Tal vez hoy
tengamos sobreinformación sobre la fuerza que opera en la unión de la pareja
humana, pero nuestros abuelos, por ejemplo, apenas disponían de la percepción
personal o la sagacidad campesina e iletrada, amén de algún tipo de asesoría
intelectual fortuita y de boca a oído. Para entonces Balzac reflexionaba sobre
la necesidad de emplearse a fondo en conocer los riesgos del matrimonio, aconsejando
a los hombres no casarse antes de estudiar anatomía femenina y, haber disecado
por lo menos el cuerpo de una mujer. Semejante criterio en pleno siglo XIX y en
torno a los riesgos del matrimonio, debía resultar escandaloso tanto como
original, máxime cuando se cuidaba de no ocultar, a los varones, la
conveniencia de mantenerse alertas, noche y día, porque un marido, decía
Balzac, ha de tener el sueño tan ligero como el dogo al que nunca se sorprende,
y:
¿Y para
qué un sacrificio así? Se preguntará todavía algún ingenuo.
Sin duda
para prevenir mayores males y recrearse en la exclusividad. Forjado por las
experiencias ajenas que cunden alrededor, el hombre, desde la firma de su
compromiso matrimonial, y si la mujer es guapa con más razón, se sabe sutilmente
vigilado, o asediado por lobos con piel de cordero, y es consciente de los
peligros en potencia representados en un par de cuernos.
Claro que
nos dirán que todo aquello ha cambiado, y estamos en un mundo al que debemos
medir con varas posmodernas. Sin embargo, en el amor se conjugan las mismas
efusiones estremecidas, y no hay forma mejor de entender o interpretar el
presente que conocer el pasado. Así mismo la religiosidad generalizada ayer, en
la que pondremos el acento a continuación, hoy reducida, podría ser sustituida por
ilusionantes pasiones que han ocupado su lugar. Una u otras, revelan el cambio de formas, y no de la esencia, de las
conductas de nuestros semejantes.
Aseguraba el autor francés, y nuestra
generación vivió de cerca, que muchas de las jóvenes casaderas dejaban de
asistir a la misa dominical, abandonando breviario y rosario de cuentas con
todos sus misterios, para sustituirlos por el amor humano. Es decir, las mujeres
se alejaban de la Iglesia captadas por la atracción de un hombre destinado a
ocupar un lugar de privilegio: el lugar de Dios. Y junto al hombre ahora
divinizado, olvidada de dogmas y deberes, gozar de placeres celestiales y
gloriosos.
Ésta, parece
una afirmación discutible, herética, desproporcionada o atrevida, pero me
dirijo a gente culta que acepta las cosas como son, viene de un largo viaje, y
sabe leer e interpretar los hechos. Los seres humanos calificamos al objeto de
nuestro amor con arrebato sentimental o exaltación desmedida, y en cualquiera
de las direcciones. Y sabemos que la inclinación del hombre enamorado, hacia la
mujer, hará que la describa con sublimes e inigualables virtudes, calificándola
con epítetos alusivos a su condición angelical y divina, sin duda expresiones
populares con raíces de profundidad filosófica porque se sobreentiende que: lo
verdaderamente divino es lo humano, y las determinaciones humanas son las
determinaciones que atribuimos a la divinidad. Pero no vamos a detenernos en
ello, -aunque bastaría con recordar algún encendido poema- para evitar la
dispersión, y porque debemos reflexionar
brevemente sobre un caso contrario.
La reclusión
monástica de una minoría de religiosas, renunciando a la vida laica y haciendo
votos de castidad, obediencia y pobreza, no sería más que la inversión de las
preferencias. La renuncia al amor del hombre cambiado por el amor a Dios, o el
rechazo instintivo de lo conocido con anhelos de satisfacer necesidades
sentimentales o espirituales.
Pero tanto
para la primera joven como para la religiosa, el tiempo pasará jugando con su
destino y cambiando las cosas caprichosamente. El equilibrio fisiológico y
orgánico sufre alteraciones bruscas, o tenues, que se aprecian en la conducta
de las personas y en sus emociones. Pequeños porcentajes de carbono en el acero
modifican sus características cualitativas, y las variaciones naturales e
insignificantes en el organismo humano, producen mutaciones en su conducta. La
fidelidad o el amor sostenido en el tiempo, aunque pretenda sacralizarse, en
realidad se debe a leyes que vamos conociendo y no a la bendición de un
clérigo, un exorcismo o el rezo del rosario en pareja. Somos quimismo puro,
animales que se equilibran y desigualan con leves alteraciones de sustancias
naturales; somos mecanismos sin voluntad libre movidos o estimulados por los
instintos. Y la vida nos ha enseñado que la vieja fórmula del matrimonio que
finaliza ordenando “Hasta que la muerte os separe”, caduca, enmohecida y
apolillada, debiera ser sustituida por: “Hasta que la bioquímica decida la ruptura… caprichosamente y sin
saber por qué”.
Rupturas
sentimentales en proporciones abrumadoras lo prueban.
Si el cambio
en las proporciones de las sustancias que mueven nuestros sentimientos, se
ocasiona en la religiosa, retornará afligida al mundanal ruido escapando del
olor a incienso… o debiera tener fuerzas para hacerlo. Si por el contrario tiene
lugar en la entonces joven casada con un
hombre al que glorificó, divinizando, ahora adornada de cinco, diez o veinte
años más, algunos centímetros añadidos a la cintura, patas de gallo en los ojos
y el devocionario religioso entre las manos, volverá a retomar viejos hábitos y
escuchar misa en el templo de la plaza mayor.
El gesto del
retorno a la Iglesia no determina, necesariamente, la toma de otro camino, pero
es, sin duda alguna, síntoma inequívoco
de que el sujeto elegido, con el que se unió en matrimonio, ha dejado de ser
para ella paradigma de las facultades humanas. O lo que es igual, aquel efebo
de porte soberbio ya no es modélico y único; caído del pedestal es
perfeccionable, se equivoca como cualquier mortal y no representa para su
pareja la Unidad de Hombre. El mancebo adolescente al que la joven concedió, gratuitamente, fuerzas que no tenía
y porte que ni soñó poseer, ha dejado de ser… ¡Dios!
Ahora frágil y
quebradizo, el humano que antes ocupó un papel de dimensiones cósmicas, será
degradado a Ángel de la Guarda.
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