El hecho de ser hijo de Rodrigo Maldía, un mago
profesional reconocido y admirado en multitud de teatros a lo ancho y largo de
la Península Ibérica, me permitió aprender muy joven algunos trucos de
complejidad regular de los que me valí en algunas ocasiones para llamar la
atención, o dejar boquiabiertos a curiosos y compañeros. No es menos cierto que
en algunas ocasiones hube de servirme de ellos contra mi voluntad y para
divertir a mis amigos, a quienes no importaba que el truco no saliera bien,
quedando mis habilidades en entredicho. De la época a que aludo, los años
sesenta de la ULC, conservo todavía memoria de éxitos y fracasos en la práctica
de la magia, pero aburriría al lector prodigándome en la evocación repetitiva,
de manera que un solo ejemplo servirá a mi propósito de dejar constancia de la
afirmación.
Sucedió una tarde junto al colegio Luis de Góngora,
en la que yo había salido al exterior preparado con el propósito de entretener
y rodeado de un nutrido grupo de interesados por las artes mágicas, ante los
que desplegué mi humilde catálogo de recursos realizando algunos trucos de
impactante efecto visual. Cuatro veces me propuse, y conseguí hacer aparecer y
desaparecer dos palomas, y otras cuatro introduje a un conejo de dos kilos en
un pequeño frasco de perfume, con la perfección que yo mismo hubiera aplaudido
de ver en cualquier experto, arrancando el generoso y no por ello menos
merecido aplauso unánime de los reunidos, que me estimularon haciendo evidente
la sincera e inequívoca admiración de mis habilidades. Le siguieron después
algunos juegos con naipes; una explicación aclaratoria y práctica de las
trampas más usuales empleadas por los trileros, que gustaron a los presentes; y
un transitorio final realizando un lanzamiento de cuchillos, desde veinte
metros de distancia, sobre el contorno de
la silueta de carne y hueso de Jesús Pichardo, compañero desconfiado que
se prestaba por primera vez a colaborar, y cerraba los ojos a cada lanzamiento
temeroso de que alguna de las armas blancas se desviara del objetivo
atravesándole la nuez.
Dado que el sol declinaba en el horizonte,
semioculto por borrascosas nubes amenazadoras, había decidido dar por concluida
la sesión, pero acabé cediendo a los deseos de mis amigos, los hermanos Abel y
Abundio Marchamalo, aficionados a la prestidigitación y con quienes
acostumbraba a contar en situaciones que lo hacían conveniente, e incluso
imprescindible.
–Maldía, haz el de la cuerda… el truco de la cuerda
–pidió Abel.
–¿El de la cuerda? –preguntaron algunos compañeros
al unísono.
–Sí, –explicó Marchamalo– nos tumbamos tres de
nosotros en el suelo, apoyando los pies en el bordillo de la acera, Maldía nos
abraza con una cuerda, y tirando de ella con los dientes nos levanta hasta
ponernos en pie.
–¿Quieres decir que no se vale de las manos?
–inquirió Jesús Pichardo.
–Eso quiero decir… que no se vale de las manos
–confirmó Marchamalo.
–Maldía tendrá que demostrarlo aquí y ahora
–insistió Pichardo, desconfiado.
Cundieron las acostumbradas exclamaciones de
escepticismo y recelo, prodigándose los cálculos del esfuerzo a superar en
aproximaciones muy cercanas a la realidad, al tiempo que Abel Marchamalo
entraba y salía del colegio provisto de una cuerda de dos centímetros de
diámetro y más de seis metros de longitud, que puso a mi disposición. Para
entonces, una docena de voluntarios se prestaba a formar parte del trío.
Muy a pesar de la voluntariedad entusiasta puesta
por los hermanos Abel y Abundio Marchamalo, y por el riesgo que comportaba el
ejercicio de magia propuesto, no era momento de llevarlo a cabo. Me resistí
aduciendo que se trataba de una experiencia poco ejemplar, susceptible de herir
la sensibilidad de determinados compañeros, pero la respuesta mayoritaria y
democrática me empujó literalmente a realizarlo. Por eso, en tanto yo ponía las
condiciones mínimas exigiendo que, los compañeros a levantar se cubrieran la
cara con un pañuelo al objeto de favorecer la indispensable concentración esencial
para el éxito de la prueba, Abel decidía contando con mi connivencia que el
trío estaría compuesto por su hermano Abundio en un extremo, Jesús Pichardo en
el centro, y él mismo en el otro extremo.
