Padre Cirilo en la actualidad |
Hoy en la España opulenta, los escolares,
a fin de aprender inglés frecuentan visitas a los lugares más recónditos del
globo, en tanto sus ancestros, si no lo hacen, sueñan con pasar el tiempo libre
en exóticas ciudades asiáticas o las playas del Caribe aprovechando la última oferta del todo
incluido. Nosotros, sin caudal, en el interior de una campana
insonorizada de la España en blanco y negro, bien desayunados, provistos de
surtidas fiambreras y algunas botellas de vino tinto a granel, exentos de preocupaciones,
nos dábamos por satisfechos martirizando nuestros pies algunas leguas en zona
cercana al Guadalquivir, y en las estribaciones de la sierra poblada de
cortijos y fincas cultivadas de lírico e idílico verdor.
Habíamos comenzado la jornada a las ocho
de la mañana, andado hasta mediodía catorce kilómetros, y no sé por qué
sospechamos de la existencia de caravanas, chozas, o infraviviendas, en el
entorno. Decididos a peinar la zona y satisfacer la curiosidad de ver las caras
de los jornaleros pobres que hacían del campo un Edén, tomábamos un respiro
además de un trago de agua, descansando a la sombra de un sauce gigantesco, un
gigantesco sauce plantado en medio de la huerta en la que recogimos cebollas de
cosecha tardía que, al cortar con afiladas y puntiagudas albaceteñas, nos
hicieron llorar a lágrima viva.
El padre Cirilo, sin alejarse un momento
del asunto predilecto, combatiendo con áspera dureza y espíritu inquebrantable las
teorías de un sacerdote anglicano catastrofista como Malthus, discurría
tratando de cimentar la hipótesis de que las reservas marinas bastan para
mantener a la población humana en permanente crecimiento. Complicada la
multiplicación de los panes y recursos tradicionales o artesanos, el sacerdote
dominico daba por hecha la multiplicación de los peces en las profundidades
oceánicas, y en cantidades inagotables y astronómicas; a su juicio el antiguo y
bíblico “Creced y multiplicaos”, antagonista pertinaz del
postmoderno control voluntario de natalidad
que asomaba las orejas por los Pirineos, debía consolidar nuestra
confianza en el porvenir. Un chorro de riqueza natural en estable regeneración
al alcance de la caña, maná biomarino
gratuito y previsor, cuerno de oro y bendición perdurable, o regalo de
Dios, aseguraba el negocio a la especie
humana y elegida que por aquellos días, si la memoria no me traiciona,
andaba ya por las tres mil millones de copias, alcanzaría los siete mil en
2010, rebasaría los ocho mil seiscientos en 2030 y, si los pronósticos
sociológicos acertaban, redondearía diez mil millones en el año 2050. Y auguraban las conjeturas,
amenazando, un aumento poblacional
superior en las zonas sometidas a mayores calamidades y hambrunas en
continentes completos.
La
lección de optimismo y confianza sin reservas en la letra bíblica, contrastaba
con las lágrimas abundantes derramadas por nosotros, y parecían explicarse por
el efecto de las cebollas sin descartar la razón del sexto sentido, hurgando y
removiendo entrañas, o poblándolas de juiciosos titubeos. Recuerdo todavía que
al hilo de aquel optimismo del padre Cirilo, Carmelo Cordero me abordó en voz
muy baja y me dijo:
-Maldía, tengo un tío que emigró hace
algunos años a Francia y asegura la superioridad pragmática de “comer pocos para comer
mucho”. Imagínate que
Malhtus tenga razón y el crecimiento geométrico de la población amenace los
recursos alimenticios del planeta a corto plazo… ¿qué comeremos entonces?
No tuve tiempo de responder porque finalizaba la pausa y nos separamos en dos
grupos; el padre Cirilo junto al primero, subiría arroyo arriba por el margen
derecho, en tanto el resto capitaneados por mí, Máximo Maldía, lo haríamos por
el lado contrario hasta encontrarnos a la altura de un puente distante a un par
de kilómetros.
-Maldía, procurad llevar un ritmo
moderado, sin deteneros –me dijo el fraile.
–¡Comprendido! ¡Así lo haremos! –prometí
consensuado con el grupo.
Doscientos metros después de separarnos, y
en la primera oportunidad, astillábamos el palo del reciente compromiso,
frenando en seco. ¡Para eso están las promesas! En un recodo de espesísimo
arbolado, cruzó nuestro camino un señor entrado en años, un viejo curtido por
el sol y el aire próximo a los sesenta o quién sabe cuántos años. Rubio
entrecanoso y vestido de chaqueta negra, camiseta a rayas de cuello alto, y
canotier de paja sobre la cabeza, con anchas cejas, nariz aguileña, barba rala,
ojos claros, ligeramente encorvado y delgado como una espátula, aquel hombre llevaba
un libro en la mano izquierda y en la otra mano un garrote. Le abordamos,
accedió gustoso a nuestra solicitud y tuvimos con él cumplidos de entendimiento
entre andarines desocupados. Ojeadas discretas de todos nosotros apostaban por
conocer el título del libro, semioculto por los dedos, que barajábamos entre “El
Decameron” de Bocaccio, o “La legión de los condenados” de Sven
Hassel, y resultó tratarse del: “Diccionario filosófico” de Voltaire,
título y autor desconocidos para nosotros y que nos hubieran dicho lo mismo de
estar escritos en caracteres chinos. Por lo demás, y aunque nos recordaba por
su atuendo la imagen de Carpanta, descartamos su condición de indigente, pues un
libro en las manos y además de notable el volumen, a nuestro criterio, hacía
pensar en otro estatus. Se nos hacía cuesta arriba imaginar a un pobre gastando
dinero en libros, y aún más difícil que al darle noticia de nuestra estancia en
la Universidad Laboral estudiando con dominicos, nos hiciera esta pregunta:
–¿Los
dominicos pertenecen al Clero Secular o al Clero Regular?
Nos miramos boquiabiertos los unos a los
otros, sin articular una sola sílaba. Instantes después confesada nuestra
ignorancia, se interesaba por nuestro conocimiento de personalidades de la
Orden de Predicadores como Vicente Ferrer, Francisco de Vitoria, Meister
Eckhart, Giordano Bruno, Melchor Cano, o
Savonarola.
–No los conocemos de nada, no nos suenan –respondimos de nuevo sorprendidos.
–¿Estudian ustedes con dominicos sin
prestarles una mínima atención? ¡Vaya, no es posible! –Se extraño el viejo–.
¿Tampoco conocen a Bernardo Gui, Enrique Lacordaire, Antonio Montesinos,
Domingo de Soto, Tomás de Cantimpré, o Frangipani?
–Debe de estar usted equivocado, esos
dominicos no están en nuestro colegio, ni en la Universidad Laboral, de lo
contrario estaríamos al tanto, –respondió Carmelo Cordero, para proseguir–:
mire usted, puedo enumerarle una lista de cincuenta dominicos, pero que se
llamen Montesinos, Soto, o Frangipani… descártelo.
–¿Y si cito a Torquemada, Bartolomé de
las Casas, Tomás de Aquino, o Alberto Magno… los reconocerían? –insistió
machacando en hierro frío.
–¡Sí! A los dos últimos sí, San Alberto
Magno, y Santo Tomás de Aquino, son santos muy antiguos –respondió Carmelo
Cordero con suficiencia.
–¿Qué más? –preguntó el viejo.
–Nada más –respondió Cordero asumiendo
haber tocado fondo.
El viejo mencionó a aquellos u otros
intelectuales y filósofos, juristas, científicos, matemáticos, políticos,
poetas y músicos, herejes confesos y santos de la cepa dominica, cuya
existencia ni habíamos sospechado antes. Acto seguido, acompañado por nuestra
parte de gestos permanentes de asentimiento, en un intento vano y desesperado
de disimular nuestra escasa ilustración, oímos embelesadas historias de enorme
intensidad sobre aquellas lumbreras dominicas. En competencia consigo mismo, a
ritmo frenético y triturando las palabras, su manifiesta erudición eclipsó todo
deseo de oposición en más de una hora de discurso por su parte, y de admirada escucha
por parte nuestra. Seguidamente en obligada atención, pasó el buen hombre y
extraordinario conversador, a interesarse por las inquietudes y preocupaciones
que nos habían llevado hasta allí.
