Muchos años
después de salir de la Universidad Laboral, no había podido olvidar las
controversias escuchadas de labios de una peculiar pareja de amigos en
permanente debate, y en el centro del cuadrilátero de las ideas: los protagonizados
entre el profesor de tecnología Luciano Gavilán y el padre Jesús, el primero un
escéptico interesado por los misterios de la vida y la muerte, el segundo la
personificación de la fe rayana en la porfía.
Al profesor
Luciano hacía destacarse a distancia la notable estatura o una cabeza grande adornada
de leonada melena oscura, y de cerca un indudable don de gentes o la simpatía
natural. Y a su replicante, padre Jesús, caracterizaba la capacidad semejante
para relacionarse con los demás, la escasa talla, la cabeza pequeña de frente
despejada, la barbilla leniniana adelantada
al rostro, y los ojos de una profunda oscuridad coronados de pestañas
dispersas.
Los
contendientes representaban partes de un todo, destinos distintos y adyacentes:
un ejemplo pedagógico y vivo de la España del siglo XX, la España real en una
sorda y profunda crisis de la conciencia religiosa, ignorada por los alumnos. Ambos
actores a los que hoy, abusando de una larga perspectiva y de mi madurez,
recuerdo como jóvenes entusiastas de la cultura plenos de vitalidad, se dejaban
ver con frecuencia charlando amigablemente nadie sabe de qué, aunque mi
objetivo es hacerlo saber: entrar en cuanto unía o separaba a los protagonistas
de esta historia, a los que vigilé estrechamente.
Del modus operandi disimulado y
sistemático de que me valí para captar sus disputas diré lo imprescindible,
desde ocultarme tras de una cortina dentro de la cafetería y junto a la mesa
donde acostumbraban sentarse, hasta aplicar la oreja a la puerta del despacho
del sacerdote, podría contarle al lector mil artificios. Llegó a traicionarme
la suerte el día que, escondido bajo la amplia mesa sobre el estrado del aula
vacía de alumnos, y cuando se acaloraban defendiendo tesis incasables, acabé
saliendo de allí disculpándome y diciendo que estaba regulando una pata para
evitar la cojera de la misma. Tal vez me creyeran, pero sus caras estupefactas parecían
escépticas.
Difícilmente
podría olvidarme de la ocasión aprovechada en que fui a sentarme a la espalda de los asientos que ocupaban en
el autobús, en la línea que llevaba desde el paraninfo al centro de la ciudad.
El sacerdote soltó un exabrupto cuando en un frenazo imprevisto y seco, su
cabeza fue a estamparse contra la testa del conductor del autobús; mil
disculpas no borraron la primera imprecación, que proferida en tono bajo había
llegado con nitidez a mi oído. El incidente puso fin al debate del que yo,
deslizado sobre el asiento hasta ocultar la cabeza, no perdí palabra. La
conversación entre ambos había girado en torno a las pretensiones del profesor
de abandonar la educación, e ingresar en la Academia Militar de Zaragoza, porque su verdadera vocación
consistía en continuar la tradición familiar castrense de más de un siglo, y
cuando el profesor agotó el objetivo de comunicar sus marciales inquietudes, la
iniciativa quedó en manos del sacerdote.
Antes de sentarse
el padre Jesús había recogido del asiento “El Caso” abandonado por el anterior
usuario, un semanario de contenido luctuoso y éxito popular, divulgador de un
sólo crimen por número, aunque a bombo y platillo. Y allí encontró motivo
suficiente para la disputa, porque se dirigió al profesor haciendo una lectura
escueta de la noticia destacada en la cabecera:
UN PRESO FUGADO DE LA CÁRCEL DE CARABANCHEL VIOLA A UNA JOVEN ESTUDIANTE,
ANTES DE ASESINARLA
–¡Espeluznante!
¡Increíble! –se alarmó el profesor Luciano agitándose en el asiento– me
horroriza pensar en la condición humana capaz de cometer tal crimen. Jesús,
permíteme calificar a ese pobre hombre de desgraciado, porque en último término
cumple con las crueles determinaciones que el destino ha puesto en él.