A la vista de la selección del trío, no pude menos
que esbozar una sonrisa asimétrica, haciendo saber de las dificultades añadidas
por el peso que sumaba. Los hermanos Marchamalo eran tipos que sobrepasaban el
metro ochenta centímetros de estatura, y Jesús Pichardo, musculado hasta en las
uñas de los pies, no representaba un obstáculo menor, pero evité hacer
comentario negativo alguno, y oculté que todo aquello estaba sujeto a la
improvisación más absoluta, e iban a ser partícipes activos de un experimento
único, dirigido por un principiante como yo.
Comenzaron tumbándose los tres boca arriba en el
suelo, y apoyando los pies en el bordillo de granito de la acera. Y cuando
estuvieron estirados y solidariamente unidos por los brazos, procedí a pasar la
cuerda por detrás de sus cabezas, bajándola hasta los hombros y haciendo un
nudo corredizo a la altura de Pichardo, y pegado a su tórax.
–¡Los pañuelos! –reclamé haciendo pitos con los dedos
corazón y pulgar de la mano derecha, – ¡pañuelos limpios, por supuesto!
–urgí autoritario repitiendo pitos.
Mi petición no tardó en satisfacerse. Nadie confesó
disponer de pañuelo limpio a mano, pero algún compañero propuso el uso de
camisas o camisetas, y pareciéndome buena idea en un instante dispuse de las
prendas de tres voluntarios, quienes las colocaron sobre cada una de las caras
del trío, a la vez que yo aconsejaba a los espectadores, –que sobrepasaban de
largo el centenar– ampliar el semicírculo en torno a lo que llamaba el
escenario, robusteciendo la verosimilitud y teatralidad del acto.
Situándome a dos metros de los pies de la terna
pasiva, tensé la cuerda ligeramente, y anuncié en voz alta que yo procedía a
taparme los ojos, aunque no fue así, pues el fin de la advertencia era insuflar
confianza en Jesús Pichardo y con un solo objetivo. Inmediatamente, adoptando
actitud de maestro de yoga, pedí silencio, y ocupando el lugar de sus
conciencias ordené que profundizaran en la concentración, parafraseando
susurrante y persuasivo en repetidas ocasiones e impostando la voz:
– “El mundo está inmóvil y todo es sigilo… a
vuestro entorno lo rodea la oscuridad… no penséis en nada, ya hay quien piensa
por vosotros. Pensar es nefasto y desgasta prematuramente las neuronas…
¡concentraos!”.
Optimizado el ambiente, la tensión emocional
reinante acercaba la situación a la ilusión colectiva, premisa imprescindible
para que la acción manejada con acierto, adquiriera categoría de portentosa e
irrepetible. El momento, convenientemente prolongado, lo llenaba induciendo a
la relajación y la confianza en que lo imposible, como es harto frecuente y
vemos cada día por la calle, se hace realidad.
– “Vais a vivir
una nueva experiencia, concentraos y escuchad los latidos de vuestro propio
corazón… Amigos míos… ¡vais a levitar!” –anuncié con voz balsámica de gurú
recién llegado de la India y con poderes sobrenaturales, cuando la densa y
silente expectación podía tocarse con las manos, abundando más tarde en el
método que ayudaría a propiciarlo–:“Olvidad las leyes científicas y todos
los presupuestos de la razón que los profesores enseñan en las aulas, opuestos
a nuestros deseos, porque son torpes instrucciones que nos impiden levantar el
vuelo… Concentraos… relajad los músculos… sois autónomos e independientes, y no
os debéis a código alguno”
La realidad es muy cruel y, hay promesas que
consuelan cuanto más desatinadas, fantásticas e creíbles resultan.
Autoconvencido de que el grado de credulidad y candidez entre la concurrencia
era óptimo y muy elevado, no hubo estupidez que pasara por mi mente que
renunciara a proclamarla. Trabajar de flautista
de Hamelin todavía es posible, pensé un momento antes de inducirles a
creer que estaban acercándose a experimentar
la percepción extrasensorial en grado superlativo.A poco más de quince
minutos de comenzado el número, los efectos hipnóticos de mis palabras
comenzaron a cuajar y tener consecuencias en algunos de los
espectadores que absortos cerraban los ojos, hecho en el que leí el estado
maduro conveniente, es decir, el momento aconsejado para dar los últimos pasos.