Fresco y lenguaraz, Carmelo Cordero, alma
buena de afinada sensibilidad, entró al trapo asegurando con atrevimiento
cercano al suicidio que, nos movía algo así como el descubrimiento de la
pobreza en las cercanías.
–¿Y qué harían ustedes de encontrarse por
aquí con un pobre? –preguntó el viejo disolviendo la sonrisa y crecido en
curiosidad.
–Pues mire, –resumió Carmelo– le haríamos
comprender que le compadecemos.
–Entonces están muy atareados las
veinticuatro horas del día, van por la vida compadeciendo sin descanso, el
mundo está lleno de ellos –respondió sarcástico.
Por un instante, creímos elegida la
opción del silencio tras de la breve respuesta, pero erramos en la apreciación,
el hombre miró de soslayo la bolsa portada por los compañeros, que solían
hacerse cargo de la intendencia en la que tintineaban las botellas de vino, y
continuó golpeando directo al mentón:
–¿No les parece incongruente enseñar a
beber agua, y… beber vino? –Hizo una pausa esbozando una sonrisa de media luna
que nadie interrumpió, y arremetió dejándonos fuera de combate–: ¿Piensan en
redimir a los pobres, o en aconsejarles aceptar y gozar la pía, beata, envidiable
y santa miseria?
–Los pobres por fortuna no están apegados
a los bienes materiales del mundo, pero tienen el privilegio de ser libres
–corrigió Carmelo Cordero con nuestro
beneplácito.
–¡No hombre, no! Me parece usted un
alumno adelantado, pero su hipótesis es muy romántica y beata, aunque más falsa
que un duro sevillano. El pobre no goza de ningún privilegio, es un perdedor…
¡Nunca es libre, sino un siervo allá donde vaya!
–Pero pienso yo que… –comencé diciendo
antes de que me interrumpiera el viejo:
–Déjese de monsergas amigo… quienes proclaman el ascetismo moral y la
pobreza, como ideales, que se los apliquen a sí mismos. ¡Que vivan la pobreza
de verdad, y después que hablen! ¡La pobreza, el hambre, el sufrimiento, la
enfermedad, la vejez… son el único Satanás… el único!
Yo no olvidaré aquellas palabras por
muchos años que viva. Tampoco olvidaré la impresión de que, acorralados entre
la espada y la pared, humillados, e inexplicablemente torpes, mascullamos
respuestas ambiguas, en un completo guirigay. Sólo nos faltó decir aquello de: “No
daremos peces a los pobres, les enseñaremos a pescar”. Y creo que en su
interior, el viejo reprimió tentaciones de recomendarnos la lectura del libro
de Voltaire que llevaba consigo, porque en un momento determinado su índice de
la mano derecha señaló la cabecera de la portada con su título, antes de la
incorporación del cura Cirilo, que vestido con chándal azul marino, a la vista
de nuestra pérdida de tiempo, había vuelto sobre sus pasos, y con su grupo,
resuelto a conocer el motivo de nuestra tardanza. Simultáneamente el viejo
abandonaba el lugar, y andados en línea recta, no menos de cincuenta metros con
largas zancadas y sostenido ritmo, se detuvo unos segundos, giró la cabeza y
nos deseó con firmeza tuteándonos y levantando la mano:
–¡Espero que tengáis suerte en la
búsqueda de vosotros mismos!
Nos quedamos de
piedra mirándonos unos a otros, comprendiendo, más sin atrevernos a articular
palabra, lapsus que cerró Abel Marchamalo, proponiendo al cura Cirilo unificar
los grupos para seguir la misma trayectoria en dirección al puente.
Reiniciada la marcha, la conversación giró
en torno a la personalidad del viejo, o
de los resultados de nuestra parca intervención, emitiéndose opiniones contrarias. Lo de
siempre: unos afirmaban que era la encarnación de Belcebú, y nos habíamos
defendido bien ante él; otros que era un sabio ante quien no habíamos dado la
talla. En esos momentos, andando a buen ritmo yo encabezaba la expedición, me pisaba los talones el padre Cirilo a quién
la curiosidad no dejaba vivir y acabó ganando el espacio que nos separaba,
preguntándome:
–¿Pero bueno, de qué hablabais con ese
hombre, Maldía?
–Nos preguntaba por dominicos célebres, o
por sus obras.
–Habéis sabido responderle… supongo que
habéis sabido hacerlo.
–Supone bien, le hemos dado una buena
lección de historia. En definitiva, se ha llevado de nosotros una impresión muy
aceptable.
–¡Concretando! –sugirió el padre Cirilo.
–Por ejemplo: Abundio Marchamalo ha
defendido las ideas de Santo Tomás de Cantimpré, por su españolidad. Lo ha
dicho así, textualmente, del modo en que lo repitió Abel Marchamalo, antes de
la exposición sobre la figura y méritos de San Bernardo Gui; ya sabe usted que
Abel es mejor estudiante que su hermano Abundio…
–Pues han tomado cartas mal barajadas,
ninguno de ellos alcanzó la santidad, ni eran españoles. ¡Muy mal! En fin, no
quiero ni saber la cantidad de disparates que ha podido decir la pareja,
dejémoslo… ¿No ha intervenido Carmelo Cordero, con lo que le gusta hablar?
–preguntó el fraile.
–Cordero… Cordero… Carmelo Cordero ha
centrado el discurso en San Agustín, también por la lógica de la nacionalidad
española y castellana vieja, claro.
–¡Ya, ya me echaré yo a la cara a
Carmelo! San Agustín era africano, y no fue dominico. Murió en el siglo IV, los
dominicos todavía no existíamos, y España tampoco. ¡Quién iba a decirlo de
Carmelo! ¡Se ha lucido, mira!
–Así es, y podría haber cometido más
errores de no haber sido interrumpido por mí, al introducir el tema de Giordano
Bruno. Digamos que ésa ha sido mi aportación. El viejo no creía que supiera
tanto sobre el personaje, y ha tomaba apuntes con un lápiz admirado de mi
elocuencia.
–¿Qué le has contado de Giordano Bruno,
Maldía?
–Bastantes cosas, sin olvidarme hablar de
los milagros que hacía. ¡Menuda reputación la de Bruno!... ¡Menuda reputación!
–Cuenta… cuéntame Maldía… vamos a ver,
¿qué milagros?... ¿qué reputación?
–Tengo entendido, –dije casi
tartamudeando y perdiendo fuelle– que fue un santo dominico que podía estar en
dos sitios simultáneamente… que levitaba… y cosas así.
–¡No
hombre, no! Bruno fue un dominico condenado por la Inquisición. Un apóstata
convicto y confeso de herejía, blasfemia, e inmoralidad... tú le confundes con
San Martín de Porres… Lo digo siempre… ¡no se os puede dejar solos!
–¿O sea, que Giordano Bruno no fue Papa
en el Renacimiento, no fue santo y mártir, no fue rey, no hacía milagros…?
–insistí, inmerso en completo desorden mental.
–¡Qué Papa, ni qué milagros, ni qué
martirios y santidad, ni que puñetas, Maldía! ¡Giordano Bruno ni siquiera creía
en los milagros, o la santidad! ¿Se puede saber de dónde han salido tantas
majaderías y tan bien tramadas? ¿¡Es que me quieres volver loco, Máximo
Maldía!?
–Bueno en realidad, nos lo ha contado el
viejo –me sinceré descubierto.
–¡Se burló de vosotros el prosélito
conjurado de Voltaire!
–¿Voltaire… ése quién es? –quise saber
sacando provecho a la oportunidad y recordando el libro que llevaba el viejo.
–Un apóstata contumaz. Y no sé qué
haría en vida para figurar en la actualidad en el Panteón de los Hombres
Ilustres de París, como el personaje más importante de la historia de Francia.
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