domingo, 26 de abril de 2015

MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD



        En Mesopotamia y 5.000 años a. C. el ingenio de la Rueda multiplicó el rendimiento en tareas cotidianas, y permitió un salto cualitativo en el proceso civilizador. El Polipasto, que se cree un invento de Arquímedes, lo explotaron los romanos facilitando el movimiento de grandes pesos, lo heredó el Medievo, y  perdura  hoy aplicándose intensivamente en la industria, con gran provecho. Y el Caballo montado por los invasores españoles, en América, fue un instrumento tan decisivo como la Artillería, o los bombardeos de la Aviación lo serían en el futuro.

       La multiplicación de los beneficios producidos por la herramienta con que trabajamos, su eficacia y calidad o cantidad, acaba cambiando las formas de vida de los hombres,  y no encontraríamos mejor ejemplo que la Imprenta de caracteres o tipos móviles, ingeniada en Occidente por Gutenberg hacia 1440. El revolucionario mecanismo de reproducción gráfica, en poco tiempo era capaz de imprimir más de 3.000 ejemplares en una sola jornada, y fue un hallazgo de magnitud trascendente que se extendió como las profecías del fin del mundo,  alterando las relaciones sociales y políticas, o permitiendo la existencia de  diversidad de  ideas. No es imaginable el triunfo del Protestantismo, o las herejías que antes fracasaron, sin el soporte de la Imprenta para entonces con más de tres cuartos de siglo de perfeccionamiento, especialmente, en las riveras del Rin o el norte de Italia.

      Es innegable que la alfabetización progresiva, con la consecuente posibilidad de leer obras clásicas o nuevas obras literarias y filosóficas, permitiría cambios radicales  en todos los órdenes. Y que los poderes públicos, o la Iglesia Católica, disponiendo de un medio prodigioso para extender leyes y doctrinas, y estableciendo una rígida censura, no lograrían evitar:

     El acceso al mismo de los movimientos heréticos, y su uso como arma capital de agitación sembrando discursos, libros y folletos de Lutero, estimados en 2 millones de ejemplares, y posibilitando  el triunfo de la Reforma Protestante.

     O la difusión de la Ética del Trabajo predicada por Calvino.

       O las críticas de Erasmo de Rótterdam.

      O la separación de la Iglesia Anglicana, y de otras, de la Iglesia Católica.

      O la influencia del Humanismo a medio camino entre ambas posiciones encontradas, que difunde, incluso en España, sus tesis abiertas a la desuniformidad religiosa.

       O, en fin, los efectos revolucionarios de la divulgación científica, que dieron lugar a un tiempo en el que el antes y el después se dibujan  nítidamente.

      Pero volvamos al ingenio mecánico protagonista de la época: La Imprenta. En Segovia, capital del  Reino de Castilla, en el año 1472, se elogiaba un acontecimiento: la impresión de las actas de un sínodo de la Iglesia celebrado en la ciudad, que llevaba a cabo un tipógrafo alemán e itinerante, con una máquina móvil. Treinta años más tarde, 25 ciudades españolas contaban ya con talleres especializados o habían visto pasar por ellas artilugios desplazables de impresión, y en más de 230 ciudades de una docena de países europeos, se habían estampado la respetable cantidad de 20.000.000 de libros. Su imparable progreso permitía que, solamente un siglo más tarde, en Italia trabajaran más de 3.000 máquinas impresoras.


      Con la introducción del libro en papel, la lectura convertida en función social facilitó la expansión de la cultura, la ciencia y la razón, la Ilustración, la Revolución Francesa y la Revolución Americana, el establecimiento de las democracias, el nacimiento de las ciencias sociales, o el avance socializador bajo el predominio de cualquier ideología. En resumen la Imprenta posibilitó la Edad Moderna, un periodo de progresos en todos los campos, y de espectaculares hallazgos científicos y revoluciones industriales, que:

       Hizo habitables ciudades pobladas por millones de mujeres y hombres.

       Avanzó velozmente en medicina venciendo a la peste y las grandes plagas.

       Surcó los mares, colonizó hasta el último centímetro cuadrado del Nuevo Mundo.

       Redujo el hambre en el planeta.

       Desarrolló las artes y los ingenios mecánicos más ambiciosos.

       O inició la conquista del espacio estelar con resultados suficientemente conocidos.

       La Imprenta reinó durante más de cinco siglos. Y nadie imagina el pasado sin el instrumento de la cultura, que extendió por el orbe proyectos sociales e ideológicos con la promesa de hacer una vida mejor y a la medida del hombre, hasta la llegada de la Informática en los primeros años 60 del siglo XX. Y con la Informática, primera herramienta que posibilita la existencia del mundo que vivimos, entramos en otro tiempo de la historia, en una nueva era:

       ¡La  Posmodernidad!

       Un modo de entender la vida que en un giro copernicano ha envejecido a las generaciones precedentes. El mundo acelerado que amenaza con hacer de esas generaciones, y en nuestro país, manadas de nostálgicos y taciturnos desorientados de ojos abiertos como platos evocando, melancólicamente, un pasado descolorido y autoritario, o añorando la Feria del Campo de Madrid con sus rollizos caballos de tiro y sus lanudas ovejas merinas, el vino peleón de La Mancha, los trenes movidos por locomotoras de vapor,  el brasero de carbón o la palangana, la jofaina y el retrete medieval, el NO-DO, las primeras turistas suecas llegadas a Torremolinos, o la piel tersa y el vientre plano de sus años juveniles.



     La Informática, es ahora la herramienta del cambio de las relaciones humanas y de producción que,  de modo rápido y radical  ha trasformado las formas de consumo, y está llamada a servir para producir movimientos tan significativos como los que alentó la Imprenta de Gutenberg en el Renacimiento, o la  Modernidad, haciendo posible la vida de su primogénito: La Posmodernidad, una era de dimensión sin precedentes en las comunicaciones, e insólita repercusión social, que profundiza la brecha entre generaciones. Un tiempo nuevo del que la sociología asegura que:

      Niega la verosimilitud de los metarrelatos que legitiman la lucha por alcanzar grandes y universales proyectos de justicia y paz, libertad e igualdad, en aras del éxito individual. O enfría la esperanza en los progresos colectivos utópicos, o las creencias en las grandes doctrinas religiosas.

     Avala la fe en la tecnología, y el ecologismo, como valores incuestionables.

      Desacraliza o atenúa los mensajes de los políticos, y prioriza su imagen.

      Impone el Presentismo a la consideración del futuro y el pasado. ¡Vive el ahora!

      Concede ganancias de espacio a lo efímero, la magia y las artes adivinatorias.

      Otorga una inusitada importancia a los medios de comunicación.

      Se inclina por la simplificación, la reducción, y el aforismo o la cita.     

      Promueve el eclecticismo en las tendencias estéticas, modos y estilos de vida.

      Juzga por las apariencias y generaliza el culto al cuerpo y los placeres.

      Propaga el consumismo desmesurado, la ética hedonista y la cirugía estética.

      Asume el debilitamiento de la voluntad como esfuerzo.

      Universaliza costumbres de ámbitos locales dispersos.     

      Discute el imperio de la razón, e impone el nihilismo y el escepticismo, o el predominio de lo individual sobre lo universal, de lo psicológico sobre lo ideológico, del Tener sobre el Ser.

      Y en un totum revolutun sin precedentes, la Posmodernidad, que descansa sobre la realidad científica, tolera la añoranza melancólica de cualquier época y de sus mitos: el paleolítico, la antigüedad, la edad media y un mundo de reyes absolutos y plebeyos tributarios, el pasado reciente y turbulento… Al respecto, Gianni Vattimo, prominente analista de la posmodernidad, asegura que el mundo de hoy “no entiende el mito como el pensamiento demostrativo, analítico y científico, sino narrativo, fantástico, emocional y globalmente con poca o ninguna pretensión de objetividad; el mito, pues, -dice Vattimo- tiene que ver con la religión, el arte, el rito y la magia; la ciencia justamente al contrario nace para desmitificarlo”.


      La Posmodernidad, ha campado a sus anchas hasta hoy responsabilizando a la Modernidad de haber creado expectativas de progreso y justicia que no alcanzó, claudica sin resistencia a la presión que ejerce el poder económico y, hace cundir el pesimismo pregonando que no hay alternativas. Lyotard, el observador más fino del fenómeno, aseguró que “el siglo XX ha sido un inmenso cementerio de esperanzas”, y dijo en una de sus visitas a España en 1985: “Debemos de acostumbrarnos a pensar sin moldes ni criterios. Eso es la Posmodernidad”.