–Luciano, lo que
llamas destino tiene un nombre: ¡Dios! Y Dios provee de la razón para que
distingas el bien del mal; te hace responsable tanto como libre.
–¡Eres un
optimista incorregible, Jesús! El psicópata no es libre, está conformado por la
condición bioquímica para matar sin remordimiento ni zozobra… es un títere que responde
al sinsentido de la naturaleza exenta de principios morales.
–Las tentaciones
diabólicas están para que el hombre las rechace, no para sucumbir a ellas. El
mal instiga, pero el hombre decide libremente –apostilló el sacerdote.
–¡No, Jesús… el
hombre que no nace, no se hace! Es prisionero de su naturaleza animal. Hay una
causa psíquica, o biológica, cuando no educativa o ambiental, que escapa a su
control… Y si como alguna vez me has dicho, debemos remontarnos al origen de todas las causas, el resumen es
sencillo: la responsabilidad no es de ese desgraciado asesino, sino de ese origen determinante que decide el destino o
la suerte del individuo…
En aquél
instante, el chirriante frenazo del vehículo puso punto fin al diálogo, y al
cura, que sufrió en la frente el coscorrón contra el conductor, no le quedaron
ganas de renovar el combate. El autobús llegó a su destino, y me bajé por la
puerta trasera aconsejado por la cautela.
De las ocasiones
múltiples en que escuché rivalizar a profesor y sacerdote, debemos recoger
algunas muestras que conservan el espíritu de los contendientes. Un día, oculto
tras de unas cortinas ornamentales del bar pude oír con nitidez una larga
conversación, que acabó en el debate sobre la libertad del alumnado para
decidir acudir, o no, a ritos y ceremonias religiosas.
–Los jóvenes están
en formación, y nosotros asumimos la responsabilidad de enseñarles el Dogma por su propio bien, u obligamos como
un compromiso moral a que asistan al sacrificio de la Santa Misaen la mañana de cada domingo.
–¿No te parece
extraño que Dios tenga tanto empeño en obtener reconocimientos, y súplicas
masivas, cada festividad? –preguntó el profesor y prosiguió– A quienes agradan
los homenajes, o ser venerados, es a narcisos exhibicionistas y todos aquellos
a los que gusta desfilar: deportistas de elite, toreros, gallos de pelea,
actrices y coristas casquivanas, legionarios, políticos, dictadores, play-boys… ¿pero a Dios?
–Luciano, donde
nosotros tenemos la fe, tú pones frialdad intelectual.
–¡Jesús, yo soy
profesor, y califico a mis alumnos por su aplicación a la asignatura, y nunca
porque me acosen un día cada semana mendigando un aprobado. Supongo a Dios
sabiendo a quien debe gratificar, con independencia de que le tiren
insistentemente de la levita.
Recuerdo al
profesor excitado, visiblemente, tanto como las respuestas del cura, pero
también mi urgencia por salir de allí, de forma que agradecí se levantaran de
las sillas partiendo hacia la barra del bar, pues unos minutos después
comenzaba el examen de Física al que yo no podía faltar.
Entre las
cuestiones importantes, primordiales para la forma de entender del joven de
entonces, la moral brillaba con luz propia. El padre Jesús defendía
tesoneramente la búsqueda del bien en función de la salvación humana y recuerdo
haberle escuchado decir:
–El hombre rehúye hacer
el mal buscando la clemencia divina, es decir, el premio que recibirá en
justicia por su rectitud. El terror al castigo rectifica la orientación de los
instintos humanos. ¿Qué crueldades y desmanes no seríamos capaces de perpetrar
los hombres, de carecer del temor de
Dios? ¿Quién frenaría nuestras inclinaciones perversas si no hubiéramos
de dar cuentas a nadie?... Luciano, recuerda que te preste un libro que lo
razona muy bien…
–¡No hombre, no!
