Salí de la Universidad Laboral de Córdoba en los últimos años sesenta del
siglo XX, pasé algún tiempo en la búsqueda de mí mismo todavía sin rumbo fijo,
y coseché en mis primeros nueve empleos fracaso tras fracaso, porque otra cosa
no es el hecho de que te paguen mal. Peor no podría haberme ido cuando trabajé
como crupier del casino de Torrelodones, o como empleado de banca, humorista,
herrador de caballos en el Hipódromo de la Zarzuela, acomodador de cine,
auxiliar de farmacia, fotógrafo, relaciones públicas de Pompas Fúnebres en
Albacete, o dibujante y diseñador de azulejos en una cerámica de Castellón.
Sentía tener la suerte de espaldas muy a pesar de haberme librado de cumplir el
servicio militar por excedente de cupo, aunque nunca me faltó la esperanza de
que mi momento llegaría favorecido por la perseverancia.
En todos y cada uno de mis trabajos aprendí algo, pero era hora de dar un
paso adelante y de rematar una operación llevada a cabo paralelamente con la
formación académica: sí, era hora de decidir la autodeterminación personal, la
autonomía intelectual definitiva que no se sabe dónde empieza ni cuando
termina; era hora de completar mi aprendizaje en la conciencia de que nadie
hará de ti lo que no hagas por ti mismo.
Tal disposición me inclinó a
tomar el tren que oportunamente pasó junto a mí, y aceptar la oferta de viajar
a la India con la empresa en que me contrató en una décima oportunidad,
pareciendo haber dado mis primeros pasos afortunados: una fábrica de maquinaria
agrícola donde mi trabajo tenía lugar en el Departamento de Métodos y Tiempos,
y por un periodo indefinido. Y en país tan lejano tuve el primer reencuentro
con un pasado reciente porque fui a encontrarme, en la empresa, con el que
fuera en la ULC educador y dominico padre A. Ocaña, ahora felizmente casado con una bella joven de nacionalidad francesa que como él mismo
viajara a la India con intenciones misioneras y catequéticas. Y recuerdo
todavía mi intención de escarbar en la personalidad y cambio de orientación del
sacerdote, al preguntarle cómo era posible mudanza tan radical en su vida tras
haber recibido una educación religiosa tan larga y comprometida, a lo que
respondió asegurando haber sufrido una catarsis, antes de recordarme una
célebre cita de Walter Benjamín:
-La parte más importante de la educación
de un hombre es aquella que él mismo de da”.
El objetivo, sin embargo, en
este relato, no es retornar a un pasado de estudiante a propósito de mi
encuentro con un antiguo maestro, por el contrario, dejo aquí el hallazgo como
una anécdota para ocuparme de mi evolución personal. Sé que hay gentes ante la
que paso por extravagante y creen verme sobreponderar mis virtudes capturando
la atención ajena, otras para las que mi nombre y apellido, Máximo Maldía, es
un hándicap insuperable, pero ambas yerran, no se ajustan a la verdad. Soy un
tipo normal, sobrio y riguroso por vocación que no relato más que lo que ha
vivido, emociones sin cuento que han sembrado en mi ánimo muchas inquietudes y
la convicción de que los hombres pertenecemos a una sola estirpe. Y con esa
premisa de sostener un espíritu abierto viajé a la India, donde desarrollé
aptitudes que están en todos, aunque requieren de seria autodisciplina a cambio
de un generoso premio.
Lamento que un trabajo tan breve como éste no me permita recoger los hechos
numerosos que cabría contar en una autobiografía, pero si es posible hacer
mención de algunos descubrimientos enriquecedores. Tres años viviendo en la
India despertaron en mí el deseo de alcanzar metas que en Europa ni se sueñan,
por cuanto la capacidad de sacrificio de los indios supera todo aquello que
nosotros entendemos por santidad. Recuerdo haber sido testigo, en la calle, de
escenas de un dramatismo sobrecogedor soportadas por los protagonistas con tal
indiferencia que todavía me aterran. Me pareció estar en un planeta desconocido
¡y lo estaba! el día en que vi a un faquir, quemarse accidentalmente con la
espada incandescente que le carbonizó primero los dedos, después la muñeca y
más tarde el brazo al completo desprendido del hombro y estampado contra el
suelo, sin que la entereza del asceta se resintiera ni exhalara una queja. Y en
otra ocasión, a un preadolescente delgado como una espátula, autoazotándose sin
misericordia, tras de habérsele atrapado robando una manzana; el jovenzuelo que
suspendió el castigo por la interposición violenta de un grupo de europeos
entre los que me encontraba yo, se preparaba para cortarse una mano a petición
de sus captores.
