mire, soy un antiguo alumno suyo, mi nombre es Máximo Maldía… usted no se acordará de mí, ha pasado demasiado tiempo…
–¡Pero hombre, ¡cómo no voy a recordar a Máximo Maldía!... ¡Me perseguiste durante años… eso no se olvida nunca!
–Bueno, don Luciano, llevo mucho tiempo persiguiéndole de nuevo, y no solamente a usted, ando también tras los pasos de don Jesús… ¿Sabe algo de don Jesús? –le pregunté suponiendo la respuesta de antemano.
–¡Ya me gustaría, ya! Pero perdí su pista hace muchísimos años, quizá tres décadas. Me dijeron que se fue de misionero a un país de América Latina, y es como si se le hubiera tragado la tierra, no he vuelto a saber más de su vida… si es que vive.
–Pues voy a darle una buena noticia, he dado con su paradero… ¡Vive!
–¡Dime, dime Maldía… me interesa! –respondió multiplicando la curiosidad.
–Don Jesús reside en Madrid; me he puesto al habla con él, y está dispuesto a hacerse ver por usted…, vamos, a la espera de que concertemos día y hora del reencuentro al que me enorgullece poder asistir.
Ni el profesor ni el cura obstaculizaban mi terquedad, y acabada la conversación sentía el placer impagable del éxito. Verificado en la voz de ambas partes el agrado sincero de retomar una vieja amistad, en menos de una semana mi intermediación daba resultados, y fijamos la cita en la Puerta del Sol, en el Kilómetro Cero y a las doce del mediodía de un sábado en pleno mes de enero.
Aquella mañana lloviznaba y los nervios no me dejaban parar, quizá por eso fui el primero en presentarme en el lugar convenido.Veinte minutos antes de las doce esperaba a pie firme envuelto entre los peatones y comiéndome las uñas, mientras pensaba que el bigote a la húngara dejado crecer tiempo atrás, me permitiría pasar desapercibido ante ellos, y observar su encuentro con discreción.
A la hora puntual pactada y una diferencia de apenas segundos, aparecían los convocados. Mi antiguo profesor de tecnología, vestido de negro, llegaba desembocando por la Calle Carretas, extremadamente delgado y desprovisto de la melena, moviéndose con lentitud, mutilado de la pierna derecha y ayudado de dos muletas para desplazarse con la izquierda, apoyaba las axilas en ambos soportes y miraba la hora en el reloj puesto en la muñeca de una mano, a la que faltaban los dedos índice y pulgar.
Por el lado opuesto, don Jesús, el otrora cura al que reconocí desde la salida de la boca del metro, vestía uniforme de color marrón con cazadora y pantalón. Sobre ellos un capote impermeable con capucha del mismo color. Un emblema adosado al brazo izquierdo a la altura del hombro, le identificaba como Vigilante Jurado del Metro de Madrid; el anillo montado sobre el dedo anular de la mano diestra, revelaba su estado civil como hombre casado; y entre sus manos llevaba un libro que no me fue difícil de identificar: Gargoris y Abidis, de Sánchez Dragó. En los primeros momentos, ambos inseguros y vacilantes, se miraron con alguna desconfianza sin acabar de reconocerse, y de inmediato, vencida la timidez y los segundos de confusión, extendieron la mano acortando las distancias, y los dos dijeron al unísono de modo espontáneo: ¡eres tú!

Sólo la sorpresa leída en gesto y mirada de ambos, al redescubrirse metidos en otra piel, superó la mía; un asombro a la vista del cambio operado en la imagen de los protagonistas de esta historia, que no tiene parangón. Asaltado por la extrañeza pude ver las figuras de los hombres fundidas en un abrazo enternecedor, efusivo e interminable, mientras sus ojos aguados destilaban emociones irreprimibles.
Me hice esperar a unos pocos metros de distancia, y cuando me acerqué presentándome como Máximo Maldía, les ocupaba las razones que habían motivado dar un giro copernicano a sus vidas, muchos años atrás:
Abandonar la vida eclesiástica y formar una familia, al entonces cura.
Al profesor Luciano, hacerse oficial del ejército, e intervenir en misiones de paz en Afganistán, donde perdiera dos dedos de una mano y le amputaran la pierna derecha desde la cadera, heridas por una fatídica mina antipersona. 

2 comentarios:

  1. Bonita historia de un reencuentro

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  2. Una gran historia. Para muchos de nosotros, el paso por la Uni despertó y desarrolló la curiosidad por el mundo de las ideas. Unas ideas que, desde posiciones distintas, representaban nuestro educadores, aunque en aquella época había que descubrirlas entre líneas, o detrás de una cortina. Yo hubiera querido reencontrarme, como Máximo Maldía, con alguno de ellos. En particular, con Fray Gerardo Suárez González, al que no encuentro en la relación de dominicos de esta página. Fue educador en San Rafael desde 1973 al menos. Yo pertenecía a un club "exclusivo" de seguidores suyos: los del cineclub ULACOR. No solo vendíamos las entradas en el pasillo de que conducía al cine, también organizábamos fiestas particulares. Tenía una mentalidad laica que trascendía el hábito. Tras las primeras elecciones municipales llegó a ser Vice-Presidente de la Diputación de Málaga por el Partido Comunista. Murió prematuramente en 2006. No llegué a hablar nunca con él. Me hubiera gustado tanto como a Máximo Maldía. Mi pasión por el cine y el gusto por el conocimiento con sentido crítico se lo debo en parte a él. Máximo Maldía me permita este particular recuerdo. Recuerdos valiosos que tantos de nosotros guardamos y nos acompañarán siempre.

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