Los que desean hacer mal y lo reprimen persiguiendo un premio, no lo merecen:
aunque encubran sus instintos, son canallas disfrazados de honestidad. ¿Quién
les va a premiar?... Considera la sentencia de Cicerón que dice: “Si
hacemos el bien por interés, seremos astutos, pero no buenos” Yo me
rijo por principios distintos y también hay libros que lo enseñan. Defender
causas honestas me hace feliz, aunque no espero ningún premio.
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Vittorio de Sica |
–¿Entonces, tú
que deseas ser militar, amas a tus enemigos? –preguntó el P. Jesús.
– ¡Ni yo amo a
mis enemigos, ni tú a los tuyos! Eso es tanto como amar la sarna. Aunque a
decir verdad me acometen serias dudas después de haber oído decir a Vittorio de
Sica que, “hay que amar a los enemigos como a los amigos, porque
seguramente son los mismos” –respondió el profesor con
indisimulado sarcasmo.
–Luciano, tu
moral deja mucho que desear. No obstante, mi intención es echar un vistazo a
los libros que lees, y si tengo tiempo, preparar una tesis aplastante para
combatir una simplicidad argumental y dañina espiritualmente… Seguramente serán
libros de escritores ilustradosy
gentes así…
En esencia, cura
y profesor polemizaban sobre cuestiones que me resultaban de enorme interés, y
hoy, en el siglo XXI, importan poco a las nuevas
generaciones, tal vez porque las han resuelto… o porque la indiferencia ha
hecho tales progresos que no procede debatirlas.
Un día, en situación comprometida para mí, el
profesor me abordó al salir de clase, una sonrisa intrigante y sutil apenas
esbozada delataba astutos propósitos, y mientras pasaba los libros de una mano
a otra, procediendo más tarde a sacar la solapa del bolsillo derecho de la
chaqueta, me preguntó a bocajarro:
–¿Y tú qué
piensas, Máximo Maldía, estás conmigo o contra mí?–preguntó pronunciando nombre
y apellido con cierta sorna.
Sin duda mi
persecución había sido detectada. Se me subieron los colores a la cara, y
atrapado, tartamudeé saliendo del compromiso valiéndome de evasivas
referenciadas al temario de su asignatura, y arropándome en mis amigos, los
hermanos Abel y Abundio Marchamalo, apenas a un paso de mí. Pero aquella
pregunta reforzó tanto mi cautela que, obligado a mantener las distancias, la
suerte no volvió a favorecer mi curiosidad.
Salí de la
Universidad Laboral, pero nunca olvidé la situación embarazosa vivida frente al
tecnólogo ni algunos de los debates que tuviera con el sacerdote, y,más de
treinta años después todavía no había calmado la ansiedad, aún rememoraba
momentos cruciales del choque entre polos opuestos. Tanto es así que, guiado
por la admiración y respeto sentido por aquellos hombres, maduro para afrontar
el pasado y disculparme, me propuse localizarlos. Corría el año 2004, y
entregado a la labor de recuperar el tiempo perdido, la investigación a fondo a
la búsqueda de sus paraderos fue dando los resultados esperados. Provisto de un
teléfono y el impulso emocional necesario, el deseo de encontrarlos convertido
en pesadilla obsesiva, resolvió mis desvelos unos meses después de iniciar la
investigación y marcar centenares de números. Logré al fin poner al aparato al
profesor, y le di el trato respetuoso que había dispensado al sacerdote en un
contacto telefónico, pocos días antes.
–¿Hablo con don…
don Luciano Gavilán? –interrogué nervioso.
–Sí, dígame, ¿a quién
tengo el gusto de saludar?
–Mire, soy un
antiguo alumno suyo, mi nombre es Máximo Maldía… usted no se acordará de mí, ha
pasado demasiado tiempo…
–¡Pero hombre, ¡cómo
no voy a recordar a Máximo Maldía!... ¡Me perseguiste durante años… eso no se
olvida nunca!