      En conclusión y a la vista de unas señas de identidad con sus luces y  miserias, abandonamos la cuestión con alguna pregunta retórica: ¿Ha venido la Posmodernidad con carácter provisional y nos dejará pronto, o la gasolina de Internet, la Globalización, y el torrente de avances ininterrumpidos le darán alas para sobrevolar sobre la sociedad posindustrial durante siglos? ¿Volverá de nuevo la Modernidad, renovada y con deseos de ganar el terreno perdido, o pasó definitivamente a la historia  para ser llorada por nostálgicos e hipocondríacos?


domingo, 19 de abril de 2015

EL PRESENTISMO



Cada día se escucha, con mayor frecuencia, el postulado de la Posmodernidad que proclama con insistente énfasis la existencia exclusiva del presente, el presentismo, la vivencia efímera y acelerada del aquí y ahora, o desentendimiento de toda preocupación por el porvenir, y un olvido táctico del pasado que no existe porque no es rabiosa actualidad.

Sin embargo, este ocurrente talante propagado con visos de originalidad, no es nuevo, ni extraño, el presentismo no goza  de la originalidad que presume; la actitud esnobista superficial renovada, tan antigua como la civilización, pasó incluso por un hombre de trascendencia decisiva para la historia como Mahoma, al decir: No perdáis el tiempo soñando con el pasado o con el porvenir, pensad en el presente.

Pero la arenga en boca del profeta del Islam, tras la que se ocultaba la necesidad de superar momentos críticos que exigían de esfuerzos puntuales extraordinarios, se la aplica a si mismo el vividor y pasota del presentismo actual, en la travesía de páramos y aburrimiento insoportable. Y lo hace imitando, torpemente, al tripulante del barco que requerido de la atención infinita se juega el ser o no ser, en medio del embate de las olas violentamente encrespadas.

Para el entusiasta del presentismo y su facundia cataplásmica,  mirar atrás es un prejuicio, una imperdonable pérdida de tiempo, o un ejercicio inservible de nostálgica  melancolía. El apasionado fiel del presente efímero, pese a su ingeniosilla desenvoltura, y su consideración del pasado y el futuro como ficciones, ignora  la condición de  carrera de fondo de la vida. Y se niega a asumir que los hombres son su memoria además de la memoria de sus antepasados, olvidando un hecho trascendental: que nuestra identidad estaba escrita en la célula germinal que fuimos, y a la que se sumó el tiempo y un sinfín de recuerdos evocados, vividos voluntaria o involuntariamente.  Lo simplifica un aforismo tan contundente como breve de William Faulkner que asegura: 

         El pasado nunca pasa,  y ni siquiera es pasado.      
         Para confirmar la veracidad de la cita, basta con preguntarse por las circunstancias que acompañaron nuestra existencia, porque  tienen mucho que decirnos.
        ¿Dónde, cuándo y de qué ancestros nacimos?
        ¿Quiénes fueron nuestros maestros y nuestra escuela?
       ¿Quienes nuestros amigos, amores, alimentos espirituales y materiales?
        ¿Cuáles nuestros fracasos y nuestros traumas?
        ¿Cuántas ideas sabias, introdujeron en nuestra cabeza?
    ¿Cuántas ideas estúpidas, absolutamente inútiles e irracionales?    
    
         Las personas, hechos, incidentes y contenidos que responden a estas preguntas, no se olvidan. Emociones intensas, experiencias amargas y traumáticas, momentos críticos, o días pletóricos y felices, dejan huellas imborrables y catárticas; decisiones tomadas con ligereza, o a conciencia, son tan decisivas en nuestro presente que nadie se atrevería a ponerlo en cuestión. Somos lo que hemos vivido, y las  medidas que aplicamos en el pasado condicionan el resto de nuestra existencia, y determinan el presente y el futuro.

         Ayer sembramos adoptando una forma de vida conforme a nuestras inclinaciones naturales y las circunstancias que las motivaron, y hoy recogemos los frutos de esa actitud personal, o nos  sometemos a sus servidumbres. Somos libres, o esclavos de viejas decisiones.

     ¿Tomaste partido por la vida en pareja y la descendencia?
     ¿Optaste por la soltería, la autonomía y la libertad? 
     ¿Decidiste vestir el hábito monacal que apareja el celibato?
     ¿Cambiaste de sexo?

         Fuera cual fuese el camino elegido, hoy el peso de aquel compromiso determina cada segundo de tu vida…  unas veces la aplasta, y otras la libera. Eres un prisionero de tu pasado, de las promesas que hiciste… o de la falta de ellas.  Eres tu memoria, tus recuerdos, tu experiencia: eres lo que hiciste ayer. Tanto si tu actividad profesional fue administrada con acierto, como si fue dirigida torpemente, las consecuencias reportadas resultan inevitables, para bien o para mal; tanto si diste pasos firmes, como si fueron  producto de la vacilación y el temor, te debes a una dependencia labrada entonces. Pero  el libro escrito a lo largo del tiempo, que se ojea para recordar, no permite rescribir sus capítulos, porque fue escrito de una vez y para siempre… ¡el pasado es implacable!       
    
           El camino que dejas a la espalda  te abre las puertas del futuro o te las cierra, el presentismo es una moda,  no me lo decía un filósofo, sino un camionero granadino que me recogió en las Alpujarras, cuando hacía autostop, remitiéndose a Séneca, quien conjugaba los tiempos sabiamente afirmando: 

          El presente es brevísimo, el futuro dudoso  y el pasado seguro.


domingo, 8 de marzo de 2015

¿QUÉ ES EL TRABAJO?



      Para Adam Smith, insigne economista y filósofo liberal del siglo XVIII, “El trabajo es la fuente de toda riqueza”. Hoy nos parece un reconocimiento de catón.  Una obviedad. Mas el trabajo como valor apreciado tiene en su origen un inconfundible sello burgués acuñado en el mundo protestante, y connotaciones revolucionarias aplaudidas por la modernidad. Pero ciertamente, el trabajo antes fue denostado por hidalgos, nobles y conservadores del antiguo régimen, quienes anteponían la guerra, el honor, la oración, el ayuno, el espiritualismo ascético o la aplicación del cilicio, como méritos mayores.

También la cultura grecolatina consideró el trabajo deshonroso y embrutecedor para el hombre libre, u ocupación de esclavos desheredados y a precio de mercado. El trabajo pues, es un valor del mundo moderno que, en progresos constantes  ha ido ganando el respeto de tirios y troyanos, y cuenta con la estimación, al menos aparente, de las ideologías más dispares.

    A los liberales de la época de Adam Smith les sucedió y secundó Karl Marx, quien afirmaba que se han buscado muchos elementos diferenciadores entre el animal común y el hombre, pero que lo que distingue a uno del otro es: “El trabajo como actividad creadora, transformadora de la  naturaleza, y expresión física y mental propia del hombre”. Esta concepción del trabajo que honra al que lo ejecuta, era la mejor manera de dignificar y ennoblecer  al trabajador, dejando un espacio de duda sobre la condición  de quien no lo era. Es decir, de ensalzar a los asalariados de su época que, por prejuicios enquistados se daban por miserables parias asilvestrados y sin derechos, o ganado humano sin educación, sin cultura, sin méritos ni vergüenza, sin dignidad y sin futuro.

    La consideración del trabajo por liberales y marxistas tuvo tal éxito que, el Vaticano que había introducido en el Catecismo la condena expresa de Liberalismo y Marxismo, se alineó en este tema con sus enemigos. De manera que en el año 1955, es decir muy tardíamente aunque oportuno y en abierta actitud de reconquistar a la perdida clase asalariada, instituyó la Fiesta de San José Obrero, precisamente, el día 1º de Mayo. Reparaba así una injusticia histórica, reinterpretando el Génesis,  en la que hasta entonces no habían caído generaciones y generaciones de prelados, papas u obispos. Y lo sustanciaría Monseñor José María Escribá de Balaguer asegurando que: El trabajo es una vocación inicial del hombre, una bendición de Dios, y se equivocan lamentablemente quienes lo consideran un castigo”

 

Pero la glorificación del trabajo, contradice el espíritu de la Tradición, o el de las Sagradas Escrituras en las que se entiende como una condena o maldición divina, impuesta a Adán en el momento en que es arrojado del Paraíso, donde holgazaneaba ocioso como un príncipe: “Ganarás el  pan con el sudor de tu frente”. Contra otra cualquiera versión que quiera ofrecerse, ése, sin duda, es el sentido que han dado nuestros antepasados al mito bíblico.

   Claro que podría decírsenos, que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, y que Dios descansó el 7º día, tras 6 de trabajo, dando ejemplo de obrero explotado eficiente y constante. Pero nadie con la cabeza sobre los hombros pensará que Dios, infinito en poderes, es un modesto artesano condicionado por la resistencia física o psíquica, acude puntualmente al tajo y se fatiga, jura en arameo sudando como un negro, madruga, es explotado laboralmente y precisa de recuperar el aliento un día cada semana.

    No, no es razonable que Dios venda su fuerza de trabajo y se canse, porque un ente perfecto no puede sufrir y mucho menos experimentar cansancio. Y como todo lo escrito por los hombres está sujeto a interpretación, el pasaje del Génesis nos invita a pensar del autor que, pinta a Dios como una réplica de si mismo: con inteligencia, fuerza física, voluntad, y sentimientos idénticos a los humanos, en un compasivo homenaje a nuestra humilde condición animal, sujeta a la tiranía de la naturaleza, la necesidad, la enfermedad, el drama de la vejez… y la muerte.     

      Pero un liberal como Adam Smith,  el barbudo Marx, o Monseñor Escribá de Balaguer retorciendo el cuello al Génesis como a una gallina, por más que significativos, no fueron la excepción. Definir el trabajo atareó, y atareará a muchas cabezas empeñadas en sentenciar, a su favor, aunque ya no se entiende que comporte la realización de agotadores esfuerzos. Las intensas revoluciones industriales y tecnológicas han cambiado el mundo: haraganes y zánganos de todo tipo son tomados por trabajadores, y actividades perezosas o festivas vienen a considerarse actividades laborales. ¡Un fraude! Y no sorprende que el trabajo haya dejado de exigir el desarrollo de tareas productivas provechosas para el individuo y la sociedad, pasando a ser labor de actores y parásitos que venden humo, miran con desidia cómo lo hacen otros, roban, timan, malversan, especulan, traicionan, sangran, imitan, se prostituyen, practican la usura, disimulan… El trabajo pues, ya no se sabe qué es, aunque se tiene por cierto que casi todos lo temen o rehuyen, que continúa mirándose con desconfianza si no requiere pensar, o que es tan temido como el diablo, odiado como los enemigos y remunerado en proporción inversa al esfuerzo que exige su práctica.

     Muchos, en efecto, adulan hipócritamente el trabajo y halagan al trabajador, pocos lo abrazan por vocación, y se quejan demasiados de un peso que no soportan. En algún lugar me hablaron de una leyenda popular, que cuenta la historia de un burgués y alcalde de una ciudad, cuya multiplicidad de tareas le obligaba a exprimir el tiempo y simultanear dos actividades: las ocho horas de trabajo con… ¡las ocho horas de sueño reparador! No parece que estemos tan distantes de esa historia, y en opinión de Santiago Ramón y Cajal, “El ideal del español de buena parte de la clase media es jubilarse tras breves años de trabajo,  y si es posible, antes de trabajar”. ¿Quién no ha tropezado con padres orgullosos de los méritos de sus hijos, a los que bendecía la lotería  de un buen salario, y un puesto de trabajo en el que… ¡no trabajaban!? ¿Cuántos de aquellos muchachos, en efecto sueñan, con la ganga de un asiento burocrático y sin obligaciones, con la plena conciencia de que trabajar mucho no deja tiempo para ganar dinero?

      El trabajo, en fin, es una dependencia de la que escapan quienes son extraordinariamente ricos, o pobres abandonados a las puertas de una iglesia y gentes con suerte. El trabajo no es una bendición de los cielos, ejercido en libertad, sino una palanca de rendimiento variable que a unos produce dividendos generosa y abundantemente, y a otros… ¡mantiene en la más estricta miseria! El trabajo, como el dinero, no es un objetivo en si mismo, sino el instrumento para conseguirlo; el medio, o el mal  menor que  posibilita al hombre alcanzar los fines que se propone.

Pero al Cielo le es indiferente que trabaje o se aliste en las oficinas del paro.