Entonces entregué la cuerda a un compañero espectador ordenándole mantenerla en
suave tirantez. Acto seguido rodeé muy despacio los cuerpos del trío tendido en
el suelo, hasta situarme sobre sus cabezas haciendo llegar a espectadores y
actores mis últimas y cada vez más increíbles conjeturas esotéricas,
enigmáticas, ininteligibles y absurdas.
– “Habéis olvidado las matemáticas y todo lo que
sabéis; ahora sois ligeros como plumas… leves… ingrávidos… ¡auténticamente
libres! Vuestros sueños se harán realidad si os ponéis en mis manos. Preparaos…
va a cesar toda fuerza telúrica o geológica, e izaréis los cuerpos lentamente
rompiendo la ley de la gravedad en una experiencia única y paranormal”.
En tanto los
hermanos Marchamalo, mis leales colaboradores, reflejaban extrema rigidez
aferrándose a los brazos de Pichardo para que no levitara de motu propio y
a destiempo, éste gozaba de una relajación muscular absoluta, facilitando una
inocente entrega a nuestros propósitos o abandono completo de la voluntad.
Comprendí que todo estaba en mis manos, y reprimí la intención de recurrir a la
convocatoria del espíritu de sus antepasados para que los ayudaran a levitar,
decidiéndome a culminar el proyecto. Me bajé los pantalones y los calzoncillos,
y una vez desnudo de cintura para abajo, sentándome sobre la cara de Pichardo,
procedí a sacar un cigarrillo de tabaco negro encendiéndolo con una cerilla.
(¡¡¡!!!)
No se hizo esperar el estruendoso y desternillante
bullicio de carcajadas de los congregados, que llegó hasta las pistas de
atletismo, despertó a los mirlos blancos de los árboles cercanos que
atemorizados levantaron el vuelo en bandada como un solo pájaro, perdiéndose en
el horizonte, y provocó la primera reacción de Pichardo que puso en marcha el
movimiento de cuerpo y extremidades inferiores atrapado por los brazos de los
hermanosMarchamalo. No era posible oír sus palabras por la presión que ejercía
mi culo sobre su boca y nariz, pero hubiera jurado que profería gruesas
imprecacionesy sonoras amenazas, o maldiciones que en aquellos tiempos estaban
prohibidas. Y como no convenía prolongar la situación desesperada y asfixiante
de Pichardo, algunos segundos después simulé tirarme un pedo, me levanté
subiéndome los calzoncillos y el pantalón a toda prisa, y encabecé la huida
secundada por los hermanos Marchamalo, con incierto destino.
Cuando la víctima quiso levantarse y tomar un
ladrillo para usarlo contra nosotros a modo de granada explosiva, habíamos
tomado más de cincuenta metros de ventaja, distancia que se mantuvo más o menos
inalterable a lo largo de una larga noche de persecución; iracundo y
exasperado, empujado por los instintos asesinos de quien ha sido humillado sin
compasión, como un poseso lanzando graves insultos a nuestras espaldas,
Pichardo corría anhelante de traducir las intimidaciones verbales, en
ladrillazos sobre nuestras cabezas.
–¡Hermanos Marchamalo, ha sido una idea vuestra… si
os agarro me hago una cartera de piel de idiotas!... ¡Y tú, Maldía, eres el
jefe del contubernio… un mal bicho! ¡Dad la cara… banda de cabrones… dad la
cara! –repetía el ofendido cambiando adjetivos y maldiciones, y sin perder el
ritmo, repartiendo entre los tres la responsabilidad de la broma chusca.
En la frenética e interminable carrera casi a la
desesperada perdí el reloj que llevaba en la muñeca de la mano derecha, pero la
fortuna aliada con frecuencia de los malos, y no de los buenos, nos permitió
salvar el pellejo. Pichardo hubo de aceptar la inocentada, aunque tiempo después,
pleno de ingenio, devolvería la ofensa a los hermanos Marchamalo y a mí
mismo... venganza que es asunto que tocaría narrar a él y no a quien escribe
esta historia, mago incipiente al que resultó una experiencia gratificante
recuperar al día siguiente el reloj que, se había detenido a recoger Jesús
Pichardo en su persecución tras de nosotros, y me entregó amablemente.
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