–Bueno, don
Luciano, llevo mucho tiempo persiguiéndole de nuevo, y no solamente a usted,
ando también tras los pasos de don Jesús… ¿Sabe algo de don Jesús? –le pregunté
suponiendo la respuesta de antemano.
–¡Ya me
gustaría, ya! Pero perdí su pista hace muchísimos años, quizá tres décadas. Me
dijeron que se fue de misionero a un país de América Latina, y es como si se le
hubiera tragado la tierra, no he vuelto a saber más de su vida… si es que vive.
–Pues voy a
darle una buena noticia, he dado con su paradero… ¡Vive!
–¡Dime, dime
Maldía… me interesa! –respondió multiplicando la curiosidad.
–Don Jesús
reside en Madrid; me he puesto al habla con él, y está dispuesto a hacerse ver
por usted…, vamos, a la espera de que concertemos día y hora del reencuentro al
que me enorgullece poder asistir.
Ni el profesor
ni el cura obstaculizaban mi terquedad, y acabada la conversación sentía el
placer impagable del éxito. Verificado en la voz de ambas partes el agrado
sincero de retomar una vieja amistad, en menos de una semana mi intermediación
daba resultados, y fijamos la cita en la Puerta
del Sol, en el Kilómetro Cero
y a las doce del mediodía de un sábado en pleno mes de enero.
Aquella mañana
lloviznaba y los nervios no me dejaban parar, quizá por eso fui el primero en
presentarme en el lugar convenido.Veinte minutos antes de las doce esperaba a
pie firme envuelto entre los peatones y comiéndome las uñas, mientras pensaba
que el bigote a la húngara
dejado crecer tiempo atrás, me permitiría pasar desapercibido ante ellos, y
observar su encuentro con discreción.
A la hora
puntual pactada y una diferencia de apenas segundos, aparecían los convocados.
Mi antiguo profesor de tecnología, vestido de negro, llegaba desembocando por
la Calle Carretas,
extremadamente delgado y desprovisto de la melena, moviéndose con lentitud,
mutilado de la pierna derecha y ayudado de dos muletas para desplazarse con la
izquierda, apoyaba las axilas en ambos soportes y miraba la hora en el reloj
puesto en la muñeca de una mano, a la que faltaban los dedos índice y pulgar.
Por el lado
opuesto, don Jesús, el otrora cura al que reconocí desde la salida de la boca
del metro, vestía uniforme de
color marrón con cazadora y pantalón. Sobre ellos un capote impermeable con
capucha del mismo color. Un emblema adosado al brazo izquierdo a la altura del
hombro, le identificaba como Vigilante Jurado del Metro de Madrid; el anillo montado
sobre el dedo anular de la mano diestra, revelaba su estado civil como hombre
casado; y entre sus manos llevaba un libro que no me fue difícil de
identificar: Gargoris y Abidis,
de Sánchez Dragó. En los primeros momentos, ambos inseguros y vacilantes, se
miraron con alguna desconfianza sin acabar de reconocerse, y de inmediato,
vencida la timidez y los segundos de confusión, extendieron la mano acortando
las distancias, y los dos dijeron al unísono de modo espontáneo: ¡eres tú!
Sólo la sorpresa
leída en gesto y mirada de ambos, al redescubrirse metidos en otra piel, superó
la mía; un asombro a la vista del cambio operado en la imagen de los
protagonistas de esta historia, que no tiene parangón. Asaltado por la
extrañeza pude ver las figuras de los hombres fundidas en un abrazo
enternecedor, efusivo e interminable, mientras sus ojos aguados destilaban
emociones irreprimibles.
Me hice esperar
a unos pocos metros de distancia, y cuando me acerqué presentándome como Máximo
Maldía, les ocupaba las razones que habían motivado dar un giro copernicano a
sus vidas, muchos años atrás:
Abandonar la
vida eclesiástica y formar una familia, al entonces cura.
Al profesor
Luciano, hacerse oficial del ejército, e intervenir en misiones de paz en
Afganistán, donde perdiera dos dedos de una mano y le amputaran la pierna
derecha desde la cadera, heridas por una fatídica mina antipersona.