Los indios asiáticos, que incluso juguetean con la alegría de morir, no
huyen del dolor, se burlan de él; el dolor es para ellos un caballo en el que
galopar hacia la perfección, maldiciendo los analgésicos o sedantes de
cualquier naturaleza que sean. Los latigazos que se propinan los penitentes
cristianos en las procesiones de Semana Santa, no son más que una comedia comparada con las severas disciplinas a las
que se someten los místicos hindúes; los esfuerzos del feligrés por alcanzar la
trascendencia no son más que timoratos propósitos; las tormentosas torturas que padecieron los
santos cristianos de que nos hablan las obras pías con intenciones
apologéticas, carecen de importancia; todos los sacrificios palidecen frente a las meritorias proezas
llevadas a cabo por los ciudadanos de la
India que, lejos de sancionar a los demás se infringen a sí mismos los castigos
que creen merecer.
Aquellos y otros hechos, que dilatarían en exceso esta memoria, decantaron
mi decisión por la práctica intensiva de una especial disciplina que permite a
los indios realizar las proezas de que hablo, superar el sufrimiento y las
situaciones más adversas, incluso con satisfacción, una actividad que permite
sin hacer un solo gesto de contrariedad, cagarse en el sombrero antes de
ponérnoslo sobre la cabeza: ¡el yoga! Me bastará un minuto para contar aquí mi
afección por esa disciplina adquirida en mi estancia en la India de modo
inesperado: el yoga, que primaba mis ansias de acercarme a otra cultura. No
extrañe al lector que hoy pueda prescindir de comer durante 7 días sin sentir
ninguna necesidad y así lo haga una vez cada 6 meses; que tras el mismo espacio
de tiempo me someta a “una cura de vigilia”, manteniéndome despierto día y
noche a lo largo de una semana; o que alterne la práctica de los ejercicios
gimnásticos y la carrera durante dos horas, diariamente, compatibilizándolo con
“asanas”, verdadera llave maestra de mis conquistas personales y progresos
físicos y psicológicos.
Créame el lector, el yoga cambió mi manera de entender la existencia, me
colmó de suerte, me ha dado condición física y espiritual, poder de evocación,
seguridad y conocimiento de mí mismo, sosiego interior, capacidad de retención
y forma física, una visión objetiva del entorno, y una concepción asumible del
humanismo. El yoga me ha permitido desarrollar facultades extrasensoriales,
dotarme de privilegios o derechos que nadie puede pagar con dinero, y pequeñas
ventajas enormemente satisfactorias cuando se experimentan, como el
reconfortante placer de bañarme en el mar y durante una hora, todos los días del
invierno, con independencia de que salga o no salga el sol.
Domino mi cuerpo y mi mente, los
progresos de que puedo presumir son aproximaciones superficiales que deben
aprenderse a leer en sus verdaderos valores: puedo repetir nombres y apellidos
de cien personas inmediatamente después de que se me hayan dicho o leído, y
sumergirme bajo el agua durante quince minutos sin respirar prescindiendo de
cualquier asistencia artificial. No sé lo que es padecer un catarro ni
enfermedad. Jamás he tenido fiebre ni he sufrido dolencia alguna. Conozco la
técnica de la hipnosis, y a través de ella he curado en ocasiones a personas
con traumas psicogénicos. Me basta apenas un instante para conocer las
intenciones de quien se acerca a mí, sea o no persona conocida. Y, por último,
en bien de la brevedad, cuando acudo al dentista jamás permito que me aplique
anestesia ni paliativo alguno del dolor, porque lo soporto sin inmutarme y de
esto fui el primer sorprendido cuando, 20 años atrás, y antes de la extracción
de las cuatro muelas del juicio decidí, en un arranque de extrema
voluntariedad, pasar por la experiencia que superé con éxito, dejando al
odontólogo grabada en el rostro la mueca de la incredulidad y el asombro.
A todo ello me parece oportuno añadir algunos elementales principios.
No oculto a nadie quién soy.
Olvidé los dogmas, y sé que el saber está en libros gordos y de letra
pequeña.
No tengo otro mandamiento que el Deber
Me sugestiona más el temor de perder la vida que el miedo a la muerte.
Y creo que el cacareado altruismo es la expresión más pura del amor propio.
No me cabe duda de que hacemos el bien por nuestro propio interés; somos los
primeros a quienes satisface ser desprendidos, ya nadie cree que el sufrimiento
redime, o que el dolor implica perfeccionamiento personal.
Sostener principios así y reírme a mandíbula batiente cada vez que la
ocasión lo ha propiciado, es en muy buena medida lo que me ha hecho feliz, no
espero sin embargo contar con la mecánica conformidad de nadie, ni con la
aceptación del viejo adversario y amigo que me ha calificado de resentido y al
que no voy a conceder la razón: las penurias pasadas y otros menesteres dejan
cicatrices que forman parte de nuestra memoria, pero no guardo rencor ni
siquiera al gordo del barrio en mi niñez que comía como una lima sin pensar en
compartir conmigo. Me basta saber quién fui y quién soy, siempre el mismo y
ahora con algunos años cumplidos, mucho mejor acervo y la capacidad necesaria
para hacer un buen ejercicio de introspección, tal vez dolido del síndrome de
Woody Allen que un día confesara: “De pequeño quise tener un perro, pero mis padres
eran tan pobres que… ¡sólo pudieron comprarme una hormiga!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario